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«Ahí tenemos a mi chino», concluyó Birgitta. «Y mi cinta roja.»

Varias veces estuvo tentada de llamar a Vivi Sundberg para hablar con ella, pero se abstuvo. En ese momento lo más importante era el sugerente viaje que la aguardaba.

Hacía una hermosa y clara mañana de invierno el día en que Staffan Roslin condujo a su esposa a la estación de ferrocarril y se despidió de ella mientras el tren se alejaba del andén. Facturó sin problemas en Kastrup, le asignaron un asiento en el pasillo, tal y como ella quería, tanto de ida a Helsinki como de allí a Pekín. Cuando el avión despegó de Kastrup, sintió como si se liberase de una especie de cadena y le sonrió al anciano finlandés que ocupaba el asiento contiguo. Cerró los ojos, no probó nada en todo el viaje a Helsinki y volvió a pensar en la época en que China representaba para ella el paraíso, terrenal y soñado. La sorprendía la cantidad y la ingenuidad de todas aquellas extrañas ideas preconcebidas que se había forjado entonces, entre las que se incluía creer que, en un momento dado, el pueblo sueco estaría dispuesto a rebelarse contra el sistema establecido. ¿De verdad llegó a creérselo o, simplemente, se dedicó a participar en un juego?

Birgitta Roslin evocó el campamento de verano de 1969, en Noruega, adonde unos camaradas noruegos las invitaron a ella y a Karin. Todo debía desarrollarse en el más absoluto secreto. Nadie debía saber dónde se organizaba el campamento. A todos los participantes (no se sabía exactamente qué otros camaradas iban a participar) se les asignó un alias y, para desconcertar más aún al siempre vigilante enemigo de clase, se cambiaba el sexo con dicho alias. Aún recordaba que, durante todo el campamento, ella se llamó Alfred. Le habían dicho que tomara un autobús hasta Kongsberg y que se bajase en una parada determinada, adonde irían a buscarla. Mientras aguardaba en la solitaria parada de autobús bajo una intensa lluvia, pensó que tendría que neutralizar la oposición entre la lluvia y su estado de ánimo con paciencia revolucionaria. Por fin llegó una furgoneta, que se detuvo en la parada. Al volante iba un joven que se presentó quedamente como Lisa y que le pidió que subiese al vehículo. Habían instalado el campamento en un campo abandonado cubierto de maleza, con las tiendas montadas en hileras. Consiguió cambiarse a la tienda de Karin Wiman, a la sazón Sture, y todas las mañanas hacían ejercicios gimnásticos ante una ola de ondeantes banderas rojas. Vivió toda aquella semana en una tensión constante por temor a cometer un fallo o decir algo inconveniente, o sea, a comportarse de un modo contrarrevolucionario. El instante decisivo, en el que sintió un miedo atroz y estuvo a punto de desmayarse, llegó cuando le pidieron que se pusiera de pie para presentarse, bajo el nombre de Alfred, claro está, y que contase a qué se dedicaba en la vida civil tras la cual ocultaba que, en realidad, había elegido la dura opción de convertirse en una revolucionaria profesional. Pero salió airosa, no se vino abajo y supo que su victoria había sido total cuando Kajsa, uno de los jefes del campamento, un hombre de unos treinta años, corpulento y lleno de tatuajes, se levantó a darle una palmadita en el hombro.

Ahora, sentada en el avión rumbo a Helsinki, con los ojos cerrados, pensó que cuanto había sucedido en aquella época le provocó un miedo permanente. Cierto que hubo momentos en los que se sintió partícipe de algo que cambiaría la dirección del eje terrestre; pero, por lo general, siempre estuvo asustada.

Pensaba preguntarle a Karin si también ella lo había vivido así, si también ella sentía miedo entonces. Desde luego, no se le ocurría mejor escenario que China, el paraíso soñado, para obtener respuesta a esa pregunta. Además, quizás ahora comprendería mucho mejor aquello que un día marcó toda su existencia.

