Miré a mi alrededor y vi que eran dos mujeres de mediana edad, elegantemente vestidas. Inclinadas la una hacia la otra sobre la mesa, hablaban en voz baja y al parecer sin darse cuenta de mi presencia. Casi nunca se referían a mí por mi nombre, por lo que al principio no pude estar seguro de que estuvieran hablando de mí, pero al cabo de unos segundos tuve la certeza de que no podían estar hablando de otra persona.
– Oh, sí -decía una de ellas-. Se han puesto en contacto varias veces con la tal Stratmann, que les asegura una y otra vez que sí, que él se presentará a supervisar los preparativos, cosa que hasta el momento no ha hecho. Dieter dice que no les importa demasiado, que tienen trabajo de sobra del que ocuparse, pero el caso es que están todos muy inquietos pensando que puede aparecer en cualquier momento. Y, claro, el señor Schmidt no hace más que entrar gritándoles que ordenen las cosas, que qué va a pasar si llega en ese momento y ve en tales condiciones la sala cívica de conciertos… Dieter dice que todos están nerviosos, incluso el tal Edmundo. Con estos genios nunca se sabe lo que se les ocurrirá criticar… Todos recuerdan bien el día en que Igor Kobyliansky llegó a supervisar las cosas y lo examinó todo tan minuciosamente…; se puso a cuatro patas mientras todos le hacían corro sobre el escenario, y empezó a arrastrarse de aquí para allá a gatas, dando golpecitos a las tablas, pegando la oreja al suelo… Dieter no ha sido el mismo estos dos últimos días; cuando se pone a trabajar está con el alma en vilo. Ha sido horrible para todos. Cada vez que no aparece cuando debía aparecer, esperan como una hora y vuelven a telefonear a la tal Stratmann. Y ella se muestra muy compungida, se deshace en disculpas, y concierta otra cita…
Al escuchar a estas damas acudió a mi mente un pensamiento que me había pasado por la cabeza varias veces en las últimas horas: convenía que me pusiera en contacto con la señorita Stratmann con más frecuencia de lo que lo había estado haciendo hasta ahora. De hecho podría incluso llamarla por teléfono desde las cabinas públicas que había visto en el vestíbulo. Pero antes de que pudiera considerar siquiera la idea, oí que la mujer seguía hablando:
– Y eso ha sido todo después de que la tal Stratmann se hubiera pasado semanas insistiendo en lo deseoso que estaba él de llevar a cabo la inspección, explicando que no sólo estaba preocupado por la acústica y demás detalles habituales, sino también por sus padres, por cómo tenían que ser acomodados en la sala durante la velada… Al parecer ninguno de ellos está demasiado bien, así que necesitarán un acomodo especial, unas atenciones especiales, tener cerca a gente cualificada por si a uno de ellos le da un ataque o algo parecido. Los preparativos necesarios son bastante complicados y, según la señorita Stratmann, él estaba muy interesado en examinar cada detalle con el personal encargado del asunto. Bien, lo de los padres resulta bastante conmovedor, ya sabes, preocuparse tanto por sus ancianos padres y demás… ¡Pero luego te enteras de que no ha aparecido! Claro que la culpa puede que sea más de la tal Stratmann que de él mismo. Eso es lo que piensa el señor Dieter. Al decir de todos, su reputación es excelente; no parece en absoluto el tipo de persona que se pase la vida causando molestias a la gente.
Había estado sintiendo un gran enojo contra aquellas dos damas, y -como es lógico- tal enojo remitió un tanto al oír sus comentarios últimos. Pero lo que dijeron sobre mis padres -la necesidad de asegurarles ciertas atenciones especiales- me convenció de que no podía diferir ni un segundo más el llamar a la señorita Stratmann. Dejé mi bandeja sobre el mostrador y me dirigí precipitadamente hacia el vestíbulo.
Entré en una cabina y busqué en mis bolsillos la tarjeta de la señorita Stratmann. La encontré y marqué el número. Contestó enseguida la propia señorita Stratmann.
– Señor Ryder, me alegro mucho de que llame… Estoy tan contenta de que todo vaya tan bien…
– Ah, piensa que todo va perfectamente…
– Oh, sí. ¡Magníficamente! Está usted teniendo tanto éxito en todas partes. La gente está tan emocionada. Y su pequeño discurso de anoche, después de la cena… Oh, todo el mundo hablaba de lo ingenioso y entretenido que había sido… Es un placer, si me permite decirlo, poder trabajar con alguien como usted…
– Bueno, muchas gracias, señorita Stratmann. Muy amable de su parte. También es un placer estar tan bien atendido. La llamo porque…, en fin, porque quería cerciorarme de ciertas cosas relativas a mi agenda. Sí, ya sé que hoy ha habido algunas demoras inevitables, y que han dado lugar a un par de desafortunadas consecuencias.
Hice una pausa, a la espera de que la señorita Stratmann dijera algo, pero al otro lado de la línea sólo hubo silencio. Solté una risita y continué:
– Pero, por supuesto, estamos de camino hacia la galería Karwinsky. Quiero decir que en este instante nos hallamos, en efecto, a medio camino. Queremos, como es natural, llegar con el tiempo holgado, y debo decir que a los tres nos embarga una gran expectación. Tengo entendido que la campiña en torno a la galería Karwinsky es absolutamente espléndida. Sí, estamos muy contentos de ir ya para allá…
– Me alegra tanto oírle, señor Ryder… -La señorita Stratmann parecía un tanto confusa-. Espero que le guste el acto… -Luego, de pronto, añadió-: Señor Ryder, espero que no le hayamos ofendido… -¿Ofendido?
