A través de las ventanas veía ahora la gran pradera de césped del exterior, y el sol alzándose a lo lejos sobre las hileras de árboles.
– ¿Y qué será ahora del señor Brodsky? -pregunté.
– ¿Del señor Brodsky? Oh, volverá a ser lo que siempre ha sido aquí. Acabará sus días como el borracho del municipio, supongo. No van a dejarle ser otra cosa; no después de esta noche. Como digo, lo han llevado a la clínica de St. Nicholas. Yo he crecido aquí, señor Ryder, y en muchos aspectos sigo amando esta ciudad. Pero ahora deseo tanto marcharme…
– Quizá debería tratar de decir algo. Me refiero a pronunciar unas palabras en el conservatorio. Dirigirles unas palabras sobre el señor Brodsky. Abrirles los ojos acerca de él.
Stephan consideró la idea mientras seguíamos caminando, y al cabo sacudió la cabeza.
– No merece la pena, señor Ryder.
– Debo admitir que a mí tampoco me seduce mucho la idea. Pero nunca se sabe. Quizá unas palabras mías…
– No lo creo, señor Ryder. Ahora ni siquiera le escucharían. No después de este concierto del señor Brodsky. Les ha recordado todo aquello que temen. Además, en el conservatorio no hay ningún micrófono; ni siquiera un estrado desde el que hablar. No es posible hacerse oír con todo ese ruido. ¿Sabe?, es un sitio muy grande, casi tan grande como la propia sala de conciertos. De extremo a extremo debe de haber…, bueno, si vas de una punta a otra en diagonal, apartando las mesas y los invitados que te puedas encontrar en el camino…, puede haber como mínimo unos cincuenta metros. Es un sitio bastante grande, ya lo verá. Si yo fuera usted, señor Ryder, me relajaría y disfrutaría del desayuno. A fin de cuentas, puede pensar en Helsinki…
El conservatorio, en efecto, era muy grande, y en aquel momento el sol de la mañana entraba a raudales. La gente charlaba alegremente aquí y allá, sentada a las mesas o de pie en pequeños grupos. Vi que unos tomaban café y zumo de frutas, y otros comían en platos o boles, y al abrirnos paso entre la gente me llegó un aroma de panecillos recién hechos, de pastel de pescado, de bacon… Los camareros iban de un lado para otro con platos y jarras de café. A mi alrededor los invitados se saludaban con grandes muestras de alegría, y me chocó que aquel ambiente se asemejara tanto al de un reencuentro entre viejos camaradas. Y sin embargo eran gentes que se veían diariamente. Era evidente que los acontecimientos de la velada les habían hecho verse a sí mismos y a su comunidad de un modo profundo y nuevo, y que el resultado, de algún modo, había sido aquel talante de celebración.
Comprendí que Stephan tenía razón. No tenía ningún sentido tratar de dirigirles unas palabras, y menos aún pedirles que regresaran al auditórium para escuchar mi recital. De pronto me sentí cansado y extremadamente hambriento, y decidí sentarme y tomar el desayuno. Cuando miré a mi alrededor, sin embargo, no pude ver ninguna mesa libre. Al volverme, además, vi que Stephan ya no estaba a mi lado: se había quedado hablando con los integrantes de una mesa que acababa de dejar a mi espalda. Vi que lo saludaban con calor, quizá esperando que me presentara al grupo. Pero él pareció enfrascarse en la conversación, y al poco adoptó los alegres modos del grupo.
Decidí, pues, dejarle allí, y seguí andando entre los invitados. Pensé que tarde o temprano algún camarero me vería y se apresuraría a traerme un plato y una taza de café, y quizá me buscaría una mesa. Pero, aunque vi venir hacia mí a un camarero varias veces, invariablemente pasaba de largo y se acercaba a servir a otras personas.
