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Sin embargo, todos los directores mostraron la misma sorpresa, la misma indignación. Al final del día, no pudo por menos de constatar que no hallaría entre ellos al culpable. Los dejó ir sin despedir a ninguno, aunque todos recibieron órdenes estrictas de buscar al topo en sus propias esferas.

Varios días después, cuando la señora Shen le hizo saber lo que sus hombres habían averiguado sobre los dos funcionarios de los servicios secretos, comprendió lo equivocado que había estado. Cuando ella entró en su despacho, él estaba estudiando de nuevo los planos de la casa en África, que tenía sobre la mesa. Le pidió que se sentase y giró el flexo, para que su rostro quedase a oscuras. No le gustaba la voz de la señora Shen. Tanto si le exponía un resumen económico como una interpretación de las nuevas directivas de alguna institución estatal, siempre tenía la sensación de que le estaba contando un cuento. Había en su voz un eco de la niñez que él tenía ya olvidada desde hacía mucho tiempo, o que le robaron a su terca memoria, quién sabía.

Él le enseñó que debía empezar siempre por lo más importante, y eso hizo la señora Shen también en esta ocasión.

– En cierto modo, parece estar relacionado con su difunta hermana Hong. Por lo visto, tuvo repetidos contactos con parte de los jefes de los servicios secretos. Su nombre ha salido a relucir cada vez que hemos intentado relacionar a los dos hombres que lo visitaron aquella mañana con otros que están entre bastidores. Creemos poder asegurar que la información llevaba muy poco tiempo circulando cuando ella murió. Pese a todo, alguno de los más altos cargos dio la señal.

Ya Ru notó que la señora Shen había dejado de hablar bruscamente.

– ¿Qué es lo que no me has dicho?

– No estoy segura.

– Nada está seguro. ¿Acaso algún alto funcionario ha dado órdenes de que continúen la investigación sobre mí?

– Ignoro si será verdad o no, pero corre el rumor de que no están satisfechos con la sentencia de Shen Wixan.

Ya Ru se quedó petrificado. Lo comprendió enseguida, antes de que la señora Shen continuase hablando.

– ¿Quieren otra cabeza de turco? ¿Quieren condenar a otro hombre rico para subrayar que se trata de una campaña anticorrupción, no sólo un aviso de que su paciencia está agotándose?

La señora Shen asintió. Ya Ru se hundió más en las sombras.

– ¿Algo más?

– No.

– Puedes irte.

La señora Shen se marchó. Ya Ru se quedó inmóvil, obligándose a pensar, pese a que nada deseaba más que marcharse del despacho.

Cuando tomó la difícil decisión de matar a Hong durante el viaje a África, aún veía en ella a su leal hermana. Claro que tenían opiniones distintas y a menudo encontradas. Precisamente en aquel despacho y el día de su cumpleaños, Hong lo acusó de aceptar sobornos.

Ese día comprendió que, tarde o temprano, su hermana se convertiría en un serio peligro para él. Ahora era consciente de que debería haber reaccionado mucho antes. Hong ya lo había abandonado.

Ya Ru meneó la cabeza despacio. De pronto, cayó en la cuenta de algo en lo que no había reparado antes. Hong estaba dispuesta a hacerle a él lo mismo que él le había hecho a ella. Cierto que no se le habría ocurrido empuñar un arma. Hong quería seguir el camino atendiendo a las leyes del país; pero, si a Ya Ru lo hubiesen condenado a muerte, ella se habría contado entre los que consideraban que la condena era justa.