– No quisimos insinuar nada… Quiero decir, al sugerirle que fuera a casa de la condesa esta mañana. Todos sabíamos que usted conoce perfectamente la obra del señor Brodsky, a nadie se le ocurriría dudarlo… Pero algunas de esas grabaciones son tan raras que la condesa y el señor Von Winterstein pensaron que… ¡Oh, Dios, espero que no se haya ofendido, señor Ryder! Le aseguro que no queríamos insinuar nada en absoluto…
– No estoy ofendido en lo más mínimo, señorita Stratmann. Muy al contrario, soy yo quien espera que la condesa y el señor Von Winterstein no estén ofendidos conmigo por no haber podido hacerles la visita programada…
– Oh, por favor, no se preocupe por eso, señor Ryder. -Me habría encantado verles y charlar con ellos, pero al comprobar que las circunstancias no me permitían cumplir con lo que teníamos planeado, me dije que sabrían entenderlo, en especial cuando, como usted dice, en rigor no había ninguna necesidad de que yo escuchase las grabaciones del señor Brodsky…
– Señor Ryder, estoy segura de que la condesa y el señor Von Winterstein lo entienden perfectamente. En cualquier caso, el hecho mismo de programarlo fue, ahora lo veo, bastante osado de nuestra parte…, máxime teniendo en cuenta lo apretado de su agenda. Espero que no se sienta ofendido…
– Le aseguro que no estoy ofendido en absoluto. Pero la verdad, señorita Stratmann, yo querría… Le telefoneo para hablar de ciertos aspectos…, en fin, de otros aspectos de mi agenda.
– ¿Sí, señor Ryder?
– Por ejemplo, de mi visita de supervisión a la sala de conciertos. -Ah, sí.
Aguardé por si añadía algo, pero al ver que no decía nada proseguí:
– Sí, simplemente quería cerciorarme de que todo está preparado para mi visita.
La señorita Stratmann pareció percatarse finalmente del tono preocupado de mi voz.
– Oh, sí -dijo-. Sé a lo que se refiere. No he programado mucho tiempo para su inspección de la sala de conciertos. Pero como puede comprobar -calló unos instantes; me llegó el crujido de una hoja de papel-, como puede comprobar, antes y después de su visita a la sala de conciertos tiene usted otras dos citas muy importantes. Así que pensé que si había un acto al que podía escatimarle un poco de tiempo, éste era la visita a la sala de conciertos. Porque siempre podría volver más tarde si lo considerara necesario. Mientras que, como comprenderá, no podíamos dedicar menos tiempo a ninguna de las otras dos citas. A la entrevista con el Grupo Ciudadano de Ayuda Mutua, por ejemplo, sabiendo la importancia que usted concede al hecho de reunirse personalmente con la gente de a pie, con las gentes a las que les afectan las cosas…
– Sí, por supuesto, tiene usted toda la razón. Estoy plenamente de acuerdo con lo que acaba de decir. Como bien sugiere, siempre podré hacer otra visita a la sala de conciertos más tarde… Sí, sí. Sólo que estaba un poco preocupado por…, en fin, por las medidas… Es decir, por las medidas que van a tomar a propósito de mis padres.
Volvió a hacerse el silencio al otro extremo de la línea. Me aclaré la garganta y proseguí:
– Me refiero a que, como bien sabe, tanto mi madre como mi padre tienen ya muchos años. Será necesario habilitar lo necesario en la sala de conciertos para que…
– Sí, sí, claro… -La señorita Stratmann parecía un tanto perpleja-. Un dispositivo médico cerca para el caso de cualquier desafortunada incidencia… Sí, todo está listo, todo a mano, como podrá comprobar cuando lleve a cabo la visita.
Pensé en ello unos instantes. Luego dije:
– Mis padres. Estamos hablando de mis padres. No hay ningún malentendido a este respecto, espero.
– No lo hay, en absoluto, señor Ryder. Por favor, no se preocupe.
Le di las gracias y salí de la cabina telefónica. Al volver al restaurante, me detuve unos instantes en la puerta. La puesta de sol dibujaba largas sombras en la sala. Las dos damas de mediana edad seguían hablando animadamente, aunque no sabría decir si el tema seguía siendo mi persona. Al fondo del comedor vi que Boris le explicaba algo a Sophie, y que los dos reían con alborozo. Seguí allí unos instantes, dándole vueltas a mi conversación con la señorita Stratmann. Pensando detenidamente en ello, sí había algo osado en la idea de que yo podría sacar algo en limpio de la audición de los viejos discos del señor Brodsky. No había duda de que la condesa y el señor Von Winterstein tenían pensado guiarme paso a paso en tal audición… El pensamiento me irritó, y me sentí afortunado por haberme visto obligado a perderme el evento de marras…
Entonces miré el reloj y vi que, pese a mis palabras tranquilizadoras a la señorita Stratmann, corríamos grave riesgo de llegar tarde a la galería Karwinsky. Fui hasta nuestra mesa y, sin siquiera sentarme, dije:
– Nos tenemos que ir. Llevamos mucho tiempo en este sitio.
Había dado a mis palabras cierto tono perentorio, pero Sophie se limitó a alzar la mirada y a decir:
– Boris piensa que estos dónuts son los mejores que ha comido en su vida. De eso era de lo que hablábamos, ¿verdad, Boris?