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– Señor Hoffman, no parece usted apreciar la urgencia de la situación. A causa de unos imprevistos sobrevenidos en cadena, no me ha sido posible tocar el piano en muchos días. Debo insistir en que se me permita disponer de uno lo más rápido posible.

– Ah, sí, señor Ryder. Por supuesto. Es perfectamente comprensible. Haré todo lo que pueda para prestarle la ayuda necesaria. Pero, en lo que concierne al salón, me temo que no está disponible en este momento. Verá, está tan lleno de huéspedes…

– Pues parecía no hallar impedimento alguno para dejarlo libre para el señor Brodsky…

– Ah, sí, tiene usted razón. Bien, si insiste usted en la necesidad de que sea el piano del salón en lugar de cualquier otro de los que hay en el hotel, pues muy bien, acataré de buen grado su preferencia. Entraré ahí dentro, personalmente, y rogaré a mis clientes que salgan del salón y lo dejen libre, sin reparar en si están a medio tomar un café o cualquier otra cosa… Sí, eso es lo que haré en última instancia. Pero, antes de recurrir a tal medida extrema, quizá sea usted tan amable de considerar otras opciones. Sepa, señor, que el piano del salón no es en ningún caso el mejor piano del hotel. De hecho, algunas de las notas bajas suenan un tanto oscuras.

– Señor Hoffman, si no ha de ser el del salón, dígame pues, por favor, cuál más tiene usted disponible. No tengo especial predilección por el del salón. Lo que necesito es un buen piano y total aislamiento.

– El de la sala de ensayos. Se ajusta mucho mejor a sus necesidades.

– Muy bien, pues. El de la sala de ensayos.

– Excelente.

Empezó a conducirme a través de vestíbulo. Al cabo de unos pasos, sin embargo, se detuvo y se inclinó hacia mí en ademán confidente.

– Debo entender, pues, señor Ryder, que necesitará la sala de ensayos inmediatamente después de que salga usted de la reunión de la que le hablo…

– Señor Hoffman, no quiero tener que volver a insistirle en la urgencia de la situación en que me encuentro…

– Oh, sí, sí, señor Ryder. Por supuesto, por supuesto. Le entiendo perfectamente. Así pues… necesita usted ensayar antes de la reunión. Sí, sí, le entiendo perfectamente. No hay ningún problema. Esa gente se avendrá muy gustosamente a esperar un poco. Bien, no hay ningún problema. Sígame, por favor.

Salimos del vestíbulo por una puerta situada a la izquierda del ascensor, en la que no había reparado hasta entonces, y al poco nos hallábamos recorriendo lo que parecía un pasillo de servicio. Las paredes carecían de decoración, y los tubos fluorescentes del techo conferían al conjunto un desnudo, severo aspecto. Pasamos ante una serie de grandes puertas correderas a través de las cuales nos llegaban diversos ruidos de cocina. Una de ellas estaba abierta, y entrevi un recinto fuertemente iluminado con latas metálicas apiladas en columnas sobre un banco de madera.

– Gran parte de lo que se servirá esta noche lo estamos preparando en el hotel -dijo Hoffman-. La cocina de la sala de conciertos, como imaginará, tiene una capacidad muy limitada.

Doblamos un recodo del pasillo y pasamos ante lo que supuse eran los cuartos de lavandería. Luego pasamos por una hilera de puertas, y a través de ellas nos llegaron los gritos de dos mujeres que discutían con inusitada virulencia. Hoffman, sin embargo, hizo como si no lo oyera y siguió andando en silencio. Luego le oí decir en voz baja:

– No, no, esos ciudadanos… Se sentirán agradecidos, de todas formas. Un pequeño retraso… No les importará en absoluto.

Finalmente se detuvo ante una puerta en la que no vi ninguna placa. Creí que Hoffman la abriría para invitarme a pasar, pero lo que hizo fue apartar la mirada de ella y retirarse hacia un lado.

– Aquí es, señor Ryder -dijo entre dientes, e hizo un gesto furtivo y rápido, por encima del hombro, en dirección a ella.

– Gracias, señor Hoffman -dije, y empujé la puerta.

Hoffman siguió allí, muy envarado, con la mirada aún apartada de la puerta.

– Le esperaré aquí -masculló.

– No tiene por qué hacerlo, señor Hoffman. Encontraré el camino de vuelta.

– Me quedaré aquí, señor. No se preocupe.

No quise enzarzarme en discusiones y me apresuré a pasar Por la puerta.

Entré en un recinto largo y estrecho, con suelo de baldosa gris. Las paredes estaban alicatadas con azulejos blancos hasta el techo. Me pareció ver a mi izquierda una hilera de fregaderos, pero estaba tan ansioso por sentarme al piano que no me fijé demasiado en tales detalles. En cualquier caso, los que inmediatamente atrajeron mi atención fueron tres cubículos que había a mi derecha. Tres cubículos contiguos, de madera, pintados de un desagradable color verde rana. Los de los extremos tenían cerradas las puertas, pero la puerta del cubículo central -que parecía algo más amplio que los otros- estaba entreabierta, y al mirar en su interior pude ver un piano con la tapa levantada. Me dispuse, sin más, a entrar en el cubículo, pero enseguida comprobé que se trataba de una tarea harto difícil. La puerta -que abría hacia dentro- no podía abrirse por completo porque se lo impedía el propio piano; para entrar hube de estrujarme contra un costado, y para cerrar la puerta tiré de ella despacio y la hice llegar -rozándome el pecho- hasta su jamba. Al final eché el pestillo, y acto seguido volví a pugnar con las estrecheces del cubículo y conseguí sacar la banqueta que había debajo del piano. Una vez sentado, sin embargo, me encontré razonablemente cómodo, y cuando hice correr mis dedos por el teclado vi que, pese al color desvaído de sus teclas y a su aspecto exterior ajado, el piano poseía una tonalidad delicada y suave, y que había sido perfectamente afinado. Las condiciones acústicas del cubículo, además, no resultaban tan claustrofóbicas como uno habría imaginado.

