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Contempló la ciudad, que poco a poco se transformaba ante su vista. No eran pocos los que protestaban aduciendo que Pekín perdía demasiado de su sabor original. Ya Ru exhortaba a los periodistas que trabajaban para él que escribiesen acerca de los suburbios que estaban desapareciendo y de las inversiones que, a la larga, cuando se hubiesen celebrado los Juegos Olímpicos y éstos le hubieran otorgado a China otro rostro ante el mundo, permanecerían para beneficio de los habitantes del país. Ya Ru, que prefería al creador invisible que se mantenía al margen, había caído en la vanidosa tentación de aparecer en diversos programas de televisión en los que se discutía la transformación que estaba sufriendo Pekín. En dichas ocasiones, aprovechó siempre para hacer algún comentario sobre las mejoras sociales y la conservación de ciertos parques y edificios concretos de la ciudad. Según los analistas de los medios de comunicación a los que él pagaba por distintos servicios, era una persona de buena reputación, pese a pertenecer a la elite de los más acaudalados del país.

Y él tenía intención de preservar esa reputación. A cualquier precio.

El coche se detuvo ante el modesto edificio en el que trabajaba Ma Li, que lo aguardaba en la escalera para recibirlo.

– Ma Li -la saludó Ya Ru-. Ahora, al verte, tengo la sensación de que el viaje a África y su doloroso final pertenecen a un pasado remoto.

– No transcurre un solo día sin que piense en la querida Hong -respondió Ma Li-. Aunque para mí África ha quedado atrás y, desde luego, nunca más volveré allí.

– Como sabes, cerramos nuevos acuerdos con los países africanos a diario. Estamos construyendo puentes que nos unirán por mucho tiempo.

Mientras hablaban, fueron caminando por un pasillo desierto hasta que llegaron al despacho de Ma Li, cuyas ventanas daban a un pequeño jardín rodeado de un alto muro. En el centro del jardín había una fuente cuyo surtidor cerraban en invierno.

Ma Li apagó el teléfono y sirvió el té. Ya Ru oyó una risa lejana.

– La búsqueda de la verdad es como observar un caracol que persigue a otro -aseguró Ya Ru reflexivo-. Avanza despacio, pero con tesón. -Ya Ru la miró con encono, pero Ma Li le sostuvo la mirada-. Corren rumores -prosiguió Ya Ru- que me afectan muchísimo. Sobre mis empresas y mi manera de ser. Me pregunto de dónde proceden. He de preguntarme quién querría hacerme daño. No se trata de los envidiosos de siempre, sino de alguien cuyos motivos no alcanzo a comprender.

– ¿Y por qué iba yo a querer destruir tu reputación?

– No es eso lo que quiero decir. Ni es ésa la pregunta, sino quién sabe, quién posee la información, quién está en condiciones de difundirla.

– Nuestras vidas no tienen nada que ver. Yo soy funcionaria, tú haces negocios de tal envergadura que aparecen reseñados en los diarios. Comparado conmigo, que soy una persona insignificante, tú llevas una vida que yo apenas soy capaz de imaginar.

– Pero conocías a Hong -objetó Ya Ru despacio-. Mi hermana, con la que yo mantenía una estrecha relación. Después de tantos años sin veros, os encontrasteis en África. Estuvisteis hablando y ella te hizo una apresurada visita una mañana, muy temprano. Y resulta que, cuando vuelvo a China, empiezan a circular rumores sobre mí.

Ma Li palideció.

– ¿Estás acusándome de criticarte a tus espaldas en el ámbito de la función pública?

– Debes comprender o, mejor, estoy convencido de que comprenderás que, en mi situación, no me permitiría semejante afirmación de no haber indagado antes su veracidad. He descartado varias posibilidades. Finalmente, me he quedado con la única explicación posible. Una sola persona.

– ¿Yo?

– En realidad, no.

– ¿Insinúas que fue Hong? ¿Tu propia hermana?

– No es ningún secreto que estábamos en desacuerdo acerca de cuestiones básicas relativas al futuro de China. El desarrollo político, la economía, la visión de la historia.

– Pero ¿acaso erais enemigos?

– La enemistad puede ir fraguándose a lo largo de muchos años, de forma casi imperceptible, como una elevación del terreno que cubre el mar. De repente, ahí está, una enemistad de la que no éramos conscientes.

