Nos detuvimos en un cruce. La niebla se había espesado mucho, y yo me sentía desorientado por completo. Pedersen miró a su alrededor y reanudó la marcha, guiándome por una calle estrecha y con hileras de coches aparcados sobre las aceras.
– Le acompañaré al hotel, señor Ryder. Por ahí también puedo ir a mi casa sin desviarme mucho. Confío en que el hotel sea de su agrado…
– ¡Oh, sí…! Está muy bien.
Durante un rato los coches aparcados en la acera nos obligaron a caminar uno detrás de otro. Luego salimos al centro de la calzada y, cuando me coloqué al lado de Pedersen, pude verlo mucho más animado. Sonrió y me dijo:
– Tengo entendido que irá usted mañana a casa de la condesa para oír esos discos. Me consta que el señor Von Winterstein, nuestro alcalde, quiere reunirse allí con ustedes. Está deseando hacer un aparte con usted para tratar de ciertos temas.
Pero lo más importante de todo son los discos, naturalmente… ¡Son algo extraordinario!
– Sí, yo también siento mucha curiosidad…
– La señora condesa es una mujer muy notable. Ha dado ya muchas veces prueba de una profundidad de pensamiento que nos ha dejado a todos avergonzados. En más de una ocasión le he preguntado cómo diablos se le ocurrió esa idea. «Una corazonada», me responde siempre. «Me desperté una mañana con esa corazonada.» ¡Qué mujer…! Normalmente habría sido complicadísimo obtener esas grabaciones… Pero ella se las arregló para conseguirlas a través de una casa especializada de Berlín. No hará falta que le diga que nosotros, entonces, no conocíamos su proyecto. Y me atrevería a decir que, de haberlo conocido, nos habríamos reído de él. Hasta que una tarde nos convocó a todos en su residencia (dos años hizo el mes pasado). Recuerdo que era un atardecer espléndido, soleado… Y nos reunió en el saloncito de su casa, a los once, completamente ajenos al motivo de aquella entrevista. Nos sirvió un aperitivo e inmediatamente comenzó a dirigirnos la palabra. Que llevábamos demasiado tiempo lamentándonos, nos dijo, y que ya iba siendo hora de que hiciéramos algo. Que ya iba siendo hora de que reconociéramos cuán torpemente habíamos actuado y de dar algunos pasos eficaces para reparar, en la medida de lo posible, el daño. Porque, si no lo hacíamos, nuestros nietos, y los hijos de nuestros nietos, jamás nos lo perdonarían. Bien… Nada de todo ello nos resultó nuevo: llevábamos meses repitiéndonos unos a otros esos o parecidos sentimientos. Nos limitamos, pues, a asentir con los habituales murmullos de aprobación. Y la condesa continuó hablando. En cuanto al señor Christoff, afirmó, poco más había que hacer. Estaba ya completamente desacreditado entre las gentes de toda condición de nuestra ciudad. Lo cual, sin embargo, difícilmente bastaría para dar marcha atrás en la espiral de decadencia, cada vez más vertiginosa, en que se hallaba atrapado el corazón de nuestra comunidad. Teníamos que forjar un nuevo espíritu, una nueva era. Todos asentimos… Y, la verdad, señor Ryder, también estas palabras eran como un eco de lo que tantas veces habíamos hablado entre nosotros. Y así se lo hizo saber el señor Von Winterstein, con la más extremada cortesía, por supuesto. Fue entonces cuando la condesa empezó a revelarnos lo que tenía en mente. Dijo que quizá habíamos tenido siempre la solución muy a mano. Siguió explicándose y…, bueno…, al principio apenas podíamos dar crédito a nuestros oídos. ¿El señor Brodsky? ¿El asiduo de la biblioteca, el de las borracheras en plena vía pública? ¿Se refería en serio al señor Brodsky? Porque se trataba de la condesa, porque, si no, estoy seguro de que nos habríamos desternillado de risa. Ella, sin embargo, lo recuerdo muy bien, se mostró sumamente segura de sí misma. Sugirió que nos pusiéramos cómodos, porque tenía unos discos que deseaba que escucháramos. Con suma atención. Y a continuación empezó a ponerlos uno tras otro mientras permanecíamos inmóviles en nuestros asientos y el sol iba poniéndose despacio fuera. La calidad de las grabaciones era