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– Recuerdo que dijiste que volabas con Finnair.

– Sí, te daré los números de vuelo. Puedo enviártelos en un mensaje al móvil, porque no los tengo aquí. Y, además, necesito urgentemente una fotocopia de tu pasaporte.

– Me voy a casa ahora mismo.

Varias horas más tarde ya le había enviado a Karin toda la documentación necesaria, aunque no consiguió plaza en el mismo vuelo. Tras varias conversaciones telefónicas, Birgitta decidió partir un día después que Karin. El congreso no habría empezado aún. Karin formaba parte del comité organizador que preparaba los distintos seminarios, pero le prometió escabullirse unas horas para ir a esperarla al aeropuerto.

Birgitta Roslin sintió los mismos nervios que a los dieciséis años, cuando viajó por primera vez al extranjero, a Eastbourne, Inglaterra, para perfeccionar el inglés.

– ¡Por Dios! -exclamó al teléfono-. Ni siquiera sé qué temperatura hace allí. ¿Es invierno o verano?

– Invierno, igual que aquí. Nos encontramos prácticamente en la misma latitud. Pero aquél es un frío seco. A veces llegan tormentas procedentes de los desiertos del norte de Pekín, así que prepárate como para una expedición al Ártico. Hace muchísimo frío en todas partes, incluso en el interior de las casas. Ahora ha mejorado mucho la cosa, en comparación con la primera vez que fui. Entonces me alojé en uno de los mejores hoteles, pero tenía que dormir con la ropa puesta. Por la mañana me despertaban los chirridos de miles de bicicletas. Llévate ropa interior de abrigo. Y café. Aún no saben hacerlo. Bueno, eso no es del todo cierto, pero por si acaso. El café en los hoteles no suele ser tan fuerte como nos gusta aquí.

– ¿Hay que llevar ropa elegante?

– Tú te librarás de los banquetes, pero siempre puedes llevar un vestido bonito.

– ¿Cómo hay que comportarse? ¿Qué ropa no se debe llevar? Hubo un tiempo en que creí que lo sabía todo de China; pero era la versión de los rebeldes. En China la gente se dedicaba a desfilar, cultivar arroz y blandir el libro rojo de Mao. En verano nadaban dando grandes brazadas hacia el futuro, siguiendo la estela del gran timonel.

– De todo eso puedes olvidarte. Basta con que te acuerdes de llevar ropa interior de abrigo. Y dólares en billetes. Las tarjetas de crédito valen, pero no en todas partes. Unos zapatos cómodos. Allí es fácil resfriarse y no cuentes con que tengan los medicamentos que utilizas habitualmente.

Birgitta Roslin iba tomando nota. Acabada la conversación fue al garaje a sacar la mejor de sus maletas. Y por la noche le contó a Staffan su decisión. Quizá le sorprendió la noticia, pero no lo dejó traslucir. Para él, nadie mejor que Karin Wiman para acompañar a su esposa.

– A mí también se me ocurrió -confesó Staffan-. Cuando me dijiste que Karin se iba a China, así que no me pilla del todo desprevenido. ¿Qué te ha dicho el médico?

– Me dijo: ¡vete de viaje!

– Pues, en ese caso, yo te digo lo mismo. Pero llama a los niños y cuéntaselo, no sea que se preocupen.

Aquella misma noche los llamó, por orden de edad, a los tres a los que podía localizar. El único que tenía sus dudas era David. ¿Tan lejos y tan de repente? Ella lo tranquilizó explicándole que iba muy bien acompañada y que los doctores que la estaban tratando no habían opuesto ninguna objeción.

Buscó un plano y, con la ayuda de Staffan, logró localizar el hotel en el que iban a alojarse, el Dong Fan.

– Te envidio -admitió él de improviso-. Aunque, de jóvenes, tú eras la china y yo sólo un liberal asustadizo que creía que los cambios sociales podían lograrse con calma, siempre soñé con viajar allí. No a China, sino justo a Beijing. O a Pekín, pues para mí ése será siempre su verdadero nombre. Tengo la convicción de que el mundo tiene otro aspecto desde ese horizonte, si lo comparo con mis trenes a Alvesta y a Nässjö.

– Pues imagínate que me mandas a mí de exploradora. Y luego nos vamos los dos, en verano, cuando no haya tormentas de arena.

