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– No consigo ver a ninguno de ellos -repitió el hombre, volviéndose hacia mí de nuevo-. ¡Qué lástima! Sé que están en algún lugar de este cine. En todo caso, señor, ¿me permite expresarle, como miembro del ayuntamiento, el placer y el honor que supone para todos nosotros su visita?

– Es usted muy amable.

– Según dicen, el señor Brodsky ha estado soberbio esta tarde en el auditórium. Tres o cuatro horas ensayando a conciencia.

– Sí, ya me he enterado. Es magnífico.

– A propósito, señor…, ¿ha estado ya en nuestro auditórium?

– ¿El auditórium? Bien…, no. Desgraciadamente, aún no he tenido la oportunidad…

– Comprendo. Han sido muchas horas de viaje. En fin…, queda mucho tiempo. Estoy seguro de que le impresionará nuestro auditórium, señor Ryder. Es un hermoso edificio antiguo y, por muchas cosas que hayamos abandonado a los estragos del tiempo en nuestra ciudad, nadie podrá acusarnos jamás de no haber velado por nuestro auditórium. Un edificio antiguo muy hermoso, como le digo, y situado en un marco maravilloso. Me refiero al Liebmann Park, por supuesto. Podrá verlo usted mismo, señor Ryder. Un agradable paseo entre los árboles y, al llegar al claro…, ¡helo ahí! ¡El auditórium! Ya lo verá usted, señor. Es un lugar ideal para que se den cita nuestros conciudadanos, lejos del bullicio callejero. Recuerdo que, cuando yo era niño, teníamos una orquesta municipal, y el primer domingo de cada mes nos congregábamos todos en ese claro del parque antes del concierto. Aún puedo ver la llegada de las familias, todos de punta en blanco…, gente y más gente que venía por entre los árboles dirigiéndose saludos. Y nosotros, la chiquillería, correteando de acá para allá. En otoño teníamos un juego, un juego especial. Nos poníamos a recoger todas las hojas caídas que podíamos, las llevábamos hasta el cobertizo del jardinero y las amontonábamos a un lado. Había allí, en la pared del cobertizo, un tablón así de alto, que tenía una marca. Y nos habíamos pasado unos a otros la consigna de que teníamos que amontonar las hojas suficientes para que la altura del montón llegara hasta la marca antes de que los adultos empezaran a llenar el auditórium. Porque, si no lo conseguíamos, la ciudad entera saltaría en mil pedazos, o algo parecido. Así que allí estábamos todos, yendo y viniendo a todo correr con los brazos cargados de hojas húmedas. Es muy fácil para cualquiera de mi edad sentirse nostálgico, señor Ryder, pero no le quepa duda: ésta fue en el pasado una comunidad muy feliz. Con familias muy grandes y muy dichosas. Y amistades reales, duraderas. El trato entre la gente era cordial y afectuoso. La nuestra fue una maravillosa comunidad, sí, señor. Durante muchos años. Voy a cumplir los setenta y seis, así que bien puedo dar testimonio de ello.

Pedersen cayó en un momentáneo mutismo. Continuaba echado hacia adelante, con el brazo apoyado en el respaldo de mi butaca y, al mirarle la cara, vi que sus ojos no estaban fijos en la pantalla, sino en algún otro lugar muy alejado. Entretanto, llegábamos a esa parte de la película en la que los astronautas empiezan a sospechar los motivos del ordenador HAL, artilugio capital en todos los aspectos de la vida a bordo de la nave espacial. Clint Eastwood recorría los claustrofóbicos pasillos de la nave con expresión serena y empuñando un enorme revólver. Empezaba a dejarme prender de nuevo por la trama cuando Pedersen reanudó su perorata.

