Una vez terminada la reunión y cuando el presidente Mugabe había abandonado la sala, Ya Ru y Hong se tropezaron en la salida. En realidad, su hermano estaba esperándola. Tomaron un plato con algo para picar que había en una larga mesa. Ya Ru bebía vino, en tanto que Hong se contentó con un vaso de agua.
– ¿Por qué me mandas una carta a medianoche?
– De pronto tuve la irrefrenable sensación de que era importante y no pude esperar.
– El hombre que llamó a mi puerta sabía que yo estaba despierta -señaló Hong-. ¿Cómo es posible?
Ya Ru enarcó las cejas sorprendido.
– La gente llama de forma distinta si sabe que la persona que está dentro está despierta o dormida.
Ya Ru asintió.
– Vaya, hermanita, qué lista eres.
– No olvides que yo también veo en la oscuridad. Anoche estuve un buen rato sentada en el porche y entreví rostros a la luz de la luna.
– Pero si anoche no había luna.
– Las estrellas emiten una luz que yo soy capaz de intensificar si quiero. Así, el brillo de las estrellas se convierte en luz de luna.
Ya Ru la observó pensativo.
– ¿Estás midiendo tus fuerzas con las mías? ¿Es eso?
– Y tú, ¿no haces lo mismo?
– Tenemos que hablar. Tranquilamente. Con calma. Están produciéndose grandes cambios. Nos hemos acercado a África con un ejército grande, pero con buena disposición. Y ahora estamos asentándonos.
– Hoy vi a dos hombres que colocaban un saco de cemento de cincuenta kilos sobre la cabeza de una mujer. Mi pregunta es muy sencilla: ¿qué pretendemos hacer con el ejército que hemos traído? ¿Ayudaremos a que a esa mujer se le alivie la carga? ¿O pretendemos formar parte de los que cargan sacos sobre su cabeza?
– Una cuestión importante que no me disgustará discutir contigo. Pero no ahora. El presidente está esperando.
– A mí no.
– Disfruta del porche esta tarde. Si, para medianoche, no he llamado a tu puerta, ya no te visitaré y podrás acostarte.
Ya Ru dejó la copa de vino y se marchó con una sonrisa. Hong se dio cuenta de que había empezado a sudar durante la breve conversación. Una voz anunció en voz alta que su autobús partiría dentro de treinta minutos. Hong volvió a llenar su plato y, cuando terminó de comer, se encaminó a la parte posterior del palacio, donde esperaba el autobús. Hacía mucho calor y los rayos del sol se reflejaban contra las paredes de piedra blanca del edificio. Se puso las gafas de sol y un sombrero blanco que llevaba en el bolso. Estaba a punto de subir al autobús cuando alguien se dirigió a ella. Hong se dio media vuelta.
– ¿Ma Li? ¿Qué haces tú aquí?
– Vine a sustituir al viejo Tsu. Le dio una embolia y no pudo asistir, así que me llamaron para que acudiese en su lugar. Por eso mi nombre no figura en la lista.
– Pues no te vi cuando salimos esta mañana.
– Alguien me indicó con tono muy severo que, según el protocolo, no debía ir en coche. Ahora iré en el vehículo que me corresponda.
Hong extendió las manos y estrechó las de Ma Li. Ella era la persona a la que había estado esperando, alguien con quien poder hablar. Ma Li y ella eran amigas desde la facultad, después de la Revolución Cultural. Hong recordaba que una mañana muy temprano, en una de las salas de día de la universidad, encontró a Ma Li dormida en una silla. Cuando despertó, empezaron a hablar.
Desde el principio fue como si estuviesen destinadas a ser amigas. En la memoria de Hong aún perduraba claramente la primera conversación que mantuvieron. Ma Li le dijo que había llegado el momento de dejar de «bombardear el cuartel general». Era una de las instrucciones de Mao a los revolucionarios, ni siquiera los líderes del Partido Comunista se librarían de las críticas. Ma Li le confesó entonces que, para ella, había llegado la hora de «bombardear el vacío que existía en su corazón, su inmensa falta de conocimiento, contra la que debía combatir».
