Así, cuando los médicos diagnosticaron que nunca podría tener hijos, Jacinta no se sorprendió. Tampoco se sorprendió, aunque casi se murió de pena, cuando su esposo de tres años le anunció que la abandonaba por otra porque ella era como un campo yermo y baldío que no daba fruto, porque no era mujer. En ausencia de Zacarías (a quien tomaba por emisario de los cielos, pues de negro o no, era un ángel luminoso -y el hombre más guapo que había visto o soñado jamás-), la Jacinta hablaba con Dios a solas, en los rincones, sin verle y sin esperar que él se molestase en contestar porque había mucha pena en el mundo y lo suyo al fin y al cabo eran pequeñeces. Todos sus monólogos con Dios versaban sobre el mismo tema: sólo deseaba una cosa en la vida, ser madre, ser mujer.
Un día de tantos, rezando en la catedral, se le acercó un hombre a quien reconoció como Zacarías. Vestía como siempre y sostenía su gato malicioso en el regazo. No había envejecido un solo día y seguía luciendo aquellas uñas magníficas, de duquesa, largas y afiladas. El ángel le confesó que acudía él porque Dios no pensaba contestar a sus plegarias. Zacarías le dijo que no se preocupase porque, de un modo u otro, él le enviaría una criatura. Se inclinó sobre ella, susurró la palabra Tibidabo, y la besó en los labios muy tiernamente. Al contacto de aquellos labios finos, de caramelo, la Jacinta tuvo una visión: tendría una niña sin necesidad de conocer varón (lo cual, a juzgar por la experiencia de tres años de alcoba con el esposo que insistía en hacer sus cosas sobre ella mientras le tapaba la cabeza con una almohada y le murmuraba «no mires, guarra», le supuso un alivio). Esa niña vendría a ella en una ciudad muy lejana, atrapada entre una luna de montañas y un mar de luz, una ciudad forjada de edificios que sólo podían existir en sueños. Luego Jacinta no supo decir si la visita de Zacarías había sido otro de sus sueños o si realmente el ángel había acudido a ella en la catedral de Toledo, con su gato y sus uñas escarlata recién manicuradas. De lo que no dudó un instante fue de la veracidad de aquellas predicciones. Aquella misma tarde consultó con el diácono de la parroquia, que era un hombre leído y que había visto mundo (se decía que había llegado hasta Andorra y que chapurreaba el vascuence). El diácono, que alegó desconocer al ángel Zacarías de entre las legiones aladas del cielo, escuchó con atención la visión de la Jacinta y, tras mucho sopesar el tema, y ateniéndose a la descripción de una suerte de catedral que, en palabras de la vidente, parecía una gran peineta hecha de chocolate fundido, el sabio le dijo: «Jacinta, eso que has visto tú es Barcelona, la gran hechicera, y el templo expiatorio de la Sagrada Familia…» Dos semanas más tarde, armada de un fardo, un misal y su primera sonrisa en cinco años, Jacinta partía rumbo a Barcelona, convencida de que todo lo que le había descrito el ángel se haría realidad.
Pasarían meses de arduas vicisitudes antes de que Jacinta encontrase empleo fijo en uno de los almacenes de Aldaya e hijos, junto a los pabellones de la vieja Exposición Universal de la Ciudadela. La Barcelona de sus sueños se había transformado en una ciudad hostil y tenebrosa, de palacios cerrados y fábricas que soplaban aliento de niebla que envenenaba la piel de carbón y azufre. Jacinta supo desde el primer día que aquella ciudad era mujer, vanidosa y cruel, y aprendió a temerla y a no mirarla nunca a los ojos. Vivía sola en una pensión del barrio de la Ribera, donde su sueldo apenas le permitía pagarse un cuarto miserable, sin ventanas ni más luz que las velas que robaba en la catedral y que dejaba encendidas toda la noche para asustar a las ratas que se habían comido las orejas y los dedos del bebé de seis meses de la Ramoneta, una prostituta que alquilaba la pieza contigua y la única amiga que había conseguido hacer en once meses en Barcelona. Aquel invierno llovió casi todos los días, lluvia negra, de hollín y arsénico. Pronto Jacinta empezó a temer que Zacarías la había engañado, que había venido a aquella ciudad terrible a morir de frío, de miseria y de olvido.