muy deficiente. Y el equipo de la condesa, como comprobará usted mismo mañana, es más bien anticuado. Pero nada de eso importó gran cosa. En cuestión de minutos, la música nos hechizó a todos, nos arrulló en un mar de profunda serenidad. Algunos teníamos los ojos empañados de lágrimas. Nos dábamos perfecta cuenta de estar escuchando lo que tanto habíamos echado de menos a lo largo de los años. De pronto nos pareció incomprensible que alguna vez hubiéramos podido aplaudir a alguien como el señor Christoff. ¡Por fin volvíamos a oír auténtica música! La obra de un director que no sólo era un genio, sino que, además, sintonizaba con nuestros valores. Al cabo cesó la música, y nos levantamos, y estiramos las piernas (la audición había durado tres horas largas), y… le seré sincero…, aquella idea sobre el señor Brodsky, ¡el señor Brodsky!, seguía pareciéndonos igual de absurda. Las grabaciones, nos apresuramos a objetar, eran muy antiguas… El señor Brodsky, por razones que él conocería mejor que nadie, hacía mucho tiempo que había abandonado la música. Y, además, tenía sus…, sus problemas. Difícilmente podía parangonársele ya con aquel joven director de orquesta. Pronto nos vimos todos volviendo a expresar con gestos nuestras dudas. Pero la condesa volvió a tomar la palabra. Estábamos llegando a una situación crítica, insistió. Teníamos que mantener un espíritu abierto. Acudir al señor Brodsky, hablar con él, averiguar cuáles eran sus aptitudes actuales. A ninguno de nosotros había que recordarle lo apremiante de la situación. Todos podíamos citar docenas de casos harto tristes. Vidas destrozadas por la soledad. Familias enteras desesperanzadas de volver a gozar la felicidad que un día disfrutaron como lo más normal del mundo. Fue en ese instante cuando el señor Hoffman, el director de su hotel, carraspeó de pronto y declaró que él iría a ver al señor Brodsky.
Que se encargaría personalmente (lo dijo con toda solemnidad, poniéndose de pie incluso), que se encargaría personalmente de estudiar la situación, y que, si existía alguna esperanza de rehabilitar al señor Brodsky, él mismo, el señor Hoffman, se ocuparía de hacerlo. Y que, si le confiábamos tal tarea, prometía no defraudar a la comunidad. Esto ocurrió, como le digo, hace más de dos años. Desde entonces hemos podido contemplar, asombrados, la dedicación del señor Hoffman al cumplimiento de su promesa. El progreso, en conjunto y no siempre sin altibajos, ha sido notabilísimo. Y el señor Brodsky ha alcanzado…, bien…, ha llegado al punto en que está ahora. Y nos hemos dicho que ya no debíamos aguardar más para dar el paso crucial. Después de todo, nuestras posibilidades no pueden ir más allá de presentar al señor Brodsky ante los ojos de todo el mundo bajo una luz más favorable. En algún momento tienen que ser los ciudadanos quienes juzguen con sus propios ojos y oídos. En fin… Todo indica que no hemos sido demasiado ambiciosos. El señor Brodsky ha estado dirigiendo los ensayos con regularidad y, según todos los informes, se ha ganado el respeto de la orquesta. Pueden haber pasado muchos años desde la última vez que dirigió en público, pero no parece que su genio haya desmerecido un ápice. La pasión, el sentido de la belleza que descubrimos en su música aquel día en el saloncito de la condesa, han permanecido en él a la espera y ahora han vuelto a aflorar. Sí, estamos íntimamente convencidos de que el próximo jueves por la noche hará que nos sintamos todos orgullosos. Entretanto, por nuestra parte, hemos puesto todos los medios posibles para asegurar el éxito de la velada. La orquesta de la Fundación Nagel de Stuttgart, como bien sabe, goza de merecido prestigio aunque no figure entre las más afamadas. Sus honorarios no son una fruslería. Sin embargo, apenas hubo entre nosotros una sola voz que se opusiera a contratarla para esta crucial ocasión, ni que discutiera la duración del contrato. Se habló al principio de dos semanas de ensayos; pero finalmente, con el apoyo pleno del