Ma Li se convirtió en analista económico y empezó a trabajar en el Ministerio de Comercio, donde formó parte del grupo de expertos financieros que, las veinticuatro horas del día, controlaban los movimientos de divisas en todo el mundo. Hong, por su parte, fue contratada como consejera del ministro en asuntos de seguridad interna, con la misión, entre otras, de coordinar el punto de vista del alto mando militar sobre la protección interior y exterior del país, y en especial en lo tocante a la seguridad de los altos cargos políticos. Hong fue a la boda de Ma Li, pero, desde que ésta tuvo a sus dos hijos, empezaron a verse sólo de vez en cuando, de forma bastante irregular.
Y ahora volvían a encontrarse, en un autobús aparcado en la parte trasera del palacio de Robert Mugabe. Hablaron sin cesar durante el viaje de regreso a los bungalows. Se dio cuenta de que Ma Li se alegraba tanto del reencuentro como ella. Cuando llegaron al hotel, decidieron dar un paseo hasta la gran balconada con vistas al río. Ninguna de las dos tenía nada concreto que hacer hasta el día siguiente, cuando Ma Li debía visitar una granja experimental, en tanto que Hong debía viajar a las cataratas Victoria para mantener una conversación con un grupo de militares de Zimbabue.
Hacía un calor sofocante mientras bajaban al río. En la distancia se veían los rayos y se oía el sordo tronar presagio de la tormenta. En el río no se avistaba ningún animal; como si, de repente, se tratase de un terreno totalmente abandonado. Cuando Ma Li agarró a Hong del brazo, ésta se sobresaltó.
– ¿Ves allí? -preguntó Ma Li al tiempo que señalaba un punto.
Hong miró al lugar que le indicaba, pero no detectó ningún movimiento entre el espeso boscaje que flanqueaba la orilla.
– Detrás de aquellos árboles cuya corteza han arrancado los elefantes, junto al risco que se alza como una lanza surgiendo de la tierra…
Entonces lo vio. La cola del león se movía despacio, azotando la tierra roja. Los ojos y la melena del animal se atisbaban de vez en cuando por entre las hojas.
– Tienes buena vista -observó Hong.
– He aprendido a observar. De lo contrario, el terreno resulta peligroso. También en la ciudad o en una sala de reuniones existe un paisaje donde se pueden esconder numerosas trampas que caen sobre ti si no estás alerta.
En silencio, casi con veneración, observaron cómo el león bajaba hasta la orilla, entraba en el agua y empezaba a chapotear. A lo lejos, en medio del río, se entreveían las cabezas de unos hipopótamos. Un martín pescador con el mismo colorido plumaje que el que apareció en el porche de Hong se posó en la barandilla con una libélula en el pico.
– Qué paz… -comentó Ma Li-. Cada día la añoro más, cuanto más vieja me hago, más añoro la paz. ¿Será uno de los primeros signos de la vejez? Nadie desea morir rodeado del ruido de máquinas o aparatos de radio. El precio de nuestros éxitos es el gran silencio. «Acaso puede vivir alguien sin la calma que experimentamos ahora?
– Tienes razón -admitió Hong-. Pero ¿qué hacemos con las amenazas invisibles que acechan nuestras vidas?
– ¿Te refieres a la suciedad, a los venenos? ¿Las plagas que no cesan de mutar y cambiar de apariencia?
– Según la Organización Mundial de la Salud, Pekín es hoy la ciudad más sucia del mundo. No hace mucho, llegaron a detectar hasta ciento cuarenta y dos microgramos de partículas por metro cúbico de aire. La cifra en Nueva York era de veintisiete y en París, veintidós. Ya sabemos que el diablo siempre se manifiesta en los detalles.
– Piensa en todas las personas que, por primera vez, tienen la oportunidad de comprar una motocicleta. ¿Cómo convencerlos de que no lo hagan?
– Fortaleciendo la influencia del Partido sobre el desarrollo. Lo que producen las materias primas y lo que producen las ideas.
Ma Li acarició levemente a Hong en la mejilla.
– Siento una honda gratitud cada vez que me doy cuenta de que no estoy sola. No me avergüenzo cada vez que aseguro que Baoxian yundong, la campaña ideada para preservar los privilegios del Partido Comunista, es lo que salvará a nuestro país de la división y la decadencia.