– Faltaría más. Usted mismo.
Me tendió la ficha y la examiné. Los números se entendían perfectamente. El apartado de correos era el 2321. Me aterró pensar en la contabilidad que se debía llevar en aquella oficina.
– ¿Tuvo usted mucho trato con el señor Fortuny en vida? -pregunté.
– De aquella manera. Un hombre muy austero. Me acuerdo de que, cuando me enteré de que la francesa le había dejado, le invité a venirse de putas con unos amiguetes aquí a un local fabuloso que conozco al lado de La Paloma. Para que se animase, ¿eh?, nada más. Y mire usted que dejó de dirigirme la palabra y de saludarme por la calle, como si fuese invisible. ¿Qué le parece?
– Me deja usted de piedra. ¿Qué más puede contarme de la familia Fortuny? ¿Les recuerda usted bien?
– Eran otros tiempos -musitó con nostalgia-. Lo cierto es que yo conocía ya al abuelo Fortuny, que fundó la sombrerería. Del hijo, qué le voy a contar. Ella, eso sí, estaba de miedo. Qué mujer. Y honrada, ¿eh?, pese a todos los rumores y habladurías que corrían por ahí…
– ¿Como el de que Julián no era hijo legítimo del señor Fortuny?
– ¿Y usted dónde ha oído eso?
– Como le dije, soy de la familia. Todo se sabe.
– De todo eso nunca se probó nada.
– Pero se habló -invité.
– La gente le da al pico que es un contento. El hombre no viene del mono, viene de la gallina.
– ¿Y qué decía la gente?
– ¿Le apetece a usted una copita de ron? Es de Igualada, pero tiene una chispilla caribeña… Está buenísimo.
– No, gracias, pero yo le acompaño. Vaya contándome mientras tanto…
Antoni Fortuny, a quien todos llamaban el sombrerero, había conocido a Sophie Carax en 1899 frente a los peldaños de la catedral de Barcelona. Venía de hacerle una promesa a san Eustaquio, que de entre todos los santos con capilla particular, tenía fama de ser el más diligente y menos remilgado a la hora de conceder milagros de amor. Antoni Fortuny, que ya había cumplido los treinta años y rebosaba soltería, quería una esposa y la quería ya. Sophie era una joven francesa que vivía en una residencia para señoritas en la calle Riera Alta e impartía clases particulares de solfeo y piano a los vástagos de las familias más privilegiadas de Barcelona. No tenía familia ni patrimonio, apenas su juventud y la formación musical que su padre, pianista de un teatro de Nimes, le había podido dejar antes de morir de tuberculosis en 1886. Antoni Fortuny, por contra, era un hombre en vías de prosperidad. Había heredado recientemente el negocio de su padre, una reputada sombrerería en la ronda de San Antonio en la que había aprendido el oficio que algún día soñaba en enseñar a su propio hijo. Sophie Carax se le antojó frágil, bella, joven, dócil y fértil. San Eustaquio había cumplido conforme a su reputación. Tras cuatro meses de cortejo insistente, Sophie aceptó su oferta de matrimonio. El señor Molins, que había sido amigo del abuelo Fortuny, le advirtió a Antoni que se casaba con una desconocida, que Sophie parecía buena muchacha, pero que quizá aquel enlace era demasiado conveniente para ella, que esperase al menos un año… Antoni Fortuny replicó que sabía ya lo suficiente de su futura esposa. Lo demás no le interesaba. Se casaron en la basílica del Pino y pasaron su luna de miel de tres días en un balneario de Mongat. La mañana antes de partir, el sombrerero preguntó confidencialmente al señor Molins cómo debía proceder en los misterios de alcoba. Molins, sarcástico, le dijo que le preguntase a su esposa. El matrimonio Fortuny regresó a Barcelona apenas dos días después. Los vecinos dijeron que Sophie lloraba al entrar en la escalera. La Viçenteta juraría años más tarde que Sophie le había dicho que el sombrerero no le había puesto un dedo encima y que cuando ella había querido seducirle, la había tratado de ramera y se había sentido repugnado por la obscenidad de lo que ella proponía. Seis meses más tarde, Sophie anunció a su esposo que llevaba un hijo en las entrañas. El hijo de otro hombre.