Luego, al cabo de un rato, caí en la cuenta de que me hallaba muy cerca de la entrada principal del conservatorio. Alguien la había abierto de par en par, y vi que había muchos invitados en el césped. Salí yo también, y me sorprendió mucho la frialdad del aire. Pero la gente, también aquí, charlaba en grupos, de pie, mientras tomaba café o comía algo. Algunos se habían vuelto para recibir el sol de cara, mientras otros deambulaban por el césped para estirar las piernas. Un grupo, incluso, se había sentado sobre la hierba húmeda, con los platos y las jarras de café a su alrededor, como en una merienda campestre.
Vi un carrito sobre el césped, no lejos de donde yo estaba, y a un camarero inclinado sobre él, muy atareado. Cada vez estaba más hambriento, así que me acerqué a él y me disponía a darle un golpecito en el hombro cuando el hombre se volvió de pronto y pasó apresuradamente por mi lado con tres grandes platos -pude ver huevos revueltos, salchichas, champiñones, tomates- en los brazos. Me quedé mirando cómo se alejaba con paso vivo, y decidí no moverme del carrito hasta que volviera.
Mientras esperaba, observé la escena que se ofrecía ante mis ojos, y comprendí cuán ocioso había sido dudar de mi capacidad para hacer frente a las exigencias que me había planteado la ciudad. Como de costumbre, mi experiencia y mi olfato habían sido más que suficientes para permitirme salir airoso. Sentía, por supuesto, cierta decepción en relación con la velada, pero, después de pensar en ello con detenimiento, pude ver lo inapropiado de mi desencanto. Después de todo, si una comunidad puede alcanzar cierto grado de equilibrio sin necesidad de ser guiada por un forastero, tanto mejor…
Cuando después de esperar varios minutos vi que el camarero no volvía -seguía mortificado por los aromas que ascendían de las marmitas calientes del carrito-, decidí que no había razón alguna para que no pudiera servirme yo mismo. Había cogido ya un plato y me agachaba hacia las bandejas inferiores del carrito en busca de unos cubiertos cuando vi, por el rabillo del ojo, unas figuras a mi espalda. Me volví y vi a los mozos de hotel.
Según me pareció ver, todos cuantos habían estado junto al lecho de Gustav -aproximadamente una docena-, se hallaban en aquel momento frente a mí. Al volverme, algunos de ellos bajaron la mirada, pero otros me seguían mirando fija, intensamente.
– Dios mío -dije, tratando de ocultar que me habían sorprendido cuando estaba a punto de servirme el desayuno-. Dios mío, ¿qué ha pasado? Como es natural, tenía intención de ir a ver cómo seguía Gustav, pero he supuesto que lo habían llevado al hopital. Es decir, que estaba en buenas manos. Pero pensaba ir a verle en cuanto…
Callé al ver la expresión de dolor en sus semblantes.
El maletero barbudo dio un paso hacia adelante y tosió con embarazo.
– Ha muerto hace media hora, señor. Había tenido problemas esporádicos a lo largo de los años, pero se mantenía en buena forma, y ha sido muy inesperado para nosotros. Muy inesperado.
– Lo siento muchísimo -dije. Lo sentía de veras-. Lo siento muchísimo. Les agradezco mucho que se hayan molestado en venir a decírmelo personalmente. A todos ustedes. Como saben, sólo lo conocía de unos días, pero había sido muy amable conmigo, ayudándome con las maletas y demás…
Vi que los colegas del hombre barbudo no dejaban de mirarle con insistencia, como instándole a decir algo. Y el hombre barbudo inspiró profundamente.
– Claro, señor Ryder -dijo al fin-. Hemos venido a decírselo porque sabíamos que querría usted enterarse cuanto antes. Pero también… -Bajó la mirada-. Pero también…, verá, señor, antes de morir, Gustav quería saber si usted…, quería saber si usted había pronunciado ya su discurso. O sea, el pequeño discurso que iba usted a pronunciar en nuestro favor, señor… Gustav, hasta el final, no hacía más que preguntarlo.
