– Puede ser que de tu lado signifique eso.
– Por favor -dijo Traveler, dando un paso adelante-. ¿No te das cuenta de que es una pesadilla? Van a creer que estás loco de veras, van a creer que realmente yo quería matarte.
Oliveira se echó un poco más hacia fuera, y Traveler se detuvo a la altura de la segunda línea de palanganas acuosas. Aunque había hecho volar dos rulemanes de una patada, no siguió avanzando. Entre los alaridos de la Cuca y Talita, Oliveira se enderezó lentamente y les hizo una seña tranquilizadora. Como vencido, Traveler arrimó un poco la silla y se sentó. Volvían a golpear la puerta, menos fuerte que antes.
– No te rompás más la cabeza -dijo Oliveira-. ¿Por qué le buscás explicaciones, viejo? La única diferencia real entre vos y yo en este momento es que yo estoy solo. Por eso lo mejor es que bajes a reunirte con los tuyos, y seguimos hablando por la ventana como bueno amigos. A eso de las ocho me pienso mandar mudar, Gekrepten quedó en esperarme con tortas fritas y mate.
– No estás solo, Horacio. Quisieras estar solo por pura vanidad, por hacerte el Maldoror porteño. ¿Hablabas de un doppelgänger, no? Ya ves que alguien te sigue, que alguien es como vos aunque esté del otro lado de tus condenados piolines.
– Es una lástima -dijo Oliveira- que te hagas una idea tan pacata de la vanidad. Ahí está el asunto, hacerte una idea de cualquier cosa, cueste lo que cueste. ¿No sos capaz de intuir un solo segundo que esto puede no ser así?
– Ponele que lo piense. Lo mismo estás hamacándote al lado de la ventana abierta.
– Si realmente sospecharas que esto puede no ser así, si realmente llegaras al corazón del alcaucil… Nadie te pide que niegues lo que estás viendo, pero si solamente fueras capaz de empujar un poquito, comprendés, con la punta del dedo…
– Si fuera tan fácil -dijo Traveler-, si no hubiera más que colgar piolines idiotas… No digo que no hayas dado tu empujón, pero mirá los resultados.
– ¿Qué tienen de malo, che? Por lo menos estamos con la ventana abierta y respiramos este amanecer fabuloso, sentí el fresco que sube a esta hora. Y abajo todo el mundo se pasea por el patio, es extraordinario, están haciendo ejercicio sin saberlo. La Cuca, fijate un poco, y el Dire, esa especie de marmota pegajosa. Y tu mujer que es la haraganería misma. Por tu parte no me vas a negar que nunca estuviste tan despierto como ahora. Y cuando digo despierto me entendés, ¿verdad?
– Me pregunto si no será al revés, viejo.
– Oh, esas son las soluciones fáciles, cuentos fantásticos para antologías. Si fueras capaz de ver la cosa por el otro lado a lo mejor ya no te querrías mover de ahí. Si te salieras del territorio, digamos de la casilla una a la dos, o de la dos a la tres… Es tan difícil, doppelgänger, yo me he pasado toda la noche tirando puchos y sin embocar más que la casilla ocho. Todos quisiéramos el reino milenario, una especie de Arcadia donde a lo mejor se sería mucho más desdichado que aquí, porque no se trata de felicidad, doppelgänger, pero donde no habría más ese inmundo juego de sustituciones que nos ocupa cincuenta o sesenta años, y donde nos daríamos de verdad la mano en vez de repetir el gesto del miedo y querer saber si el otro lleva un cuchillo escondido entre los dedos. Hablando de sustituciones, nada me extrañaría que vos y yo fuéramos el mismo, uno de cada lado. Como decís que soy un vanidoso, parece que me he elegido el lado más favorable, pero quién sabe, Manú. Una sola cosa sé y es que de tu lado ya no puedo estar, todo se me rompe entre las manos, hago cada barbaridad que es para volverse loco suponiendo que fuera tan fácil. Pero vos que estás en armonía con el territorio no querés entender este ir y venir, doy un empujón y me pasa algo, entonces cinco mil años de genes echados a peder me tiran para atrás y recaigo en el territorio, chapaleo dos semanas, dos años, quince años… Un día meto un dedo en la costumbre y es increíble cómo el dedo se hunde en la costumbre y asoma por el otro lado, parece que voy a llegar por fin a la última casilla y de golpe una mujer se ahoga, ponele, o me da un ataque, un ataque de piedad al divino botón, porque eso de la piedad… ¿Te hablé de las sustituciones, no? Qué inmundicia, Manú. Consulta a Dostoievski para eso de las sustituciones. En fin, cinco mil años me tiran otra vez para atrás y hay que volver a empezar. Por eso siento que sos mi doppelgänger, porque todo el tiempo estoy yendo y viniendo de tu territorio al mío, si es que llego al mío, y en esos pasajes lastimosos me parece que vos sos mi forma que se queda ahí mirándome con lástima, sos los cinco mil años de hombre amontonados en un metro setenta, mirando a ese payaso que quiere salirse de su casilla. He dicho.
