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Fumero me escupió en la cara y me soltó. Creí entonces que me iba a destrozar de una paliza, pero escuché sus pasos alejándose por el pasillo. Temblando, me incorporé y me limpié la sangre de la cara. Podía oler la mano de aquel hombre en la piel, pero esta vez reconocí el hedor del miedo.

Me retuvieron en aquel cuarto, a oscuras y sin agua, durante seis horas. Cuando me soltaron ya era de noche. Llovía a cántaros y las calles ardían de vapor. Al llegar a casa me encontré un mar de escombros. Los hombres de Fumero habían estado allí. Entre muebles caídos, cajones y estanterías derribadas, encontré mi ropa hecha jirones y los libros de Miquel destrozados. Sobre mi cama encontré una pila de heces y sobre la pared, escrito con excrementos, se leía «Puta».

Corrí al piso de la Ronda de San Antonio, dando mil rodeos y asegurándome de que ninguno de los esbirros de Fumero me hubiera seguido hasta el portal de la calle Joaquín Costa. Crucé los tejados anegados de lluvia y comprobé que la puerta del piso seguía cerrada. Entré con sigilo, pero el eco de mis pasos delataba la ausencia. Julián no estaba allí. Le esperé sentada en el comedor oscuro, escuchando la tormenta, hasta el alba. Cuando la bruma del amanecer lamió los postigos del balcón, subí al terrado y contemplé la ciudad aplastada bajo cielos de plomo. Supe que Julián no volvería allí. Ya le había perdido para siempre.

Volví a verle dos meses después. Me había metido en un cine por la noche, sola, incapaz de volver al piso vacío y frío. A media película, una bobada de amoríos entre una princesa rumana deseosa de aventura y un apuesto reportero norteamericano inmune al despeine, un individuo se sentó a mi lado. No era la primera vez. Los cines de aquella época andaban plagados de fantoches que apestaban a soledad, orines y colonia, blandiendo sus manos sudorosas y temblorosas como lenguas de carne muerta. Me disponía a levantarme y avisar al acomodador cuando reconocí el perfil ajado de Julián. Me aferró la mano con fuerza y permanecimos así, mirando a la pantalla sin verla.

– ¿Mataste tú a Sanmartí? -murmuré.

– ¿Alguien le encuentra a faltar?

Hablábamos con susurros, bajo la atenta mirada de los hombres solitarios sembrados por el patio de butacas que se recomían de envidia ante el aparente éxito de aquel sombrío competidor. Le pregunté dónde se había estado ocultando pero no me respondió.

– Existe otra copia de La Sombra del Viento -murmuró-. Aquí, en Barcelona.

– Te equivocas, Julián. Las destruiste todas.

– Todas menos una. Al parecer, alguien más astuto que yo la escondió en un lugar donde nunca podría encontrarla. Tú.

Fue así cómo oí hablar de ti por primera vez. Un librero fanfarrón y bocazas llamado Gustavo Barceló había estado presumiendo frente a algunos coleccionistas de haber localizado una copia de La Sombra del Viento. El mundo de los libros de anticuario es una cámara de ecos. En apenas un par de meses, Barceló estaba recibiendo ofertas de coleccionistas de Berlín, París y Roma para adquirir el libro. La enigmática fuga de Julián de París tras un sangriento duelo y su rumoreada muerte en la guerra civil española habían conferido a sus obras un valor de mercado que nunca hubieran podido soñar. La leyenda negra de un individuo sin rostro que recorría librerías, bibliotecas y colecciones privadas para quemarlas sólo contribuía a multiplicar el interés y la cotización. «Llevamos el circo en la sangre», decía Barceló.

Julián, que seguía persiguiendo la sombra de sus propias palabras, no tardó en oír el rumor. Supo así que Gustavo Barceló no tenía el libro, pero que al parecer el ejemplar era propiedad de un muchacho que lo había descubierto por accidente y que, fascinado por la novela y por su enigmático autor, se negaba a venderlo y lo conservaba como su más preciada posesión. Aquel muchacho eras tú, Daniel.