Al constatar que la situación no era tan desesperada, una intensa sensación de alivio recorrió todo mi cuerpo, y entonces caí en la cuenta de cuán tenso había estado durante la pasada hora. Aspiré profundamente varias veces y me dispuse a dar comienzo al más crucial de los ensayos. Y entonces recordé que seguía sin decidir qué pieza tocaría aquella noche. Mi madre -sabía- juzgaría particularmente emocionante el movimiento central de Globestructures: Option II, de Yamanaka. Pero mi padre preferiría ciertamente Asbestos and Fibre , de Mullery. De hecho, era posible incluso que a mi padre no le gustara en absoluto Yamanaka. Me quedé unos instantes contemplando las teclas, tratando de decidirme, y al final la balanza se inclinó a favor de Mullery.

Al decidirme me sentí mucho mejor, y me hallaba ya a punto de acometer los primeros y «explosivos» acordes cuando sentí que algo duro me golpeaba en el hombro. Me volví y vi con consternación que la puerta -que yo había cerrado con pestillo- se había abierto sola.

Me puse en pie como pude y empujé la puerta hasta cerrarla. Y entonces vi que el pestillo se había desprendido de su sitio y pendía del revés pegado a la puerta. Tras un detenido examen, y con cierta ingenuidad por mi parte, me las arreglé para encajar el pestillo en su sitio, pero al cerrar la puerta de nuevo comprendí perfectamente que no había logrado sino una solución harto precaria. El pestillo volvería a soltarse en cualquier momento. Estaría yo, por ejemplo, en la mitad de Asbestos and Fibre -en la mitad, pongamos, de uno de los intensos fragmentos del tercer movimiento-, y la puerta se abriría y me expondría a la curiosidad de quienquiera que en ese momento pudiera andar rondando por el exterior del cubículo. Y ni que decir tiene que si alguien intentaba abrir la puerta -alguien lo bastante obtuso como para no darse cuenta de que me encontraba dentro-, aquel pestillo no iba a ofrecer la menor de las resistencias.

Pasaban por mi mente estos pensamientos mientras me sentaba de nuevo en el taburete. Pero enseguida llegué a la conclusión de que si no aprovechaba al máximo aquella oportunidad para ensayar, era muy posible que no se me volviera a presentar otra. Y si bien las condiciones distaban de ser las ideales, el piano era perfectamente aceptable. Con cierta determinación, pues, me forcé a dejar de preocuparme por la defectuosa puerta que tenía a mi espalda y a prepararme una vez más para los compases iniciales de la pieza de Mullery.

Al poco, justo cuando mis dedos se hallaban ya dispuestos sobre las teclas, oí un ruido en alguna parte alarmantemente próxima (un pequeño crujido, similar al que podría emitir un zapato o una tela). Giré sobre mí mismo sobre la banqueta. Y sólo entonces caí en la cuenta de que, aunque la puerta seguía cerrada, le faltaba toda la parte de arriba, con lo que se asemejaba mucho a la puerta de un establo. Me había preocupado tanto el pestillo estropeado que no había reparado en aquel hecho palmario. Vi que el borde superior de la puerta -algo más alto que la altura de la cintura- era irregular: quién sabe si la mitad de arriba había sido desgajada en algún acto desaforado de vandalismo o si se debía simplemente a alguna remodelación en curso de los cubículos. En cualquier caso, desde donde estaba sentado, podía estirar el cuello por encima del borde y ver sin dificultad los azulejos blancos y los fregaderos del recinto.

No podía creer que Hoffman hubiera tenido la desfachatez de ofrecerme un lugar en tal estado. Bien es verdad que hasta el momento nadie había entrado en aquel cuarto, pero era perfectamente posible que en un momento dado cualquier grupo de seis o siete empleados entrara y se pusiera a usar aquellos fregaderos. Tal posibilidad se me antojaba insufrible, y me hallaba ya a punto de abandonar airado el cubículo cuando vi un trapo que colgaba de un clavo que sobresalía de una de las jambas, a la altura del gozne superior.

Me quedé mirándolo unos segundos, y al dirigir la vista hacia la otra jamba vi otro clavo a la misma altura. Adivinando de inmediato la finalidad de los clavos y del trozo de tela me levanté para examinarlo todo más detenidamente. El trapo era una vieja toalla. Cuando la extendí y fijé el otro extremo en el otro clavo, vi que tapaba perfectamente la parte de la puerta que faltaba, a modo de cortina.

Volví a sentarme más calmado y me dispuse una vez más a acometer los compases iniciales de la pieza. Entonces, justo cuando iba a empezar a tocar, volví a verme interrumpido por un nuevo crujido. Y lo oí de nuevo, y esta vez pude precisar que provenía del cubículo situado a mi izquierda. Caí en la cuenta no sólo de que durante todo el tiempo había habido una persona en el cubículo contiguo, sino también de que la insonorización entre ambos era prácticamente inexistente y de que hasta el momento no había sido consciente de tal presencia porque la persona en cuestión -quién sabe por qué- había permanecido todo el tiempo inmóvil y en silencio.

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