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Lo reconocí por los ojos. El fuego le había devorado la piel, las manos y el pelo. Las llamas le habían arrancado la ropa a latigazos y todo su cuerpo era una herida en carne viva que supuraba entre las vendas. Lo habían confinado a una habitación solitaria al fondo de un corredor con vistas a la playa, cercenado de morfina a la espera de que muriese. Quise sostenerle ha mano, pero una de las enfermeras me advirtió que apenas había carne bajo las vendas. El fuego le había segado los párpados y su mirada enfrentaba el vacío perpetuo. La enfermera que me encontró caída en el suelo, llorando, me preguntó si sabía quién era. Le dije que sí, que era mi marido. Cuando un cura rapaz apareció para prodigar sus últimas bendiciones, lo ahuyenté a alaridos. Tres días más tarde, Julián seguía vivo. Los médicos dijeron que era un milagro, que las ganas de vivir le mantenían vivo con fuerzas que la medicina era incapaz de emular. Se equivocaban. No eran las ganas de vivir. Era el odio. Una semana más tarde, en vista de que aquel cuerpo escarchado de muerte se resistía a apagarse, fue oficialmente admitido con el nombre de Miquel Moliner. Habría de permanecer allí por espacio de once meses. Siempre en silencio, con la mirada ardiente, sin descanso.

Yo acudía todos los días al hospital. Pronto las enfermeras empezaron a tutearme y a invitarme a comer con ellas en su sala. Eran todas mujeres solas, fuertes, que esperaban que sus hombres volviesen del frente. Algunos lo hacían. Me enseñaron a limpiar las heridas de Julián, a cambiarle los vendajes, a poner sábanas limpias y a hacer una cama con un cuerpo inerte tendido. También me enseñaron a perder la esperanza de volver a ver al hombre que algún día se había sostenido sobre aquellos huesos. Le quitamos las vendas de la cara al tercer mes. Julián era una calavera. No tenía labios, ni mejillas. Era un rostro sin rasgos, apenas un muñeco carbonizado. Las cuencas de los ojos se habían agrandado y ahora dominaban su expresión. Las enfermeras no me lo confesaban, pero sentían repugnancia, casi miedo. Los médicos me habían dicho que una suerte de piel violácea, reptil, se iría formando lentamente a medida que sanasen las heridas. Nadie se atrevía a comentar su estado mental. Todos daban por descontado que Julián -Miquel- había perdido la razón en el incendio, que vegetaba y sobrevivía gracias a los cuidados obsesivos de aquella esposa que permanecía firme donde tantas otras hubiesen huido despavoridas. Yo le miraba a los ojos y sabía que Julián seguía allí dentro, vivo, consumiéndose lentamente. Esperando.

Había perdido los labios, pero los médicos creían que las cuerdas vocales no habían sufrido daño irreparable y que las quemaduras en la lengua y la laringe habían sanado meses atrás. Asumían que Julián no decía nada porque su mente se había extinguido. Una tarde, seis meses después del incendio, estando él y yo a solas en la habitación, me incliné y le besé en la frente.

– Te quiero -le dije.

Un sonido amargo, ronco, emergió de aquella mueca canina a la que se había reducido la boca. Tenía los ojos enrojecidos de lágrimas. Quise secárselas con un pañuelo, pero repitió aquel sonido.

– Déjame -había dicho.

«Déjame.»

La editorial Cabestany había quebrado a los dos meses del incendio del almacén de Pueblo Nuevo. El viejo Cabestany, que murió aquel año, había pronosticado que su hijo conseguiría arruinar la empresa en seis meses. Optimista irredento hasta la sepultura. Intenté encontrar trabajo en otra editorial, pero la guerra se lo comía todo. Todos me decían que la guerra acabaría pronto, y que luego las cosas mejorarían. La guerra tenía todavía dos años por delante, y lo que vino después fue casi peor. Al cumplirse un año del incendio, los médicos me dijeron que cuanto podía hacerse en un hospital estaba hecho. La situación era difícil y necesitaban la habitación. Me recomendaron ingresar a Julián en un sanatorio como el asilo de Santa Lucía, pero me negué. En octubre de 1937 me lo llevé a casa. No había pronunciado una sola palabra desde aquel «Déjame».

