Supongo que no debería venderlo aquí de esta forma. Pero al director no le importa que vendamos objetos personales nuestros, a condición de que no lo hagamos demasiado a menudo.
En la sobrecubierta se veía la foto de un hombre sonriente, vestido con mono de trabajo y subido a una escalera de mano; llevaba una brocha en una mano y un rollo de papel de empapelar bajo el brazo. Cuando lo alcé de la bandeja pude ver que la encuademación había empezado a deshacerse.
– Perteneció a mi hijo mayor -prosiguió la mujer-. Pero ahora ya es un hombre y se ha ido a Suecia. La pasada semana me puse por fin a ordenar todas sus cosas. He conservado algunas que pensé que tenían valor sentimental y he tirado el resto. Pero había una o dos que no parecían encajar en ninguna de ambas categorías. Como este manual, señor… No puedo decir que tenga mucho valor sentimental, pero ¡es un libro tan útil! Enseña a hacer tantísimas cosas en la casa, como decorar, alicatar… Y todo paso a paso, con dibujos clarísimos. Recuerdo que mi hijo le sacó mucho partido ya de mayor… Ya sé que está un poquito deteriorado ahora, pero sigue siendo una verdadera joya. Además, no pido gran cosa por él, señor.
– Tal vez le gustaría a Boris -le comenté a Sophie mientras lo hojeaba.
– ¡Oh! Si usted tiene un chico mayorcito, señor, sería el regalo perfecto. Se lo digo por propia experiencia. A nuestro hijo le fue de maravilla a esa edad. Pintura, alicatado…, enseña a hacer de todo.
Las luces comenzaban a atenuarse, y recordé que aún teníamos que encontrar asiento.
– Muy bien, me lo quedo -dije.
La mujer se deshizo en palabras de agradecimiento mientras le pagaba, y nos alejamos de ella con el libro y los helados.
– Es muy amable de tu parte tener ese detalle con Boris -me dijo Sophie mientras subíamos por el pasillo central. Luego volvió a alzar su crujiente envoltorio para acomodárselo mejor bajo el brazo-. Parece mentira que papá haya podido pasar el ultimo invierno sin un abrigo como Dios manda -continuó-, pero es demasiado orgulloso para ponerse el otro viejo que tiene- Por otra parte, el invierno pasado fue más bien suave, así que no importó gran cosa, en realidad. Pero no puede pasarse otro invierno sin abrigo.
– No, no debería.
– Soy muy realista en esto. Sé que papá se está haciendo viejo. Y llevo tiempo dándole vueltas a todos los aspectos del asunto. Pensando en su jubilación, por ejemplo. Hay que encarar el hecho de que tiene ya muchos años. -Guardó silencio unos instantes antes de concluir-: Sí, se lo daré dentro de unas semanas. Será lo mejor.
Las luces de la sala habían ido apagándose gradualmente y el público había adoptado un silencio expectante. Me pareció que el local estaba incluso más lleno que antes, y me pregunté si no sería ya demasiado tarde para encontrar asiento. Pero cuando la oscuridad era casi total, llegó por el pasillo un acomodador con una linterna y nos indicó dos butacas en una de las primeras filas. Sophie y yo pasamos entre los espectadores ya sentados susurrando disculpas, y tomamos asiento justo cuando empezaban los anuncios.
La mayoría de anuncios eran de empresas locales, y la retahila se nos hizo interminable. Cuando por fin empezó la proyección de la película, llevábamos ya sentados media hora por lo menos. Vi con cierto alivio que se trataba de un clásico de la ciencia ficción: 2001: una odisea del espacio…, una de mis películas preferidas, que jamás me he cansado de volver a ver.
Tan pronto como aparecieron en la pantalla las impresionantes secuencias del mundo prehistórico, sentí que me relajaba y no tardé en abandonarme cómodamente a la magia del filme. Estábamos ya en la parte central de la trama -con Clint Eastwood y Yul Brynner a bordo de la nave espacial, rumbo a Júpiter- cuando oí que Sophie decía a mi lado:
– Aunque el tiempo podría cambiar, por supuesto.
Di por descontado que se refería a la película, y respondí con un murmullo de asentimiento. Pero minutos después volvió a hablarme:
– El año pasado tuvimos un otoño espléndido, soleado, como el de este año. Duró muchísimo. La gente siguió yendo a tomar café en las terrazas de los bares hasta bien entrado noviembre. Pero luego, de pronto, de la noche a la mañana, se presentó el frío. Podría volver a ocurrir lo mismo este invierno. Nunca se sabe, ¿verdad?
– No, supongo que no -admití. Pero esta vez, por supuesto, ya me había dado cuenta de que me estaba hablando del abrigo.
– Aun así, no es tan urgente.
Cuando volví a mirarla de soslayo, me pareció que estaba atenta a la película. Fijé también la vista en la pantalla, pero a los pocos segundos, en la oscuridad de la sala, comenzaron a pasar por mi memoria fragmentos de recuerdos que distrajeron una vez más mi atención de la película.
Me vi evocando vividamente cierta ocasión en que me hallaba sentado en un sillón incómodo, y tal vez mugriento. Es probable que fuera por la mañana, la mañana triste de un día gris, y que hubiera estado leyendo el periódico. Boris estaba tumbado de bruces cerca de mí, en la alfombra, garabateando en un bloc de dibujo con un lápiz de cera. Por la edad del niño -era aún muy pequeño- inferí que se trataba de un recuerdo de hacía seis o siete años, aunque no podía recordar la habitación ni la casa en que estábamos. Habían dejado entreabierta la puerta que daba al cuarto contiguo, del que llegaban varias voces femeninas que charlaban animadamente.