Cuando el avión inició el aterrizaje en Helsinki y las ruedas chocaron contra el asfalto, se despertó. Disponía de dos horas hasta la salida del avión a Pekín. Se sentó en un sofá que había bajo un avión antiguo que decoraba el techo de la terminal de salidas. En Helsinki hacía frío. A través de los grandes ventanales que daban a las pistas de aterrizaje veía el vaho del personal de tierra del aeropuerto. Pensó en la última conversación mantenida con Vivi Sundberg hacía unos días. Birgitta le preguntó si habían sacado alguna imagen fija de la cámara de vigilancia. Vivi Sundberg le respondió que sí, pero no se extrañó cuando Birgitta le pidió que le enviase una fotografía del chino. Al día siguiente recibió por correo una ampliación que ahora llevaba en el bolso. La sacó del sobre.

«Estás ahí, entre decenas de miles de personas», pensó Birgitta Roslin. «Pero no conseguiré dar contigo. Nunca sabré quién eres. Si diste tu verdadero nombre. Y, ante todo, qué hiciste.»

Muy despacio, empezó a dirigirse a la puerta de embarque del avión para Pekín, junto a la que ya había pasajeros esperando. La mitad eran chinos. «Aquí comienza una porción de Asia», se dijo. «En los aeropuertos se desdibujan las fronteras, se acercan y, al mismo tiempo, se alejan.»

Tenía el asiento 22 C. A su lado viajaba un hombre de piel oscura que trabajaba para una empresa británica en la capital china. Intercambiaron unas frases de cortesía, pero ni él ni Birgitta Roslin tenían el menor interés por profundizar en la conversación. Se acurrucó bajo la manta y se dio cuenta de que el nerviosismo había dado paso a la sensación de haber emprendido el viaje sin estar convenientemente preparada. En realidad, ¿qué iba a hacer ella en Pekín? ¿Deambular por las calles, observar a la gente y visitar museos? Karin Wiman no podría dedicarle mucho tiempo. Pensó que aún llevaba dentro una rémora de la rebelde insegura que fue en su juventud.

«He emprendido este viaje para verme a mí misma», constató. «No voy a la absurda caza de un chino que se llevó una cinta roja del farolillo de un restaurante antes de, seguramente, asesinar a diecinueve personas. He empezado a atar todos los cabos sueltos de los que se compone la vida de una persona.»

Hacia la mitad de las siete horas de viaje, empezó a sentir entusiasmo. Tomó varias copas de vino y comió el plato que le sirvieron, cada vez más impaciente por llegar.

Sin embargo, la llegada no resultó como ella había imaginado. Tan pronto como entraron en territorio chino, el capitán les comunicó que, debido a una tormenta de arena, era imposible aterrizar en Pekín por el momento. Aterrizarían en la ciudad de Taiyuan, a la espera de que mejorase el tiempo. Cuando el avión tomó tierra, los llevaron en autobús hasta una fría sala de espera donde montones de chinos arropados con mantas aguardaban en silencio. Se sentía fatigada a causa del cambio horario. No estaba muy segura de cuál era su primera impresión de China. El paisaje oculto bajo la nieve, las colinas que rodeaban el aeropuerto, los autobuses y los carros de bueyes que circulaban por una carretera cercana a la zona aeroportuaria.

Dos horas después había empezado a remitir la tormenta en Pekín. El avión despegó y volvió a aterrizar. Una vez pasados todos los controles, vio a Karin, que estaba esperándola.

– La llegada del rebelde -bromeó su amiga-. ¡Bienvenida a Pekín!

– Gracias, aunque aún no he tomado conciencia de dónde me encuentro.

– Estás en el Reino del Centro. En el centro del mundo. En el centro de la vida. Venga, nos vamos al hotel.

Aquella primera noche, desde la décima novena planta del hotel, en la habitación que compartía con Karin, contempló el resplandor de la gigantesca ciudad y sintió un escalofrío de excitación.

En otro rascacielos y al mismo tiempo, un hombre observaba la misma ciudad y las mismas luces que Birgitta Roslin.

Tenía en la mano una cinta roja. Al oír unos leves golpes en la puerta, se volvió despacio y recibió a la visita a la que con tanta impaciencia había estado esperando.

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