Yo le repetía todos los días que le quería. Estaba instalado en una butaca frente a la ventana, cubierto de mantas. Le alimentaba con zumos, pan tostado y, cuando encontraba, leche. Todos los días le leía un par de horas. Balzac, Zola, Dickens… Su cuerpo empezaba a recuperar volumen. Al poco de regresar a casa empezó a mover las manos y los brazos. Ladeaba el cuello. A veces, al volver a casa, me encontraba las mantas en el suelo y objetos derribados. Un día le encontré en el suelo, arrastrándose. Un año y medio después del incendio, una noche de tormenta, me desperté a media noche. Alguien se había sentado en mi lecho y me acariciaba el pelo. Le sonreí, ocultando las lágrimas. Había conseguido encontrar uno de mis espejos, aunque los había ocultado todos. Con voz quebrada me dijo que se había transformado en uno de sus monstruos de ficción, en Laín Coubert. Quise besarle, demostrarle que su aspecto no me repugnaba, pero no me dejó. Pronto no me dejaría apenas tocarle. Iba recobrando fuerzas día a día. Merodeaba por la casa mientras yo salía a buscar algo para comer. Los ahorros que Miquel había dejado nos mantenían a flote, pero pronto tuve que empezar a vender joyas y trastos viejos. Cuando no hubo más remedio, cogí la pluma de Víctor Hugo que había comprado en París y salí a venderla al mejor postor. Encontré una tienda detrás del Gobierno Militar que admitía género de ese tipo. El encargado no pareció impresionado por mi solemne juramento atestiguando que aquella pluma Había pertenecido a Víctor Hugo, pero reconoció que era una pieza magistral y se avino a pagarme tanto corno pudo, teniendo en cuenta que corrían tiempos de escasez y miseria.

Cuando le dije a Julián que la había vendido, temí que montase en cólera. Se limitó a decir que había hecho bien, que nunca la había merecido. Un día, uno de tantos en que yo había salido a buscar trabajo, regresé y me encontré que Julián no estaba. No regresó hasta el alba. Cuando le pregunté que adónde había ido, se limitó a vaciar los bolsillos del abrigo (que había sido de Miquel) y dejar un puñado de dinero sobre la mesa. A partir de entonces empezó a salir casi todas las noches. En la oscuridad, cubierto con un sombrero y bufanda, con los guantes y la gabardina, era una sombra más. Nunca me decía adónde iba. Casi siempre traía dinero o joyas. Dormía por las mañanas, sentado erguido en su butaca, con los ojos abiertos. En una ocasión encontré una navaja en sus bolsillos. Era un arma de doble filo, de resorte automático. La hoja estaba prendida de manchas oscuras.

Fue por entonces cuando empecé a oír por las calles las historias acerca de un individuo que rompía los escaparates de las librerías por la noche y quemaba libros. En otras ocasiones, el extraño vándalo se colaba en una biblioteca o en la cámara de un coleccionista. Siempre se llevaba dos o tres tomos, que quemaba. En febrero de 1938 acudí a una librería de viejo para preguntar si era posible encontrar algún libro de Julián Carax en el mercado. El encargado me dijo que era imposible: alguien los había estado haciendo desaparecer. El mismo había tenido un par y los había vendido a un individuo muy extraño, que ocultaba su rostro y al que apenas se le podía descifrar la voz.

– Hasta hace poco quedaban algunas copias en colecciones privadas, aquí y en Francia, pero muchos coleccionistas empiezan a desprenderse de ellas. Tienen miedo -decía-, y no les culpo.

A veces Julián desaparecía durante días enteros. Pronto sus ausencias fueron de semanas. Se iba y volvía siempre de noche. Siempre traía dinero. Nunca daba explicaciones, o si lo hacía, se limitaba a dar detalles sin sentido. Me dijo que había estado en Francia. París, Lyon, Niza. Ocasionalmente llegaban cartas desde Francia a nombre de Laín Coubert. Siempre eran de libreros de viejo, coleccionistas. Alguien había localizado una copia perdida de las obras de Julián Carax. Entonces desaparecía varios días y regresaba como un lobo, apestando a quemado y a rencor.

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