Dispuesta a sobrevivir, Jacinta acudía todos los días antes del amanecer al almacén y no salía hasta bien entrada la noche. Allí la encontraría por casualidad don Ricardo Aldaya atendiendo a la hija de uno de los capataces, que había caído enferma de consumición, y al ver el celo y la ternura que emanaba la muchacha decidió que se la llevaba a su casa para que atendiese a su esposa, que estaba encinta del que habría de ser su primogénito. Sus plegarias habían sido escuchadas. Aquella noche Jacinta vio a Zacarías de nuevo en sueños. El ángel ya no vestía de negro. Iba desnudo, y su piel estaba recubierta de escamas. Ya no le acompañaba su gato, sino una serpiente blanca enroscada en el torso. Su cabello había crecido hasta la cintura y su sonrisa, la sonrisa de caramelo que había besado en la catedral de Toledo, aparecía surcada de dientes triangulares y serrados como los que había visto en algunos peces de alta mar agitando la cola en la lonja de pescadores. Años más tarde, la muchacha describiría esta visión a un Julián Carax de dieciocho años, recordando que el día en que Jacinta iba a dejar la pensión de la Ribera para mudarse al palacete Aldaya, supo que su amiga la Ramoneta había sido asesinada a cuchilladas en el portal aquella misma noche y que su bebé había muerto de frío en brazos del cadáver. Al saberse la noticia, los inquilinos de la pensión se enzarzaron en una pelea a gritos, puñadas y arañazos para disputarse las escasas pertenencias de la muerta. Lo único que dejaron fue el que había sido su tesoro más preciado: un libro. Jacinta lo reconoció, porque muchas noches la Ramoneta le había pedido si podía leerle una o dos páginas. Ella nunca había aprendido a leer.
Cuatro meses más tarde nacía Jorge Aldaya, y aunque Jacinta le brindaría todo el cariño que la madre, una dama etérea que siempre le pareció atrapada en su propia imagen en el espejo, nunca supo o quiso darle, el aya comprendió que no era aquélla la criatura que Zacarías le había prometido. En aquellos años, Jacinta se desprendió de su juventud y se convirtió en otra mujer que tan sólo conservaba el mismo nombre y el mismo rostro. La otra Jacinta se había quedado en aquella pensión del barrio de La Ribera, tan muerta como la Ramoneta. Ahora vivía a la sombra de los lujos de los Aldaya, lejos de aquella ciudad tenebrosa que tanto había llegado a odiar y en la que no se aventuraba ni en el día que tenía libre para ella una vez al mes. Aprendió a vivir a través de otros, de aquella familia que cabalgaba en una fortuna que apenas podía llegar a comprender. Vivía esperando a aquella criatura, que sería una niña, como la ciudad, y a la que entregaría todo el amor con que Dios le había envenenado el alma. A veces Jacinta se preguntaba si aquella paz somnolienta que devoraba sus días, aquella noche de la conciencia, era lo que algunos llamaban felicidad, y quería creer que Dios, en su infinito silencio, había, a su manera, respondido a sus plegarias.
Penélope Aldaya nació en la primavera de 1903. Para entonces don Ricardo Aldaya ya había adquirido la casa de la avenida del Tibidabo, aquel caserón que sus compañeros en el servicio estaban convencidos de que yacía bajo el influjo de algún poderoso embrujo, pero a la que Jacinta no temía, pues sabía que lo que otros tomaban por encantamiento no era más que una presencia que sólo ella podía ver en sueños: la sombra de Zacarías, que apenas se parecía ya al hombre que ella recordaba y que ahora sólo se manifestaba como un lobo que caminaba sobre las dos patas posteriores.
Penélope fue una niña frágil, pálida y liviana. Jacinta la veía crecer como a una flor rodeada de invierno. Durante años la veló cada noche, preparó personalmente todas y cada una de sus comidas, cosió sus ropas, estuvo a su lado cuando pasó mil y una enfermedades, cuando dijo sus primeras palabras, cuando se hizo mujer. La señora Aldaya era una figura más en el decorado, una pieza que entraba y salía de la escena siguiendo los dictados del decoro. Antes de acostarse, acudía a despedirse de su hija y le decía que la quería más que a nada en el mundo, que ella era lo más importante del universo para ella. Jacinta nunca le dijo a Penélope que la quería. El aya sabía que quien quiere de verdad quiere en silencio, con hechos y nunca con palabras. En secreto, Jacinta despreciaba a la señora Aldaya, aquella criatura vanidosa y vacía que envejecía por los pasillos del caserón bajo el peso de las joyas con que su esposo, que atracaba en puertos ajenos desde hacía años, la acallaba. La odiaba porque, de entre todas las mujeres, Dios la había escogido a ella para dar a luz a Penélope mientras que su vientre, el vientre de la verdadera madre, permanecía yermo y baldío. Con el tiempo, como si las palabras de su esposo hubieran sido proféticas, Jacinta perdió hasta las formas de mujer. Había perdido peso y su figura recordaba el semblante adusto que dan la piel cansada y el hueso. Sus pechos habían menguado hasta convertirse en soplos de piel, sus caderas parecían las de un muchacho y sus carnes, duras y angulosas, resbalaban hasta en la vista de don Ricardo Aldaya, a quien le bastaba intuir un brote de exuberancia para embestir con furia, como bien sabían todas las doncellas de la casa y las de las casas de sus allegados. Es mejor así, se decía Jacinta. No tenía tiempo para tonterías.