– Vacío no, porque nadie se ha llevado nada de ahí en todos los años desde que murió el viejo. Si a veces hasta huele. Yo diría que hay ratas y todo, fíjese usted.
– ¿Cree usted que sería posible echarle un vistazo? A lo mejor encontramos algo que nos indique qué se hizo realmente de Julián…
– Ay, yo no puedo hacer eso. Tiene usted que hablarlo con el señor, Molins, que es el que lo lleva.
Le sonreí con malicia.
– Pero usted tendrá una llave maestra, supongo. Aunque le dijese a ese individuo que no… No me diga que no se muere usted de curiosidad por saber lo que hay ahí dentro.
Doña Aurora me miró de reojo.
– Es usted un demonio.
La puerta cedió como la losa de un sepulcro, con un quejido brusco, exhalando el aliento fétido y viciado del interior. Empujé el portón hacia el interior, desvelando un pasillo que se hundía en la negrura. El aire hedía a cerrado y a humedad. Volutas de mugre y polvo coronaban los ángulos de la techumbre, pendiendo como cabellos blancos. Las losas quebradas del suelo estaban recubiertas por lo que parecía un manto de cenizas. Advertí lo que parecían marcas de pisadas adentrándose en el piso.
– Santa Madre de Dios -murmuró la portera-. Aquí hay más mierda que en el palo de un gallinero.
– Si lo prefiere, ya entro yo solo -sugerí.
– Eso quisiera usted. Venga, tire palante, que yo le sigo.
Cerramos la puerta a nuestra espalda. Por un instante, hasta que la mirada se nos acostumbró a la penumbra, permanecimos inmóviles en el umbral del piso. Escuché la respiración nerviosa de la portera y percibí el vahído agrio a sudor que desprendía. Me sentí como un ladrón de tumbas, con el alma envenenada de codicia y anhelo.
– Oiga, ¿qué será ese ruido? -preguntó la portera, inquieta.
Algo aleteaba en las tinieblas, alertado por nuestra presencia. Me pareció entrever una forma pálida revoloteando en el extremo del corredor.
– Palomas -dije- Deben de haberse colado por una ventana rota y anidado aquí.
– Pues mire que me dan un asco a mí los pajarracos esos -dijo la portera-. Con lo que llegan a cagar.
– Usted tranquila, doña Aurora, que sólo atacan cuando tienen hambre.
Nos adelantamos unos pasos hasta el fin del pasillo. Llegamos a un comedor que daba al balcón. Se apreciaba el contorno de una mesa destartalada recubierta por un mantel deshilachado que parecía una mortaja. La velaban cuatro sillas y un par de vitrinas veladas de suciedad que custodiaban la vajilla, una colección de vasos y un juego de té. En una esquina permanecía el viejo piano vertical de la madre de Carax. Las teclas habían ennegrecido y apenas se veían las junturas bajo el velo de polvo. Frente al balcón palidecía una butaca de faldones raídos. Junto a ella había una mesa de café sobre la que reposaban unas lentes de lectura y una Biblia encuadernada en piel pálida y ribeteada con filetes dorados, de las que se regalaban entonces por la primera comunión. Todavía conservaba el punto, una hebra de cordel escarlata.
– Mire, en esa butaca es donde encontraron muerto al viejo. Dijo el médico que llevaba ahí dos días. Qué triste morir así, solo como un perro. Y mire que se lo buscó, pero aun así, mire que me da lástima.
Me acerqué a la butaca mortuoria del señor Fortuny. Junto a la Biblia había una pequeña caja con fotografías en blanco y negro, retratos viejos de estudio. Me arrodillé a examinarlas, dudando casi viejos rozarlas con los dedos.
Pensé que estaba profanando los recuerdos de un pobre hombre, pero la curiosidad pudo más. La primera estampa mostraba a una pareja joven con un niño de no más de cuatro años. Le reconocí por los ojos.