– Me cuesta creer que Hong utilizase el recurso de una acusación anónima. Ella no era así.

– Lo sé. De ahí mi pregunta. ¿De qué hablasteis?

Ma Li no respondió y Ya Ru prosiguió, sin concederle la menor tregua para la reflexión.

– Tal vez había una carta -sugirió despacio-, que pudo darte aquella mañana. ¿Estoy en lo cierto? ¿Una carta? ¿Otro tipo de documento? Tengo que saber lo que te dijo y qué te entregó.

– Era como si presintiese que iba a morir -explicó Ma Li-. He estado reflexionando sobre ello, pero no he llegado a comprender la naturaleza del desasosiego que debía de sentir. Simplemente, me pidió que me encargase de que incinerasen su cuerpo. Y quería que esparciesen sus cenizas en el Longtanhu Gonguyan, el pequeño lago que hay en el parque. Además, me pidió que me ocupase de sus pertenencias, sus libros, que regalase su ropa y que vaciase su casa.

– ¿Nada más?

– No.

– ¿Te lo dijo de palabra o te lo dejó escrito?

– Me dejó una carta. Me aprendí su contenido de memoria antes de quemarla.

– Es decir, que no era muy extensa, ¿verdad?

– Sí.

– Pero ¿por qué la quemaste? Casi podría decirse que era un testamento.

– Me dijo que nadie cuestionaría mis palabras.

Ya Ru continuaba observando su rostro mientras meditaba sobre lo que Ma Li acababa de decirle.

– Y no te dejaría otra carta, ¿verdad?

– ¿Otra carta?

– Justo ésa es mi pregunta. Tal vez una carta que no quemaste sino que le entregaste a otra persona.

– Me dio una carta que iba dirigida a mí y yo la quemé. Y eso es todo.

– Sería lamentable que no me dijeses la verdad.

– Pero ¿por qué iba a mentirte?

Ya Ru alzó los brazos para subrayar su pregunta:

– ¿Por qué miente la gente? ¿Por qué tenemos esa capacidad? Porque hay momentos en que nos proporciona ciertas ventajas. La mentira y la verdad son armas, Ma Li, y alguien que las use con habilidad puede sacar provecho de ellas. Igual que otros son hábiles blandiendo la espada.

Ya Ru no apartaba la vista de Ma Li, que seguía imperturbable.

– ¿Nada más? ¿Algo que quieras contarme?

– No. Nada.

– Imagino que eres consciente de que, tarde o temprano, averiguaré cuanto me interesa saber.

– Sí.

Ya Ru asintió reflexivo.

– Eres una buena persona, Ma Li. Y yo también. Sin embargo, me molesta y me llena de amargura que sean deshonestos conmigo.

– No te he ocultado nada.

– Bien. Tienes dos nietos, ¿verdad? A los que amas por encima de todo.

Vio que Ma Li daba un respingo, como alarmada.

– ¿Es eso una amenaza?

– En absoluto. Sólo estoy dándote la oportunidad de decirme la verdad.

– Ya te la he dicho. Hong me habló del miedo que le infundía el rumbo del desarrollo de China. Nada de amenazas ni de rumores.

– Bien, en ese caso, te creo.

– Me das miedo, Ya Ru. ¿De verdad crees que merezco que me atemorices?

– Yo no te he asustado. Fue Hong, con su carta misteriosa. Habla de ello con su espíritu. Y pídele la paz para la zozobra que te embarga.

Ya Ru se levantó y Ma Li lo acompañó hasta la salida, donde se estrecharon la mano. Luego, él se subió al coche y se marchó, en tanto que Ma Li volvía a su despacho…, donde vomitó en el lavabo.

Acto seguido, se sentó dispuesta a memorizar palabra por palabra la carta que Hong le había entregado y que ella guardaba en un cajón de su escritorio.

«Hong murió a causa de la ira», concluyó Ma Li. «Fuera lo que fuera lo que le sucedió. En realidad nadie ha sabido aún darme una explicación satisfactoria de cómo se produjo aquel accidente.»

Antes de salir del despacho aquella noche, rompió la carta y arrojó los restos al inodoro. Seguía asustada y sabía que, a partir de aquel momento, se vería obligada a vivir con la amenaza de Ya Ru. A partir de aquel momento, él estaría siempre cerca.

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