Yo llevaba algún tiempo leyendo el periódico en aquel incómodo sillón, pero algo en Boris -quizá un cambio sutil en su actitud o en su postura- hizo que lo mirara. Me bastó un vistazo para hacerme cargo de la situación: Boris se las había arreglado para dibujar en su hoja un «Superman» perfectamente identificable. Llevaba semanas intentándolo, pero a pesar de nuestras palabras de ánimo hasta entonces no había sido capaz de lograr darle siquiera un parecido aceptable. Y ahora, sin embargo, lo había logrado de pronto, quizá por una de esas conjunciones del azar y del progreso que son tan frecuentes en la infancia. El dibujo no estaba acabado -la boca y los ojos requerían unos toques últimos-, pero, aun así, enseguida me di cuenta del gran triunfo que aquello representaba para él. Y le habría dicho algo, pero también observé que se hallaba volcado sobre su obra en un estado de enorme tensión, con el lápiz en ristre sobre el bloc. Sin duda vacilaba entre dejarlo como estaba o seguir retocándolo y arriesgarse a estropearlo. Yo me había hecho cargo de su apremiante dilema, e incluso había estado a punto de decirle en voz alta: «Déjalo, Boris. Está bien así. No lo toques más, y que todos puedan ver lo que has conseguido. Enséñamelo, y luego ve a enseñárselo a tu madre y a todas esas personas que están charlando ahí al lado. ¿Qué importa que no esté acabado del todo? Se van a quedar todas boquiabiertas, y se sentirán orgullosas de ti. Más vale que no lo toques: podrías estropearlo.» Pero no dije nada y, en lugar de ello, seguí observándolo asomando la cabeza por el borde del Periódico. Finalmente, Boris tomó una decisión, y se puso a añadir al gunos detalles con sumo cuidado. Hasta que, ganando confianza, se empleó a fondo y empezó a utilizar el lápiz con bastante inconsciencia. Al poco interrumpió su tarea para contemplar en silencio el resultado. Y entonces -todavía recuerdo la angustiosa sensación que aquello me causó- presencié su desesperado intento de salvar el dibujo añadiendo más y más trazos. Hasta que, con una expresión de profundo abatimiento, dejó el lápiz sobre el bloc y, levantándose, abandonó la habitación sin decir ni una palabra.
El episodio me había afectado de forma sorprendente, y aún me hallaba en pleno esfuerzo por apaciguar mis emociones cuando la voz de Sophie había dicho desde algún punto cercano:
– No comprendes nada, ¿verdad?
Yo había bajado el periódico, sorprendido por lo acerbo de su tono, y la vi de pie frente a mí, mirándome. Luego Sophie había añadido:
– No tienes ni idea de lo mucho que he sufrido al observarlo. Jamás lo comprenderás. ¡Mírate…! ¡Leyendo el periódico! -Había bajado la voz para dar aún más intensidad a sus palabras-. ¡Ésa es la diferencia! No es hijo tuyo… Podrás decir lo que quieras, pero no es lo mismo. Jamás sentirás por él lo que siente un auténtico padre. ¡Mírate! No puedes ni imaginar lo que he sufrido.
Dicho lo cual, se había dado media vuelta y había salido de la habitación.
Se me pasó por la cabeza seguirla a la habitación de al lado y, hubiera o no visitas, obligarla a escucharme. Pero al final me decidí por aguardarla allí, y esperar a que regresara. Y lo cierto es que Sophie volvió a los pocos minutos; aunque algo que advertí en su actitud me aconsejó no decirle nada y dejar que volviera a marcharse. Luego, aunque durante la media hora siguiente Sophie entró y salió de la habitación varias veces, y pese a lo decidido que estaba a decirle lo que sentía, permanecí en silencio. Hasta que, en determinado momento, comprendí que ya se había pasado la oportunidad de abordar la cuestión sin riesgo de hacer el ridículo, y volví a refugiarme en mi periódico con un vivo sentimiento de frustración y culpa.
– Dispense… -dijo una voz detrás de mí, al tiempo que una mano me tocaba el hombro. Al volverme vi a un individuo en la fila inmediatamente posterior a la nuestra que, con el cuerpo inclinado hacia adelante, me estudiaba detenidamente-. Es usted el señor Ryder, ¿verdad? ¡Dios bendito, pues claro que sí! Perdóneme, se lo ruego. Llevo todo el rato sentado justo detrás de usted y no le había reconocido en la penumbra. Soy Karl Pedersen. Tenía muchas ganas de conocerle en la recepción preparada para esta mañana; pero, claro, no contaba con las circunstancias imprevisibles que le han impedido llegar… ¡Qué casualidad encontrarle aquí ahora!
Era un hombre de pelo cano, con gafas y expresión bondadosa. Enderecé un poco mi postura.
– ¡Ah, sí, señor Pedersen…! Encantado de conocerle. Como bien dice, lo de esta mañana ha sido el colmo de la mala suerte. Yo también tenía grandes deseos de conocer…, de conocerles a todos ustedes.
– Pues da la casualidad de que ahora mismo están aquí, en el cine, varios concejales de nuestra ciudad, que han lamentado mucho no poder darle la bienvenida esta mañana. -Escrutó la oscuridad-. Si pudiera saber dónde se han sentado… Me gustaría presentarle a un par de ellos. -Volviéndose en su butaca, estiró el cuello para mirar hacia filas de atrás-. Por desgracia no consigo ver a ninguno…
– Me encantará conocer a sus colegas, por supuesto. Pero ahora ya es tarde, y además están viendo la película. Será mejor dejarlo para otro momento. Seguro que habrá más ocasiones.