– Ahí los tiene usted. El señor Fortuny de joven, y ella…
– ¿No tenía Julián hermanos o hermanas?
La portera se encogió de hombros, suspirando.
– Decían por ahí que ella había perdido un embarazo por una de las palizas del marido, pero yo no sé. A la gente le gusta mucho la chafardería, la verdad. Una vez, Julián le contó a los críos de la escalera que tenía una hermana que sólo él podía ver, que salía de los espejos como si fuese de vapor y que vivía con el mismísimo Satanás en un palacio debajo de un lago. Mi Isabelita tuvo pesadillas para un mes entero. Mire que era morboso ese crío a veces.
Eché un vistazo a la cocina. El cristal de una pequeña ventana que daba a un patio interior estaba roto, y podía oírse el aleteo nervioso y hostil de palomas al otro lado.
– ¿Todos los pisos tienen la misma distribución? -pregunté.
– Los que dan a la calle, oséase los de la segunda puerta, sí, pero éste, al ser ático, es algo diferente -explicó la portera-. Ahí tiene la cocina y un lavadero que da al tragaluz. Por ese pasillo hay tres habitaciones y al fondo un baño. Bien puestos dan mucho arreglo, no se piense. Éste es parecido al de mi Isabelita, claro que ahora parece una tumba.
– ¿Sabe cuál era la habitación de Julián?
– La primera puerta es el dormitorio principal. La segunda da a una habitación más pequeña. A lo mejor ésa, digo yo.
Me adentré en el pasillo. La pintura de las paredes se deshacía en jirones. Al fondo del corredor, la puerta del baño estaba entreabierta. Un rostro me observaba desde el espejo. Hubiera podido ser el mío o el de la hermana que vivía en los espejos de aquel piso. Intenté abrir la segunda puerta.
– Está cerrada con llave -dije.
La portera me miró, atónita.
– Esas puertas no tienen cerradura -murmuró.
– Ésta sí.
– Pues la haría poner el viejo, porque en los demás pisos…
Bajé la mirada y observé que el rastro de pisadas en el polvo llegaba hasta la puerta cerrada.
– Alguien ha entrado en la habitación -dije-. Recientemente.
– No me asuste -dijo la portera.
Me acerqué a la otra puerta. No tenía cerradura. Cedió al tacto, deslizándose hacia el interior con un gemido herrumbroso. En el centro descansaba una vieja cama de palanquín, deshecha. Las sábanas amarilleaban como sudarios. Un crucifijo presidía sobre el lecho. Había un pequeño espejo sobre una cómoda, una vasija, una jarra y una silla. Un armario entreabierto reposaba contra la pared. Rodeé la cama hasta una mesita de noche cubierta con un cristal que aprisionaba estampas de antepasados, recordatorios de funerales y billetes de lotería. Encima de la mesita había una caja de música de madera labrada y un reloj de bolsillo congelado para siempre a las cinco y veinte. Intenté dar cuerda a la caja de música, pero la melodía se trabó después de seis notas. Abrí el cajón de la mesita de noche. Encontré un estuche de gafas vacío, un cortaúñas, un frasco de petaca y una medalla de la virgen de Lourdes. Nada más.
– Tiene que haber una llave de esa habitación en alguna parte -dije.
– La tendrá el administrador. Mire, digo yo que mejor nos vamos y…
Me cayeron los ojos a la caja de música. Levanté la tapa y allí, bloqueando el mecanismo, encontré una llave dorada. La tomé, y la caja de música reemprendió su tintineo. Reconocí una melodía de Ravel.
– Ésta tiene que ser la llave -sonreí a la portera.
– Oiga, si el cuarto estaba cerrado, sería por algo. Aunque sólo sea por respeto a la memoria de…
– Si lo prefiere, puede usted esperarme en la portería, doña Aurora.
– Es usted un demonio. Ande, ábrala de una vez.