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Hong sonrió. Había olvidado el nombre de aquel hombre, pero sabía que, durante la Revolución Cultural, había sido profesor de física y muy perseguido. Cuando volvió de sus muchas penalidades en el campo, lo nombraron enseguida director de lo que sería el instituto de investigaciones espaciales chino. Hong sospechaba que también él compartía sus opiniones sobre el camino que debía seguir China. Era uno de los viejos que aún se mantenía vivo, no uno de los jóvenes, que nunca habían llegado a comprender lo que significaba llevar una existencia en la que ellos no fuesen lo más importante.

Se habían detenido justo al lado de un pequeño mercado que se extendía a lo largo de la carretera. Hong sabía que la economía en Zimbabue estaba al borde del colapso. Ésa era una de las razones por las que aquella gran delegación china se encontraba en el país. Pese a que aquella información jamás trascendería, fue el presidente Mugabe quien pidió la intervención del Gobierno chino para ayudar a Zimbabue a salir de la difícil depresión económica. Las sanciones de Occidente suponían el hundimiento de todas las estructuras básicas. Tan sólo unos días antes de partir hacia Pekín, Hong leyó en un diario que la inflación en Zimbabue se aproximaba ya al cinco mil por cien. La gente que se hallaba al borde de la carretera se movía despacio. Hong pensó que estarían hambrientos o cansados.

De pronto vio a una mujer que se puso de rodillas. Llevaba a un niño atado a la espalda y un rollo de trapo alrededor de la cabeza. Dos hombres que había cerca aunaron sus fuerzas para levantar un saco de cemento y lo colocaron sobre el rollo de trapo. Después le ayudaron a levantarse. Hong la vio avanzar dando tumbos por la carretera. Sin pensárselo dos veces, se levantó, recorrió el pasillo del autobús y se dirigió a la intérprete.

– Quiero que me acompañes.

La intérprete, que era una mujer muy joven, abrió la boca con la intención de protestar, pero Hong no la dejó decir una sola palabra. El chófer había abierto la puerta delantera para que corriese el aire, que ya empezaba a ser bochornoso, puesto que el aire acondicionado no funcionaba. Hong se llevó a la intérprete hasta el otro lado de la carretera, donde los dos hombres, sentados a la sombra, compartían un cigarrillo. La mujer que llevaba aquella pesada carga sobre la cabeza había desaparecido en la calina.

– Pregúntales cuánto pesaba el saco que le han puesto a la mujer en la cabeza.

– Cincuenta kilos -respondió la intérprete una vez hubo preguntado.

– Es una carga tremenda. Tendrá la espalda destrozada antes de cumplir los treinta.

Los hombres se echaron a reír.

– Estamos orgullosos de nuestras mujeres. Son muy fuertes.

Hong no vio en sus ojos más que incomprensión. «Aquí, como en China, las cosas son como son para las mujeres», concluyó. «Siempre llevan pesadas cargas sobre sus cabezas, pero peor aún debe de ser la carga que soportan dentro de sus cabezas.»

Regresó con la intérprete al autobús, que partió enseguida. Los motoristas de la policía habían vuelto. Hong expuso la cara al viento que entraba por la ventanilla.

Jamás olvidaría a la mujer que transportaba el saco de cemento.

La reunión con el presidente Robert Mugabe duró cuatro horas. Por su aspecto, cuando lo vio entrar en la sala le pareció un maestro de escuela bonachón. Le estrechó la mano a Hong sin mirarla apenas, un hombre de otro mundo que la rozaba con premura. Después de la reunión no le quedaría el menor recuerdo de su persona. Hong se acordó de que a aquel hombrecillo, que emanaba fortaleza pese a ser mayor y frágil, se lo describía como un tirano sanguinario que atormentaba a sus propias gentes destruyendo sus casas y ahuyentándolas de sus tierras cuando a él le convenía. Otros, en cambio, lo veían como a un héroe que jamás abandonaba la lucha contra los vestigios de las fuerzas coloniales que, según él se empeñaba en afirmar, se hallaban tras todos los problemas de Zimbabue.

