– Sí…
– Es demasiado tarde. Hemos perdido la oportunidad. ¿Por qué no nos resignamos a ser una ciudad entre tantas, una ciudad fría y solitaria? Otras lo han hecho. Al menos, navegaríamos a favor de la corriente. El alma de esta ciudad, señor Ryder, no es que esté enferma: está muerta. Ya es demasiado tarde. Hace diez años, tal vez… Quizá existiera alguna posibilidad. Pero ahora ya no. Usted, señor Pedersen. -El borracho señaló con el dedo trémulo a mi compañero de asiento-. Usted, señor… Fueron usted y el señor Thomas. Y el señor Stika. Todos ustedes, caballeros. Todos prevaricaron…
– No empecemos de nuevo, Theo -intervino el hombre de las pecas-. Tiene razón el señor Pedersen. No es momento de resignarnos. Hemos recuperado a Brodsky, al señor Brodsky… Y, por lo que sabemos, él podría llegar a ser…
– ¡Brodsky, Brodsky…! Ya es demasiado tarde. Estamos acabados. Contentémonos con ser una fría ciudad moderna, y punto.
Noté sobre mi brazo la mano de Pedersen.
– Señor Ryder…, ¡lo siento muchísimo!
– ¡Usted prevaricó, señor! ¡Diecisiete años! Diecisiete años permitiéndole a Christoff hacer y deshacer a su antojo. ¿Y qué es lo que nos ofrece ahora? ¡A Brodsky! Sí, señor Ryder, ¡es demasiado tarde!
– Lamento en el alma que haya tenido usted que escuchar todo esto -me dijo Pedersen. Y alguien añadió a nuestra espalda:
– Estás borracho y deprimido, Theo. Eso es todo. Mañana por la mañana tendrás que ir a ver al señor Ryder para rogarle que te disculpe.
– Bueno… -dije-, me interesa conocer las dos corrientes contrapuestas de opinión…
– ¡Pero es que ésta no es una corriente de opinión! -protestó Pedersen-. Se lo aseguro, señor Ryder. Los sentimientos de Theo no son en absoluto representativos del sentir de la gente. En todas partes…, en las calles, en los tranvías…, yo percibo otra cosa, un enorme sentimiento de optimismo.
Sus palabras provocaron un murmullo generalizado de asentimiento.
– No se lo crea, señor Ryder -dijo Theo, agarrándose a la manga de mi chaqueta-. Está usted aquí en una misión imposible. Hagamos, si quiere, una rápida encuesta aquí mismo, en el cine… Preguntémosles a unos cuantos espectadores…
– Me voy a casa, señor Ryder -terció Pedersen-. Voy a acostarme. Es una maravillosa película, pero ya la he visto varias veces. Y usted mismo, señor…, debe de estar muy fatigado.
– Sí, la verdad, estoy muy cansado. Puedo acompañarle, si me lo permite. -Me volví hacia los demás-: Excúsenme, señores, pero me parece que ya es hora de que vuelva a mi hotel.
– Pero, señor Ryder… -dijo el individuo pecoso con un tono de preocupación-, no se vaya aún. Debería quedarse hasta que el astronauta desmantele el HAL, al menos…
– Tal vez quiera ocupar mi puesto en la partida, señor Ryder -dijo una voz desde la misma fila, a unas butacas de distancia-. Ya he jugado bastante por esta noche. Aparte de que me cuesta mucho ver las cartas en esta penumbra. Mi vista ya no es lo que era.
– Es usted muy amable, pero de verdad que tengo que irme.
Iba a estrechar las manos de todos y darles las buenas noches, pero Pedersen se había puesto ya de pie y empezaba a abrirse camino hacia el pasillo. Me apresuré a seguirle, y dirigí al grupo unos cuantos ademanes de despedida.
Pedersen -observé- parecía muy trastornado por lo sucedido, y cuando llegamos al pasillo continuó caminando en silencio con la cabeza baja. Al salir de la sala, eché una última mirada a la pantalla y vi a Clint Eastwood preparándose para desconectar el HAL, mirando atentamente su enorme destornillador.
En el exterior, la noche -con su mortal quietud y su fría y espesa niebla- supuso un contraste tan marcado con el tibio bullicio de la sala que los dos nos quedamos parados en la acera, como tratando de recuperarnos de la impresión del brusco cambio.
– No sé qué decirle, señor Ryder -comenzó Pedersen-. Theo es una bellísima persona, pero algunas veces, tras una cena copiosa… -Sacudió la cabeza en ademán de desaliento.
– No se preocupe. Las personas que trabajan mucho necesitan desfogarse. He disfrutado mucho de la velada.
– Me siento avergonzadísimo…
– ¡Por favor…! Olvidémoslo. De verdad que lo he pasado muy bien.
Habíamos empezado a caminar, y nuestras pisadas resonaban en la calle desierta. Durante un rato, Pedersen mantuvo un preocupado silencio. Y luego dijo:
– Debe usted creerme, señor… Nunca hemos subestimado la dificultad que entraña imbuir esa idea en nuestra comunidad. Esa idea respecto al señor Brodsky, quiero decir. Pero le aseguro que hemos procedido con tremenda prudencia y paso a paso.
– Estoy seguro de que ha sido así.