– Déjense de joder -les gritó Traveler a los que golpeaban otra vez la puerta-. Che, en este loquero no se puede hablar tranquilo.
– Sos grande, hermano -dijo Oliveira conmovido.
– De todas maneras -dijo Traveler acercando un poco la silla- no me vas a negar que esta vez se te está yendo la mano. Las transustanciaciones y otras yerbas están muy bien pero tu chiste nos va a costar el empleo a todos, y yo lo siento sobre todo por Talita. Vos podrás hablar todo lo que quieras de la Maga, pero a mi mujer le doy de comer yo.
– Tenés mucha razón -dijo Oliveira-. Uno se olvida de que está empleado y esas cosas. ¿Querés que le hable a Ferraguto? Ahí está al lado de la fuente. Disculpame, Manú, yo no quisiera que la Maga y vos…
– ¿Ahora es a propósito que le llamás la Maga? No mientas, Horacio.
– Yo sé que es Talita, pero hace un rato era la Maga. Es las dos, como nosotros.
– Eso se llama locura -dijo Traveler.
– Todo se llama de alguna manera, vos elegís y dale que va. Si me permitís voy a atender un poco a los de afuera, porque están que no dan más.
– Me voy -dijo Traveler, levantándose.
– Es mejor -dijo Oliveira-. Es mucho mejor que te vayas y desde aquí yo hablo con vos y con los otros. Es mucho mejor que te vayas y que no dobles las rodillas como lo estás haciendo, porque yo te voy a explicar exactamente lo que va a suceder, vos que adorás las explicaciones como todo hijo de los cinco mil años. Apenas me saltés encima llevado por tu amistad y tu diagnóstico, yo me voy a hacer a un lado, porque no sé si te acordás de cuando practicaba judo con los muchachos de la calle Anchorena, y el resultado es que vas a seguir viaje por esta ventana y te vas a hacer moco en la casilla cuatro, y eso si tenés suerte porque lo más probable es que no pases de la dos.
Traveler lo miraba, y Oliveira vio que se le llenaban los ojos de lágrimas. Le hizo un gesto como si le acariciara el pelo desde lejos.
Traveler esperó todavía un segundo, y después fue a la puerta y la abrió. Apenas quiso entrar Remorino (detrás se veía a otros dos enfermeros) lo agarró por los hombros y lo echó atrás.
– Déjenlo tranquilo -mandó-. Va a estar bien dentro de un rato. Hay que dejarlo solo, qué tanto joder.
Prescindiendo del diálogo rápidamente ascendido a tetrálogo, exálogo y dodecálogo, Oliveira cerró los ojos y pensó que todo estaba tan bien así, que realmente Traveler era su hermano. Oyó el golpe de la puerta al cerrarse, las voces que se alejaban. La puerta se volvió a abrir coincidiendo con sus párpados que trabajosamente se levantaban.
– Metele la falleba -dijo Traveler-. No les tengo mucha confianza.
– Gracias -dijo Oliveira-. Bajá al patio, Talita está muy afligida.
Pasó por debajo de los pocos piolines sobrevivientes y corrió la falleba. Antes de volverse a la ventana metió la cara en el agua del lavatorio y bebió como un animal, tragando y lamiendo y resoplando. Abajo se oían las órdenes de Remorino que mandaba a los enfermos a sus cuartos. Cuando volvió a asomarse, fresco y tranquilo, vio que Traveler estaba al lado de Talita y que le había pasado el brazo por la cintura. Después de lo que acababa de hacer Traveler, todo era como un maravilloso sentimiento de conciliación y no se podía violar esa armonía insensata pero vívida y presente, ya no se la podía falsear, en el fondo Traveler era lo que él hubiera debido ser con un poco menos de maldita imaginación, era el hombre del territorio, el incurable error de la especie descaminada, pero cuánta hermosura en el error y en los cinco mil años de territorio falso y precario, cuánta hermosura en esos ojos que se habían llenado de lágrimas y en esa voz que le había aconsejado: «Metele la falleba, no les tengo mucha confianza», cuánto amor en ese brazo que apretaba la cintura de una mujer. «A lo mejor», pensó Oliveira mientras respondía a los gestos amistosos del doctor Ovejero y de Ferraguto (un poco menos amistoso), «la única manera posible de escapar del territorio era metiéndose en él hasta las cachas». Sabía que apenas insinuara eso (una vez más, eso) iba a entrever la imagen de un hombre llevando del brazo a una vieja por unas calles lluviosas y heladas. «Andá a saber», se dijo. «Andá a saber si no me habré quedado al borde, y a lo mejor había un pasaje. Manú lo hubiera encontrado, seguro, pero lo idiota es que Manú no lo buscará nunca y yo, en cambio…»