¿Qué pensaba ella al respecto? Sabía demasiado poco para tener una opinión determinada. Aunque Robert Mugabe era un hombre que, por muchas razones, merecía su admiración y respeto, pese a que no todo lo hiciese bien, era un hombre convencido de que las raíces del colonialismo eran profundas y debían cortarse no una, sino muchas veces. Asimismo, lo respetaba por los violentos ataques que contra él publicaban constantemente los medios de comunicación occidentales. Hong había vivido lo suficiente como para saber que las airadas protestas de los acaudalados y sus diarios solían servir para acallar los gritos de dolor de quienes aún sufrían los males causados por el colonialismo.

Zimbabue y Robert Mugabe estaban sitiados. Occidente reaccionó con virulencia cuando Mugabe, hacía unos años, mandó sus fuerzas para anexionarse todas las extensas fincas del país, a la sazón dominadas por grandes latifundistas que dejaban sin tierras a cientos de miles de habitantes pobres de Zimbabue. El odio contra Mugabe crecía cada vez que un granjero blanco era víctima de pedradas o tiroteos en confrontaciones abiertas con los negros indigentes.

Pero Hong sabía que ya en 1980, cuando Zimbabue se liberó del gobierno fascista de Ian Smith, Mugabe se ofreció a un diálogo abierto con los granjeros blancos a fin de resolver aquella cuestión crucial de un modo pacífico. Respondieron a su oferta con el silencio, tanto en aquella primera ocasión como en los quince años siguientes. Mugabe repitió su oferta de negociaciones una y otra vez, sin recibir nada más que un humillante silencio por respuesta. Al final, no pudo esperar más y un buen número de grandes latifundios fueron traspasados a los habitantes sin tierras. Aquel gesto fue condenado y vituperado por todo el mundo.

A partir de ese momento, la imagen de Mugabe se transformó y, de ser un héroe de la lucha por la libertad, pasó a considerárselo un tirano africano. Aparecía retratado como los antisemitas solían retratar a los judíos, le arrebataron el honor y la honra a un hombre que había guiado a su pueblo a la libertad. Nadie mencionó en ningún momento el hecho de que permitió que los antiguos gobernantes del periodo de Ian Smith y el propio Ian Smith siguieran viviendo en el país. Tampoco los hizo pasar de los tribunales a la horca, como hicieron los británicos con los rebeldes negros de las colonias. Claro que un rebelde blanco no era lo mismo que un rebelde negro.

Escuchó con atención el discurso de Mugabe. Hablaba despacio, con voz suave que nunca alzaba, ni siquiera cuando mencionó las sanciones que incrementaron el índice de mortalidad infantil, que hicieron que se extendiera la hambruna y que los ciudadanos se viesen obligados a buscar solución en Sudáfrica como inmigrantes ilegales entre otros tantos millones como ellos. Mugabe habló de la oposición que existía en el país. Cierto que se habían producido incidentes, observó, «pero los medios de comunicación occidentales nunca informan sobre los ataques dirigidos contra aquellos que son fieles a mí y a mi partido. Siempre somos nosotros los que arrojamos piedras o utilizamos palos, nunca se dice que ellos lanzan bombas incendiarias, mutilan y golpean a mi pueblo».

Mugabe se explayó, pero habló bien. Hong pensaba que aquel hombre habría alcanzado ya los ochenta años. Como tantos otros líderes africanos, había pasado gran parte de su vida en la cárcel, durante el prolongado periodo en que los poderes coloniales creían que podrían rechazar los ataques contra su soberanía. Ella sabía que Zimbabue era un país corrupto, que aún les quedaba un largo camino por recorrer, pero juzgar a Mugabe como único culpable resultaba demasiado fácil. La verdad era mucho más compleja.

Hong veía a Ya Ru sentado al otro extremo de la mesa, cerca del ministro de Comercio y del podio desde el que hablaba el presidente Mugabe. Su hermano garabateaba algo en su bloc, lo hacía desde niño, siempre estaba dibujando muñequitos mientras pensaba o escuchaba, por lo general diablillos rodeados de hogueras. «Sin embargo, seguramente es el que con más atención escucha», pensó Hong. «Va absorbiendo las palabras y procesando la información con el fin de ver qué puede darle algún tipo de beneficio en futuros negocios: ésa es la verdadera razón de este viaje. ¿Qué materias primas hay en Zimbabue que nosotros podamos necesitar? ¿Cómo conseguirlas al mejor precio?»

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