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Hong había detectado en la juventud una codicia que, gracias al nepotismo, a los contactos familiares y, en igual medida, a la falta de escrúpulos, había permitido amasar grandes fortunas. Los jóvenes se sentían invulnerables y eso aumentaba su brutalidad y su cinismo. Contra ellos, y contra Ya Ru, pensaba ella oponer resistencia. El futuro no estaba ganado, todo era posible aún.

Cuando terminó, repasó lo escrito, hizo algunas correcciones y aclaraciones, cerró el sobre y, antes de echarse en la cama a dormir, escribió el nombre de Ma Li en el lugar del destinatario. Ningún ruido externo perturbaba la calma. Pese a que estaba agotada, tardó en conciliar el sueño.

Se levantó a las siete y, desde el porche, vio cómo se alzaba el sol sobre el horizonte. Ma Li ya estaba desayunando cuando ella llegó al comedor. Hong se sentó a su mesa, le pidió un té a la camarera y miró a su alrededor. La mayoría de las mesas estaba ocupada por miembros de la delegación china. Ma Li le dijo que pensaba bajar al río para contemplar los animales.

– Pásate por mi habitación dentro de una hora -le propuso Hong quedamente-. Es la número veintidós.

Ma Li asintió sin hacer preguntas. «Ella, al igual que yo, ha llevado ese tipo de vida que nos enseña que los secretos existen», concluyó Hong.

Terminó de desayunar y volvió a su dormitorio a esperar a Ma Li. La visita a la granja experimental no sería hasta las nueve y media.

Una hora más tarde, exactamente, Ma Li llamó a su puerta. Hong le entregó la carta que había escrito la noche anterior.

– Si me ocurriera algo, esta carta es importante -le advirtió-. Si muero de vieja en mi cama, puedes quemarla.

Ma Li la observó con gravedad.

– ¿Hay algún motivo para que deba preocuparme por ti?

– No. Pero debía escribir esta carta. Es necesaria para otras personas. Y para nuestro país.

A Hong no le pasó inadvertida la curiosidad de Ma Li, pero su amiga se abstuvo de seguir indagando y se guardó la carta en el bolso.

– ¿Qué tienes hoy en el orden del día? -quiso saber Ma Li.

– Una reunión con los miembros de los servicios secretos de Mugabe. Les daremos apoyo.

– ¿Armas?

– En parte, pero, ante todo, entrenamiento para sus unidades, los instruiremos en el combate cuerpo a cuerpo y en temas de vigilancia.

– Algo en lo que somos expertos.

– Me ha parecido oír una crítica solapada en el tono de tu afirmación…

– No, por supuesto que no -respondió Ma Li sorprendida.

– Ya sabes que siempre he reivindicado la importancia de que nuestro país se defienda tanto del enemigo interno como del externo. Muchos países de Occidente no desean otra cosa que ver Zimbabue convertido en un caos sangriento. Inglaterra jamás ha aceptado plenamente que el país se ganase a pulso la independencia en 1980. Mugabe está rodeado de enemigos. Sería una necedad por su parte si no les exigiese a los servicios secretos que trabajasen al máximo de su capacidad.

– Y tú no crees que sea un necio, ¿verdad?

– Robert Mugabe es un hombre sensato al comprender que debe oponer resistencia a todo cuanto el antiguo poder colonial sería capaz de hacer para derribar al actual partido gobernante. La caída de Zimbabue provocaría un efecto dominó en muchos otros países.

Hong acompañó a Ma Li hasta la puerta y la vio desaparecer por el sendero empedrado que serpenteaba a través de la frondosa vegetación.

Junto a su bungalow crecía una Jacaranda. Hong admiró el azul diáfano de sus flores. Intentó hallar algo con que compararlo, sin éxito. Recogió una de las que habían caído al suelo y la metió entre dos páginas del diario que siempre llevaba consigo, aunque rara vez se molestaba en escribir algo.

Estaba a punto de sentarse en el porche a examinar un informe sobre la oposición política en Zimbabue cuando oyó que llamaban a la puerta. Al abrir vio que se trataba de uno de los organizadores chinos del viaje, un hombre de mediana edad llamado Shu Fu. Hong había notado en un par de ocasiones que estaba nervioso ante la posibilidad de que la organización no funcionase debidamente. Desde luego, no era la persona idónea para responsabilizarse de semejante viaje, sobre todo teniendo en cuenta que su inglés estaba lejos de ser satisfactorio.