– He de serle franco. No puedo evitar sentir cierta lástima por él. Por el señor Christoff, quiero decir. Sí, por extraño que le parezca, siento lástima por él. Se lo he dicho con estas palabras a unos cuantos colegas del ayuntamiento, y ellos han pensado: «¡Bueno…, este pobre hombre chochea…! ¿Quién puede sentir ni una pizca de lástima por ese charlatán?» Pero compréndame… Lo recuerdo mejor que la mayoría. Recuerdo cómo estaban las cosas cuando el señor Christoff llegó por primera vez a esta ciudad. Claro que estoy tan furioso con él como cualquiera de mis colegas. Pero… ¿qué quiere que le diga?…, sé muy bien que al principio no fue precisamente el señor Christoff quien tomó la iniciativa. ¡No, no! Fue…, mejor dicho, fuimos nosotros. Es decir, las personas como yo. Porque no lo niego: yo tenía entonces cierta influencia. Le animamos, le aplaudimos, le halagamos…, le dimos a entender que confiábamos en su talento y en su iniciativa. Una parte, al menos, de la responsabilidad de lo ocurrido nos corresponde a nosotros. Mis colegas más jóvenes tal vez fueran ajenos a todo esto en la primera época. Sólo conocen al señor Christoff como la figura dominante, la que hacía y deshacía. Pero olvidan que él nunca solicitó tal posición. ¡Oh, sí…! Recuerdo perfectamente la llegada del señor Christoff a esta ciudad. Era un hombre muy joven entonces, solo, nada pretencioso…, incluso modesto. Si nadie lo hubiera animado, estoy seguro de que se habría sentido feliz permaneciendo en un segundo plano, dando sus recitales en privado y demás. Pero fue una cuestión de oportunidad, señor Ryder, y los acontecimientos se desarrollaron de la forma más desdichada. Cuando el señor Christoff llegó a la ciudad, estábamos pasando… bueno, sí, una especie de «bache». El señor Bernd, el pintor, y el señor Vollmöller, un compositor excelente, que durante tanto tiempo habían llevado el timón de nuestra vida cultural, acababan de fallecer con pocos meses de diferencia, y por la ciudad se había extendido un sentimiento…, una especie de desasosiego… Todos sentíamos una gran tristeza por la muerte de aquellos dos hombres extraordinarios, pero supongo que al mismo tiempo nos decíamos que se nos presentaba una oportunidad para cambiar. La oportunidad de algo nuevo y fresco. Porque, pese a lo felices que habíamos sido, después de tantos años con aquellos dos caballeros al frente de todo era inevitable que hubieran surgido ciertas frustraciones. Así que se imaginará usted el revuelo que se produjo cuando corrió la voz de que el extranjero que se alojaba en casa de la señora Roth era un violoncelista profesional que había tocado en la orquesta sinfónica de Gotemburgo y, en varias ocasiones, bajo la dirección de Kazimierz Studzinski. Recuerdo que yo mismo tuve bastante que ver con el recibimiento que dispensamos al señor Christoff… Y a él lo recuerdo como era entonces, ya ve, con aquella sencillez suya de los primeros tiempos. Ahora, desde la perspectiva de los años, pienso incluso que le faltaba confianza en sí mismo. Es probable que hubiera sufrido algunos reveses antes de llegar a esta ciudad. Pero nos deshicimos en atenciones con él, y lo instamos a manifestar sus opiniones acerca de los temas más diversos… Sí, así empezó todo. Recuerdo que ayudé personalmente a persuadirlo de que diera aquel primer recital. Porque él se mostraba reacio de verdad. Aunque lo cierto es que su primer recital iba a ser una cosa muy sencilla, una reunión social en casa de la señora condesa. Fue sólo dos días antes de la fecha prevista cuando la condesa, en atención a la cantidad de gente que deseaba asistir, se vio obligada a trasladar la velada a la Holtmann Gallery. Y a partir de entonces, los recitales del señor Christoff (le pedíamos como mínimo uno cada seis meses) tuvieron como marco el auditórium y llegaron a ser, año tras año, clamorosos acontecimientos sociales. Pero al principio él se resistía. Y no sólo la primera vez. Durante los primeros años tuvimos que seguir persuadiéndolo. Luego, naturalmente, las aclamaciones, los aplausos y los halagos pusieron su granito de arena, y pronto el señor Christoff comenzó a verlo todo de otra forma. Para empezar, a verse de otra forma a sí mismo. «He triunfado aquí», le oyeron decir muchas veces en aquel tiempo. «He triunfado desde que llegué a esta ciudad.» Lo que quiero decir, señor Ryder, es que fuimos nosotros quienes le empujamos. Y ahora me da lástima…, y me atrevería a afirmar que probablemente soy el único en la ciudad que se apiada de él. Como ya habrá advertido, hay más bien un sentimiento generalizado de ira en su contra. Pero yo soy bastante realista a la hora de enjuiciar la situación… Es preciso serlo, y sin concesiones. Nuestra ciudad está al borde de una crisis. La ruina se extiende. Por alguna parte tenemos que empezar a enderezar la situación, así que bien podemos comenzar por el meollo. Hay que ser drásticos y, por mucha lástima que me inspire, comprendo que no hay otro remedio. Él y todo cuanto ha llegado a representar han de ser arrumbados en un sombrío rincón de nuestra historia.

