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Furioso, me levanté y empujé la puerta, y al hacerlo el pestillo volvió a desprenderse de su sitio y la toalla cayó al suelo. Cuando me deslizaba hasta el exterior a través de la exigua abertura de la puerta el hombre del cubículo contiguo, tal vez viendo que ya no había razón para ocultarse, se aclaró la garganta ruidosamente. Asqueado, salí de aquel lugar a la carrera.

Me sorprendió encontrar a Hoffman esperándome en el pasillo, pero recordé que había prometido hacerlo. Estaba apoyado contra la pared, pero en cuanto me vio se enderezó y se cuadró como un soldado.

– Bien, señor Ryder -dijo, sonriendo-. Si quiere seguirme… Esas damas y esos caballeros tienen muchas ganas de conocerle.

Miré a Hoffman con frialdad.

– ¿Qué damas y caballeros, señor Hoffman?

– Pues… los miembros del comité, señor Ryder. Del Grupo Ciudadano de Ayuda Mutua.

– Mire, señor Hoffman… -Estaba muy furioso, pero lo delicado del asunto que quería explicarle me hizo hacer una breve pausa. Hoffman, consciente al fin de que algo me estaba mortificando, se paró en medio del pasillo y me miró con preocupación.

– Oiga, señor Hoffman. Lamento muchísimo lo de esa reunión. Pero resulta perentorio el que yo ensaye. No puedo hacer nada hasta que no ensaye.

Hoffman pareció genuinamente perplejo.

– Disculpe, señor -dijo, bajando la voz discretamente-, pero ¿no acaba de ensayar?

– No, no lo he hecho. No…, no he podido hacerlo.

– ¿Que no ha podido hacerlo? Señor Ryder, ¿está todo bien? Quiero decir que si se siente usted bien…

– Estoy perfectamente. Oiga… -Dejé escapar un suspiro-. Si de veras quiere saberlo, no he podido ensayar allí dentro porque…, bueno, con franqueza, señor Hoffman, las condiciones del recinto no eran las más adecuadas para brindarme el aislamiento que preciso. No, señor Hoffman, déjeme hablar. El nivel de intimidad no era el adecuado. Puede que baste para alguna gente, pero para mí… Bueno, se lo estoy diciendo, señor Hoffman. Se lo diré con absoluta franqueza: me sucede desde que era un niño. Nunca he podido ensayar al piano más que en condiciones de total, absoluto aislamiento.

– ¿De veras, señor Ryder? -Hoffman asentía con la cabeza con expresión grave-. Me hago cargo, me hago cargo…

– Bien, espero que realmente se haga cargo. Las condiciones de ese cuarto… -dije, sacudiendo la cabeza- no son ni por asomo aceptables. Y ahora el asunto es éste: necesito con urgencia un lugar adecuado para ensayar.

– Sí, sí, por supuesto. -Hoffman asintió con la cabeza en ademán de comprender cabalmente lo que le estaba diciendo-. Creo, señor, que tengo la solución. Hay otra sala de ensayos en el anexo que podrá brindarle el aislamiento que precisa. El piano es excelente, y en lo tocante a la intimidad…, se la puedo garantizar, señor. Es una sala muy, muy íntima.

– Muy bien. Parece la solución. El anexo, dice usted… -Sí, señor. Le llevaré hasta allí personalmente en cuanto finalice su entrevista con el Grupo Ciudadano de Ayuda Mutua…

– Mire, señor Hoffman -dije de pronto, gritando, reprimiendo un imperioso impulso de agarrarle por las solapas-. ¡Escúcheme! ¡Me tiene sin cuidado ese grupo ciudadano! ¡Me tiene sin cuidado lo que tengan que esperar! La cuestión es la siguiente: si no puedo ensayar, hago las maletas y me largo de esta ciudad inmediatamente. ¡De inmediato! Eso es lo que hay, señor Hoffman. No habrá discurso, no habrá interpretación, ¡no habrá nada de nada! ¿Me entiende bien, señor Hoffman? ¿Me entiende?

Hoffman se quedó mirándome fijamente mientras palidecía por momentos.

– Sí, sí -alcanzó a decir en un susurro-. Sí, por supuesto, señor Ryder.

– Así que debo pedirle -dije, esforzándome por controlar el tono de mi voz- que tenga la amabilidad de conducirme sin dilación hasta ese anexo.

– Muy bien, señor Ryder -dijo él, y dejó escapar una risa extraña-. Le entiendo perfectamente. A fin de cuentas, no son más que ciudadanos de a pie. ¿Qué necesidad tiene alguien como usted de…? -Luego pareció recuperar el dominio de sí mismo y dijo con firmeza-: Por aquí, señor Ryder. Si es usted tan amable de seguirme…

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