Ahora todos los maleteros habían bajado la mirada y esperaban en silencio mi respuesta.
– Ah -dije-. ¿Así que no saben lo que ha ocurrido en el auditórium…?
– Hemos estado con Gustav hasta ahora, señor -dijo el maletero barbudo-. Acaban de llevárselo hace un momento. Debe disculparnos, señor Ryder. Ha sido muy descortés de nuestra parte no haber estado presentes mientras pronunciaba su discurso, sobre todo si ha tenido la amabilidad de acordarse de su promesa y…
– Miren -le interrumpí con suavidad-. Hay muchas cosas que no han salido como estaban planeadas. Me sorprende que no hayan oído lo que ha pasado; pero, claro, dadas las circunstancias… -Hice una pausa, y luego, tomando aliento, dije con voz más firme-: Lo siento, pero lo cierto es que hay muchas cosas, no sólo el pequeño discurso en favor de ustedes que tenía preparado, que no han salido según lo planeado.
– Así que me está diciendo, señor… -El mozo barbudo dejó la frase en suspenso, y bajó la cabeza con expresión decepcionada. Los otros maleteros, que habían estado mirándome con fijeza, fueron bajando, uno a uno, la mirada. Y al cabo uno de ellos, desde el fondo del grupo, me espetó en un tono casi iracundo:
– Gustav no ha parado de preguntarlo. Hasta el final. No ha parado de preguntarlo: «¿Se sabe algo ya del señor Ryder?» Hasta el último suspiro…
Varios de sus colegas se apresuraron a calmarle, y luego siguió un largo silencio. Finalmente, el maletero barbudo, sin dejar de mirar hacia la hierba, dijo:
– No importa. Seguiremos intentándolo, igual que siempre. De hecho lo intentaremos con más empeño que nunca. No vamos a fallarle a Gustav. Él siempre fue nuestro guía, y nada va a cambiar ahora que se ha ido. Tenemos una ardua y difícil lucha por delante, siempre la hemos tenido, lo sabemos, y no va a ser menos dura de ahora en adelante. Pero no vamos a bajar la guardia, no vamos a ceder un ápice. Recordaremos a Gustav y seguiremos en la brecha. Por supuesto, su pequeño discurso, señor, si hubiera podido pronunciarlo, habría sido…, nos habría ayudado mucho, no hay duda. Pero, claro, si llegado el momento no le ha parecido oportuno…
– Escuche -dije, empezando a impacientarme-. Sabrán muy pronto lo que ha sucedido. La verdad es que me sorprende que no se hayan preocupado por estar más al tanto de los asuntos de mayor trascendencia de su comunidad. Es más: parecen no tener ni idea de la clase de vida que me veo obligado a llevar. De las grandes responsabilidades a las que debo hacer frente. Ahora mismo, mientras estoy aquí hablando con ustedes, he de pensar en mi próximo compromiso en Helsinki. Si las cosas no les han salido como esperaban, lo siento mucho. Pero no tienen ningún derecho a venir a importunarme de este modo…
Las palabras se apagaron en mis labios. A mi derecha, a lo lejos, había un sendero que partía de la sala de conciertos y se internaba en el bosque cercano. Llevaba ya cierto tiempo viendo cómo una columna de personas subía por él y se perdía entre los árboles. De vuelta a casa -me dije- para descansar un par de horas antes de dar comienzo a la jornada. De pronto divisé a Sophie y a Boris, que, mezclados entre la gente, subían con paso resuelto por el sendero. El chico había vuelto a rodear con el brazo -en ademán protector- el hombro de su madre, pero por lo demás nada hacía sospechar el dolor que sin duda les embargaba por su reciente pérdida. Traté de ver la expresión de sus caras, pero estaban demasiado lejos, e instantes después también ellos se perdieron entre los árboles.