Aunque seguía con el cuerpo ligeramente vuelto hacia él para indicar que no había dejado de escucharle, mi atención había vuelto de nuevo a la película. Clint Eastwood se comunicaba ahora con la Tierra a través del micrófono. Hablaba con su esposa, y las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Me di cuenta de que nos acercábamos a la famosa secuencia en la que Yul Brynner entra en la sala y pone a prueba la rapidez en sacar el revólver de Eastwood dando una palmada ante él.

– Dígame -pregunté-. ¿Cuánto tiempo hace que llegó a la ciudad el señor Christoff?

Lo había preguntado casi sin pensar, con la mitad de la atención en la pantalla. Y de hecho seguí absorto en la película dos o tres minutos más antes de observar que, a mi espalda, el señor Pedersen tenía la cabeza hundida entre los hombros en actitud de profunda vergüenza. Al advertir que lo miraba de nuevo, alzó la vista y respondió:

– Tiene usted toda la razón, señor Ryder. Nos merecemos su reprimenda. Diecisiete años y siete meses. ¡Mucho tiempo, sin duda! Un error como el nuestro habrían podido cometerlo en cualquier parte… Pero… ¿habrían tardado tanto en rectificarlo? Comprendo la impresión que debemos de causarle a un extraño, a alguien como usted, señor…, y me avergüenzo profundamente, sí…, permítame que lo reconozca. No trato de buscar excusas. Nos costó una eternidad admitir nuestro error. No diría yo verlo, pero reconocerlo, admitirlo incluso en nuestro fuero interno, era algo muy difícil. Por eso nos costó tanto tiempo. Nos habíamos comprometido muy a fondo con el señor Christoff… Prácticamente todos los miembros del ayuntamiento lo habíamos invitado alguna vez a nuestras casas… En los banquetes municipales anuales tomaba asiento siempre junto al señor y la señora Von Winterstein. Su retrato había ilustrado la cubierta del calendario del ayuntamiento. Se había encargado de escribir la introducción al programa de la Exposición Roggenkamp. Y eso no era todo. Ni muchísimo menos. Las cosas llegaron demasiado lejos. Como, por ejemplo, en el desdichado caso del señor Liebrich… ¡Ah, dispense! Creo que acabo de ver al señor Kollmann por allí atrás -exclamó de pronto, al tiempo que volvía a estirar el cuello para otear el fondo de la sala-. Pues sí: es el señor Kollmann, y está acompañado, si no me equivoco… ¡Es tan difícil ver en esta oscuridad!… Está también el señor Schaefer. Estos dos caballeros se hallaban presentes en la recepción fallida de esta mañana, y me consta que se habrían alegrado muchísimo si hubieran podido saludarle. Además, en lo relativo al tema de que hablamos, estoy seguro de que los dos tienen mucho que contar. ¿Quiere usted que nos acerquemos y se los presento?

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