– Al principio fuimos muy estrictos hasta en a quién le íbamos a mencionar el asunto. Juzgábamos vital que sólo quienes era probable que se mostraran a favor conocieran el proyecto en sus primeros pasos. Luego, a través de esas personas, nos permitimos propagar la idea, para que fuera calando lentamente en el público en general. Así nos asegurábamos de que el plan sería presentado bajo su prisma más positivo. Y, al mismo tiempo, adoptamos otras medidas. Ofrecimos, por ejemplo, una serie de banquetes en honor del señor Brodsky, a los que invitamos a personas de la alta sociedad cuidadosamente elegidas. Fueron primero cenas reducidas, sin ningún tipo de publicidad; pero luego, gradualmente, hemos podido ampliar más y más el abanico, y hemos ido consiguiendo apoyos cada vez más amplios. Asimismo, y con ocasión de cualquier acontecimiento público importante, nos asegurábamos de que el señor Brodsky fuera visto entre las personalidades. Cuando vino el Ballet de Pekín, por ejemplo, hicimos que se sentara en el mismo palco que el señor y la señora Weiss. Y a nivel personal, como es lógico, todos hemos puesto especial empeño en referirnos siempre a él en el tono más respetuoso. Llevamos dos años de esfuerzo en esta tarea y nos sentimos más que satisfechos de lo conseguido. La imagen que se tenía de él ha cambiado sustancialmente. Tanto que nos pareció llegada la hora de dar este importantísimo paso. De ahí que lo de esta noche haya sido para mí un jarro de agua fría. Esos caballeros son los primeros que deberían dar ejemplo. Si ellos caen en semejante actitud cada vez que se desmandan un poco, ¿qué cabe esperar del común de los mortales? -Dejó en suspenso el interrogante y volvió a sacudir la cabeza-. Estoy decepcionado. Por mí mismo y en atención a usted, señor Ryder.
De nuevo se sumió en el mutismo. Al cabo de un rato de caminar en silencio, dije con un suspiro:
– Nunca es fácil cambiar la opinión pública.
Pedersen dio unos cuantos pasos más antes de volver a hablar:
– Tiene usted que considerar cuál fue nuestro punto de partida. Porque, si lo mira de esa forma, si piensa desde dónde empezamos, verá que hemos hecho importantes progresos. Compréndame… El señor Brodsky lleva mucho tiempo viviendo entre nosotros, y en todos estos años nadie le había oído hablar de música, y mucho menos tocar… Sí, claro… Todos teníamos una vaga idea de que, en tiempos, fue director de orquesta en su país de origen… Pero, dado que nunca le habíamos visto en esa faceta, jamás lo consideramos un músico. En realidad, si he de serle sincero, hasta hace muy poco el señor Brodsky sólo se hacía notar cuando se emborrachaba y recorría las calles de la ciudad haciendo eses y vociferando. El resto del tiempo no era más que un individuo solitario que vivía con su perro en una casa de las afueras, saliendo por la carretera del norte. Bueno…, esto no es del todo cierto: la gente también lo conocía de verlo en la biblioteca pública. Dos o tres días por semana, acudía a la biblioteca a primera hora, ocupaba su sillón habitual bajo los ventanales y ataba a su perro a la pata de la mesa. Va contra las ordenanzas meter allí a un perro, pero las bibliotecarias habían decidido hace mucho tiempo que era más sencillo dejarle entrar con él. Más sencillo que empezar un altercado con el señor Brodsky. Así que con frecuencia te lo encontrabas en la sala de lectura, hojeando su montón de libros…, siempre los mismos gruesos volúmenes de Historia. Y si alguien en la sala iniciaba la más mínima conversación, aunque sólo fuera para susurrar unas palabras de saludo, él saltaba como un resorte de su asiento y reprendía a voz en grito al culpable. En teoría, claro, tenía todo el derecho a hacerlo. Pero la verdad es que jamás hemos sido demasiado estrictos con lo del silencio en nuestra biblioteca. Después de todo, a las gentes les gusta charlar un poco cuando se encuentran, allí o en cualquier otro lugar público. Y si se piensa que el propio señor Brodsky infringía las normas al entrar con su perro, no es raro que se diera cierta propensión a tildar su actitud de poco razonable. Pero es que, para colmo, algunas mañanas, de cuando en cuando, parecía apoderarse de él un humor harto curioso. Llevaba un rato leyendo en su mesa y de pronto su semblante se tornaba la viva expresión de la melancolía, y allí lo veías sentado, mirando al vacío, en ocasiones con los ojos arrasados en lágrimas. Si ello ocurría, los presentes podían tener la certeza de que no se metería con ellos si charlaban. Normalmente, alguien tanteaba primero el terreno, y, si el señor Brodsky no reaccionaba, la sala se convertía al instante en un hervidero de conversaciones. Hasta el punto de que, en tales casos…, es tan perversa la gente…, la biblioteca alcanzaba cotas de bullicio mucho más altas que en cualquier otro momento en que no se hallara presente el señor Brodsky. Recuerdo que una mañana fui a devolver un libro: aquello parecía una estación de ferrocarril. Tuve prácticamente que gritar para hacerme oír por la encargada del servicio de préstamos. Y allí estaba el señor Brodsky, callado e inmóvil en medio del bullicio, ensimismado en su propio universo. Debo decir que daba pena verlo. La luz de la mañana acentuaba su aire de fragilidad. Le caía una gotita de la punta de la nariz, su mirada se perdía en la lejanía y se había olvidado por completo de la página que tenía delante. Se me antojó un poco cruel aquel cambio operado en el ambiente: era como si todos estuvieran aprovechándose de él, aunque no estoy muy seguro del sentido que pueda tener esto. Entiéndame…, en cualquier otra mañana, él habría sido capaz de hacer callar a todo el mundo en un instante… En fin, señor Ryder…, lo que estoy intentando decirle es que ésa era la imagen que durante muchos años tuvimos del señor Brodsky. Supongo que es mucho esperar que la gente cambie por completo y en tan poco tiempo el concepto que se había formado de él. Se han hecho muchos progresos, pero como usted mismo acaba de ver… -De nuevo pareció sumirse en la exasperación-. Y, sin embargo, ellos deberían ser más juiciosos… -murmuró para sí.