Antoni Fortuny había visto a su propio padre golpear a su madre infinidad de veces e hizo lo que entendía procedente. Sólo se detuvo cuando creyó que un solo roce más la mataría. Aun así, Sophie se negó a desvelar la identidad del padre de la criatura que llevaba en el vientre. Antoni Fortuny, aplicando su lógica particular, decidió que se trataba del demonio, pues aquél no era sino hijo del pecado, y el pecado sólo tenía un padre: el maligno. Convencido así de que el pecado se había colado en su hogar y entre los muslos de su esposa, el sombrerero se aficionó a colgar crucifijos por doquier. en las paredes, en las puertas de todas las habitaciones y en el techo. Cuando Sophie le encontró sembrando de cruces la alcoba a la que la había confinado, se asustó y con lágrimas en los ojos le preguntó si se había vuelto loco. Él, ciego de rabia, se volvió y la abofeteó. «Una puta, como las demás», escupió al echarla a patadas al rellano de la escalera tras desollarla a correazos. Al día siguiente, cuando Antoni Fortuny abrió la puerta de su casa para bajar a abrir la sombrerería, Sophie seguía allí, cubierta de sangre seca y tiritando de frío. Los médicos nunca pudieron arreglar completamente las fracturas de la mano derecha. Sophie Carax nunca volvería a tocar el piano, pero dio a luz un varón al que habría de llamar Julián en recuerdo al padre que había perdido demasiado pronto, como todo en la vida. Fortuny pensó en echarla de su casa, pero creyó que el escándalo no sería bueno para el negocio. Nadie compraría sombreros a un hombre con fama de cornudo. Era un contrasentido. Sophie pasó a ocupar una alcoba oscura y fría en la parte de atrás del piso. Allí daría a luz a su hijo con la ayuda de dos vecinas de la escalera. Antoni no volvió a casa hasta tres días después. «Este es el hijo que Dios te ha dado -le anunció Sophie-. Si quieres castigar a alguien, castígame a mí, pero no a una criatura inocente. El niño necesita un hogar y un padre. Mis pecados no son los suyos. Te ruego que te apiades de nosotros.»
Los primeros meses fueron difíciles para ambos. Antoni Fortuny había decidido rebajar a su esposa al rango de criada. Ya no compartían ni el lecho ni la mesa, y rara vez cruzaban una palabra como no fuera para dirimir alguna cuestión de orden doméstico. Una vez al mes, normalmente coincidiendo con la luna llena, Antoni Fortuny hacía acto de presencia en la alcoba de Sophie de madrugada y, sin mediar palabra, embestía a su antigua esposa con ímpetu pero escaso oficio. Aprovechando estos raros y beligerantes momentos de intimidad, Sophie intentaba congraciarse con él susurrando palabras de amor, dedicando caricias expertas. El sombrerero no era hombre para fruslerías y la zozobra del deseo se le evaporaba en cuestión de minutos, cuando no segundos. De dichos asaltos a camisón arremangado no resultó hijo alguno. Después de unos años, Antoni Fortuny dejó de visitar la alcoba de Sophie definitivamente, y adquirió el hábito de leer las Sagradas Escrituras hasta bien entrada la madrugada, buscando en ellas solaz a su tormento.
Con la ayuda de los Evangelios, el sombrerero hacía un esfuerzo por suscitar en su corazón un amor por aquel niño de mirada profunda que gustaba de hacer bromas sobre todo e inventar sombras donde no las había. Pese a su empeño, no sentía al pequeño Julián como hijo de su sangre, ni se reconocía en él. Al niño, por su parte, no parecían interesarle en demasía los sombreros ni las enseñanzas del catecismo. Llegada la Navidad, Julián se entretenía en recomponer las figuras del pesebre y urdir intrigas en las que el niño Jesús había sido raptado por los tres magos de Oriente confines escabrosos. Pronto adquirió la manía de dibujar ángeles con dientes de lobo e inventar historias de espíritus encapuchados que salían de las paredes y se comían las ideas de la gente mientras dormía. Con el tiempo, el sombrerero perdió toda esperanza de enderezar a aquel muchacho hacia una vida de provecho. Aquel niño no era un Fortuny y nunca lo sería. Alegaba que se aburría en el colegio y regresaba con todos sus cuadernos repletos de garabatos de seres monstruosos, serpientes aladas y edificios vivos que caminaban y devoraban a los incautos. Ya por entonces estaba claro que la fantasía y la invención le interesaban infinitamente más que la realidad cotidiana que le rodeaba. De todas las decepciones que atesoró en vida, ninguna le dolió tanto a Antoni Fortuny como aquel hijo que el demonio le había enviado para burlarse de él.