Ya Ru pensó en su amigo Lai Changxing, quien, hacía unos años, se vio obligado a huir precipitadamente del país la mañana en que la policía emprendió varias redadas simultáneas en todas sus empresas. Sólo porque poseía su propio avión, siempre dispuesto para despegar, logró salir de China con su familia. Se dirigió a Canadá, que no tenía firmado ningún tratado de extradición con China. Era hijo de un campesino muy pobre y, cuando Deng liberó los solares, inició una carrera espectacular. Empezó abriendo pozos, pero luego se convirtió en contrabandista e invirtió cuanto ganaba en empresas que, en pocos años, le generaron una inmensa fortuna. Ya Ru lo visitó en una ocasión en la Finca Roja que Lai Changxing se hizo construir en su pueblo de Xiamen. Allí asumió además una gran responsabilidad social al mandar construir escuelas y residencias de ancianos. A Ya Ru le llamó ya entonces la atención la ostentosa arrogancia de Lai Changxing e incluso le advirtió que un día sería su ruina. Una noche estuvieron discutiendo sentados la envidia que despertaban los nuevos capitalistas, «La segunda dinastía», como solía llamarlos irónico Lai Changxing, pero sólo cuando hablaba a solas con personas en las que confiaba.

Así, cuando el gigantesco castillo de naipes de Lai Changxing cayó y tuvo que huir con su familia, a Ya Ru no le sorprendió lo más mínimo. Desde entonces habían ejecutado a varios hombres ricos involucrados en sus negocios. Otros, que se contaban por cientos, fueron encarcelados. Simultáneamente, perduraba el recuerdo del hombre generoso con su depauperado pueblo natal. El que a veces daba de propina a los taxistas auténticas fortunas o el que siempre andaba haciendo regalos, sin motivo, a gentes pobres cuyo nombre ni siquiera conocía. Además, Ya Ru sabía que Lai estaba escribiendo sus memorias, cosa que, claro está, tenía aterrorizados a muchos altos cargos y políticos chinos. Lai estaba en posesión de muchas verdades y, en Canadá, donde ahora se encontraba, nadie podía censurarlo.

Sin embargo, Ya Ru no tenía la menor intención de huir de su país. A él no lo esperaba ningún avión listo para despegar en alguno de los aeropuertos de Pekín.

Además, otra idea empezaba a fraguarse en su mente. Ma Li, la amiga de Hong, estuvo con ellos en África. Ya Ru sabía que habían estado conversando. Además, a Hong siempre le había gustado escribir cartas…

¿Se habría llevado de África un mensaje de Hong? Quizás algo que después le hubiese transmitido a otras personas que, a su vez, informaron a los servicios secretos… Lo ignoraba, pero pensaba averiguarlo.

Tres días después, cuando una de las numerosas y duras tormentas de invierno arrasaba Pekín, Ya Ru fue al despacho de Ma Li, próximo al parque del Dios Sol, Ritan Gongyuan. Ma Li trabajaba en la sección de análisis económico y no tenía una posición tan elevada como para poder causarle problemas. Con la ayuda de sus empleados, la señora Shen localizó a sus amigos, entre los que no halló a ninguno que tuviese contacto con el núcleo del Gobierno ni de la dirección del Partido. Ma Li tenía dos hijos. Su actual marido era un burócrata insignificante. Puesto que su primer marido murió durante la guerra de los años setenta contra los vietnamitas, nadie la criticó cuando decidió casarse por segunda vez y tener otro hijo. Ambos se habían independizado ya, la mayor era asesora de enseñanza en una academia de profesores, mientras que el hijo trabajaba como cirujano en un hospital de Shanghai. Tampoco ellos gozaban de contactos ni relaciones que inquietasen a Ya Ru. En cambio, había tomado nota de que Ma Li tenía dos nietos a los que dedicaba gran parte de su tiempo.

La señora Shen le había preparado una cita con Ma Li. No le dijo el motivo del encuentro, sólo que la reunión era urgente y que, probablemente, guardaría relación con el viaje a África. «Eso debería preocuparle», se dijo Ya Ru mientras recorría las calles contemplando la ciudad desde el asiento trasero de su coche. Había salido con tiempo, de modo que le pidió al chófer que diese un rodeo por algunas de las zonas en construcción en las que él había invertido. Se trataba ante todo de los nuevos edificios que se construían con motivo de los Juegos Olímpicos. Ya Ru tenía además un suculento contrato para demoler uno de los barrios que debían desaparecer para ser sustituidos por carreteras que conducirían a las nuevas instalaciones deportivas. Ya Ru calculaba que obtendría mil millones de beneficios con sus negocios, incluso después de restar las cantidades que pagaba a funcionarios y políticos, que suponían millones mensuales.

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