comité de Hacienda, ampliamos el tiempo a tres semanas. Tres semanas de manutención y hospedaje de los componentes de una orquesta sinfónica, más sus honorarios, son todo un presupuesto, señor Ryder… No es preciso que se lo diga. Pero apenas se oyó un murmullo de oposición. Todos y cada uno de los concejales nan tomado conciencia de la importancia de la noche del jueves. Y todos están de acuerdo en que hay que darle al señor Brodsky las máximas facilidades. Pero, aun así -prosiguió Pedersen tras un profundo suspiro-, aun así, como ha podido comprobar usted mismo hace un rato, es muy difícil superar las viejas ideas arraigadas. Ésta es precisamente la razón, señor Ryder, de que pensemos que su ayuda, el hecho de haber accedido a venir a nuestra humilde ciudad, acaso resulte absolutamente decisiva para nosotros. La opinión pública le escuchará como no escucharía jamás a ninguno de nosotros. De hecho, señor, puedo asegurarle que la simple noticia de su venida ha cambiado el estado anímico de la ciudadanía. Hay una gran expectación en torno a lo que nos dirá usted el próximo jueves por la noche. En los tranvías, en los cafés…, no se habla prácticamente de otra cosa. Por supuesto que ignoro lo que ha preparado usted para nosotros. Tal vez haya considerado oportuno no pintar un panorama demasiado risueño… O quizá quiera prevenirnos del duro trabajo que nos aguarda a todos y cada uno si queremos recuperar la felicidad que tuvimos antaño… Hará usted muy bien en hacernos tales advertencias. Pero también sé que apelará usted certeramente a la parte positiva, a la parte más noble y animosa de quienes le escuchan. De una cosa estoy seguro: cuando haya acabado de hablar, nadie en esta ciudad volverá a ver en el señor Brodsky al viejo borrachín desharrapado de antes. ¡Ah…! Le noto cierto aire de preocupación, señor Ryder… No se inquiete. Puede que a veces demos la impresión de ser una ciudad muy provinciana, pero hay ocasiones en las que sabemos superarnos. El señor Hoffman, en particular, ha estado trabajando a conciencia para organizar una velada realmente espléndida. Tenga usted la seguridad de que asistirá lo más granado de nuestra sociedad. Y en cuanto al señor Brodsky…, ya le digo: no nos defraudará. Superará todas nuestras expectativas, no tengo la más mínima duda.
De hecho, la expresión que había sorprendido Pedersen en mi semblante no traducía en absoluto una «preocupación» mía, sino más bien el creciente enojo que comenzaba a sentir hacia mí mismo. Porque lo cierto era que no sólo no tenía preparada aquella alocución a la ciudadanía de la que Pedersen hablaba, sino que aún tenía que reunir los datos necesarios para pergeñarla. No podía entender cómo, con mi experiencia, había incurrido en semejante error. Me recordé a mí mismo aquella tarde en el elegante atrio del hotel, sorbiendo un café fuerte y amargo, diciéndome que debía planificar cuidadosamente el resto del día para aprovechar lo mejor posible el escasísimo tiempo de que disponía… Mientras estuve allí sentado, contemplando en el espejo del fondo de la barra el reflejo empañado de la fuente, me había imaginado en una situación no muy distinta de la que acababa de vivir momentos antes en el cine, pero en la que, por el contrario, causaba un profundo asombro a la concurrencia con mi conocimiento de los temas locales, y en la que de cuando en cuando pronunciaba alguna frase ingeniosa a expensas de Christoff susceptible de correr de boca en boca al día siguiente por toda la ciudad. Pero, en lugar de ello, había permitido que me distrajeran otros asuntos, con el resultado de que, en el curso de aquella conversación en el cine, no había sido capaz de hacer un solo comentario digno de tenerse en cuenta. Hasta era posible que hubiera dado la impresión de ser una persona bastante descortés. De pronto sentí una profunda irritación contra Sophie, por el caos en que me había sumido y por la forma en que me había obligado a desatender por completo mis habituales normas de conducta.