– Señora Hong -saludó Shu Fu-. Cambio de planes. El ministro de Comercio hará un viaje a Mozambique, el país vecino, y desea que usted lo acompañe.

– ¿Y eso por qué?

Su sorpresa era del todo sincera, pues jamás había tenido el menor contacto con el señor Ke, el ministro de Comercio, salvo el saludo que cruzó con él antes de la partida rumbo a Harare.

– El ministro de Comercio, el señor Ke, sólo me ha dicho que debe usted acompañarlo. Será una delegación reducida.

– ¿Cuándo y adónde nos vamos?

Shu Fu se enjugó el sudor de la frente y alzó los brazos señalando que lo ignoraba, antes de mostrarle su reloj.

– Me resulta imposible ofrecerle más detalles. Los coches que los llevarán al aeropuerto salen dentro de cuarenta y cinco minutos. No se tolerará el menor retraso. Todos los convocados deben preparar un equipaje ligero y contar con la posibilidad de pasar una noche fuera. Aunque puede que regresen esta misma noche.

– ¿Cuáles son el destino y el objetivo del viaje?

– Eso se lo aclarará el ministro Ke.

– Al menos, dígame adónde vamos.

– A la ciudad de Beira, en el océano Índico. Según la información que poseo, el vuelo durará menos de una hora. Beira se encuentra en el país vecino, Mozambique.

Hong no tuvo tiempo de hacer más preguntas, pues Shu Fu se apresuró a regresar por el sendero.

Hong se quedó petrificada en el umbral. «Sólo se me ocurre una explicación», concluyó. «Es cosa de Ya Ru. Seguramente, él será uno de los delegados que acompañen a Ke. Y querrá que yo también esté.»

Recordó algo que había oído durante el viaje a África. El presidente Kaunda, de Zambia, había exigido que la compañía nacional Zambia Airways invirtiese en un ejemplar del vehículo aéreo más grande del mundo, el Boeing 747. El mercado no justificaba el uso de un avión de tales dimensiones para el tráfico regular entre Lusaka y Londres. De hecho, no tardó en descubrirse que la verdadera intención del presidente Kaunda no era sino la de utilizar el avión para sus recurrentes visitas a otros países. Y no porque quisiera viajar rodeado de lujo, sino por tener sitio suficiente para la oposición dentro de su gobierno o para los militares en los que no confiaba. Simplemente, llenaría el avión con todos aquellos que estaban dispuestos a conspirar contra él o incluso a dar un golpe de Estado mientras él se encontraba fuera del país.

¿Sería ésa también la intención de Ya Ru? ¿Querría tener cerca a su hermana a fin de controlarla mejor?

Hong pensó en la rama que oyó quebrarse en la oscuridad. Con toda probabilidad no sería Ya Ru quien la partió escondido entre los arbustos, sino más bien un espía enviado por él.

Sin embargo, Hong no quería indisponerse con el ministro Ke, de modo que llenó la más pequeña de sus dos maletas y se preparó para el viaje. Llegó a la recepción unos minutos antes de la hora fijada para la partida, pero no vio ni a Ya Ru ni al ministro Ke. En cambio, sí que le pareció ver a Liu, el guardaespaldas de su hermano, aunque no estaba segura. Shu Fu la condujo a una de las limusinas que aguardaban ante el hotel. Viajaban con ella dos hombres que, le constaba, trabajaban en el Ministerio de Agricultura, en Pekín.

El aeropuerto se hallaba a poca distancia de Harare. Los tres coches de que se componía la delegación avanzaban a gran velocidad, flanqueados por una escolta de motocicletas. Hong alcanzó a ver que había policías deteniendo el tráfico en todas las esquinas. Atravesaron sin obstáculos las puertas enrejadas del aeropuerto antes de subir directamente a un jet de la aviación militar de Zimbabue. Hong entró por la puerta trasera y, una vez dentro, observó que el avión estaba dividido en dos mitades, de lo que dedujo que sería el avión privado de Mugabe, que se lo habría cedido al ministro. El avión despegó tan sólo unos minutos después de que Hong hubiese subido a bordo. Sentada a su lado iba una de las secretarias de Ke.

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