– Por el amor de Dios, Julián, no irás a hacerle daño a un crío… -murmuré, no muy segura.

Julián me dijo entonces que todos los libros que había robado y destruido habían sido arrebatados de las manos de quienes no sentían nada por ellos, de gentes que se limitaban a comerciar con ellos o que los mantenían como curiosidades de coleccionistas y diletantes apolillados. Tú, que te negabas a vender el libro a ningún precio y tratabas de rescatar a Carax de los rincones del pasado, le inspirabas una extraña simpatía, y hasta respeto. Sin tú saberlo, Julián te observaba y te estudiaba.

– Quizá, si llega a averiguar quién soy y lo que soy, también él decida quemar el libro.

Julián hablaba con esa lucidez firme y tajante de los locos que se han librado de la hipocresía de atenerse a una realidad que no cuadra.

– ¿Quién es ese muchacho?

– Se llama Daniel. Es el hijo de un librero al que Miquel solía frecuentar en la calle Santa Ana. Vive con su padre en un piso encima de la tienda. Perdió a su madre de muy pequeño.

– Parece que estés hablando de ti.

– A lo mejor. Ese muchacho me recuerda a mí mismo.

– Déjale en paz, Julián. Es sólo un niño. Su único crimen ha sido admirarte.

– Eso no es un crimen, es una ingenuidad. Pero se le pasará. Quizá entonces me devuelva el libro. Cuando deje de admirarme y empiece a comprenderme.

Un minuto antes del desenlace, Julián se levantó y se alejó al amparo de las sombras. Durante meses nos vimos siempre así, a oscuras, en cines y callejones a media noche. Julián siempre me encontraba. Yo sentía su presencia silenciosa sin verle, siempre vigilante. A veces te mencionaba y, al oírle hablar de ti, me parecía detectar en su voz una rara ternura que le confundía y que hacía muchos años creía perdida en él. Supe que había regresado al caserón de los Aldaya y que ahora vivía allí, a medio camino entre espectro y mendigo, recorriendo la ruina de su vida y velando los restos de Penélope y del hijo de ambos. Aquél era el único lugar en el mundo que todavía sentía suyo. Hay peores cárceles que las palabras.

Yo acudía allí una vez al mes, para asegurarme de que estaba bien, o simplemente vivo. Saltaba la tapia medio derribada en la parte de atrás, invisible desde la calle. A veces le encontraba allí, otras veces Julián había desaparecido. Le dejaba comida, dinero, libros… Le esperaba durante horas, hasta el anochecer. En ocasiones me atrevía a explorar el caserón. Así averigüé que había destrozado las lápidas de la cripta y había extraído los sarcófagos. Ya no creía que Julián estuviese loco, ni veía monstruosidad en aquella profanación, tan sólo una trágica coherencia. Las veces que le encontraba allí hablábamos durante horas, sentados junto al fuego. Julián me confesó que había intentado volver a escribir, pero que no podía. Recordaba vagamente sus libros como si los hubiese leído, como si fuesen obra de otra persona. Las cicatrices de su intento estaban a la vista. Descubrí que Julián abandonaba al fuego páginas que había escrito febrilmente durante el tiempo en que no nos habíamos visto. Una vez, aprovechando su ausencia, rescaté un pliego de cuartillas de entre las cenizas. Hablaba de ti. Julián me había dicho alguna vez que un relato era una carta que el autor se escribe a sí mismo para contarse cosas que de otro modo no podría averiguar. Hacía tiempo que Julián se preguntaba si había perdido la razón. ¿Sabe el loco que está loco? ¿O los locos son los demás, que se empeñan en convencerle de su sinrazón para salvaguardar su existencia de quimeras? Julián te observaba, te veía crecer y se preguntaba quién eras. Se preguntaba si quizá tu presencia no era sino un milagro, un perdón que debía ganarse enseñándote a no cometer sus mismos errores. En más de una ocasión me pregunté si Julián no se había llegado a convencer de que tú, en aquella lógica retorcida de su universo, te habías convertido en el hijo que había perdido, en una nueva página en blanco para volver a empezar aquella historia que no podía inventar, pero que podía recordar.

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