Vivió con una tensa excitación los días previos a su partida. Cuando Karin Wiman salió de Kastrup, Birgitta acudió al aeropuerto y aprovechó para recoger su billete. Se despidieron frente a la sala de embarque.

– Quizá sea mejor que no volemos el mismo día -opinó Karin-. Como soy un personaje importante para el congreso tengo un billete de primera, y no habría sido muy agradable ir en el mismo avión pero en distinta clase.

– Ahora estoy tan emocionada que, si fuera preciso, me montaría en un carromato. ¿Me prometes que irás a recogerme al aeropuerto?

– Allí estaré.

Por la noche, cuando Karin ya debería haber llegado a su destino, Birgitta Roslin fue al garaje a mirar en una caja de cartón en cuyo fondo encontró lo que buscaba: su viejo y desgastado ejemplar del libro de citas de Mao. En el interior del librito forrado de rojo había escrito: «19 de abril de 1966».

«Entonces era una niña», recordó. «Virgen en casi todos los terrenos. Tan sólo había estado una vez con un joven, Tore, de Borstahusen, que soñaba con ser existencialista y se quejaba de ser tan lampiño. Con él perdí la virginidad en una fría cabaña que olía a moho.

Lo único que recuerdo es su torpeza, casi insoportable. Después de aquello creció entre nosotros una sensación pegajosa que provocó que quisiéramos separarnos cuanto antes y que no nos mirásemos nunca más a los ojos. Aún me pregunto qué les diría de mí a sus amigos. Yo no recuerdo qué les conté a los míos. En cualquier caso, la virginidad política era tan importante como aquella otra. Hasta que llegó la tormenta roja, que me arrastró consigo. Sin embargo, nunca fui consecuente con mi aprendizaje del mundo. Después del periodo con los rebeldes me escondí. Nunca conseguí comprender por qué me dejé llevar y me metí en lo que era casi una secta. Karin se pasó al partido de izquierdas. Yo, en cambio, me afilié a Amnistía Internacional, y, ahora, a nada de nada.»

Se sentó sobre unos neumáticos amontonados y empezó a hojear el librito. Una fotografía se deslizó de entre sus páginas. Eran ella y Karin Wiman. Recordaba el día en que se la hicieron. Se apretujaron en un fotomatón de la estación de Lund; como de costumbre, por iniciativa de Karin, que introdujo las monedas en la ranura y salió enseguida a esperar que apareciera la serie de instantáneas. Al ver la foto, Birgitta se echó a reír de buena gana, aunque la asustó la distancia. Aquella parte del sendero quedaba ya tan lejos que apenas se animaba a evocar el trayecto recorrido desde entonces.

«Ese viento gélido», se dijo. «La vejez, que se me acerca de puntillas por la espalda.» Guardó el libro en el bolsillo y salió del garaje. Staffan acababa de llegar a casa. Se sentó con él en la cocina mientras él cenaba lo que ella le había preparado.

– ¿Estás lista, soldado de la guardia roja? -bromeó Staffan.

– Acabo de ir a buscar mi pequeño ejemplar del libro rojo.

– Especias -dijo Staffan de pronto-. Si quieres traerme un regalo, compra especias. Siempre he creído que en China hay aromas y sabores que no existen en ningún otro lugar.

– ¿Qué otra cosa quieres que te traiga?

– A ti. Sana y contenta.

– Pues creo que eso puedo prometértelo.

Se ofreció a llevarla a Copenhague al día siguiente, pero ella le dijo que era suficiente con que la dejase en la estación de ferrocarril. Birgitta estuvo muy nerviosa toda la noche, se la pasó yendo y viniendo a por un vaso de agua tras otro. Había ido siguiendo el devenir de los sucesos de Hudiksvall en el teletexto. Cada vez era más la información que salía a la luz sobre Lars-Erik Valfridsson, aunque nada que aclarase por qué la policía creía que él había cometido la masacre. La indignación por el hecho de que había conseguido suicidarse había llegado al Parlamento bajo la forma de una airada protesta presentada al ministro de Justicia. El único que aún mantenía la calma era Robertsson, por quien Birgitta sentía un creciente respeto. El fiscal insistía en que la investigación continuaba su proceso, aunque el supuesto asesino estuviese muerto. Sin embargo, también había empezado a indicar que la policía trabajaba con otras pistas sobre las que no podía revelar ningún detalle.

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