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A las cuatro menos diez Oliveira se enderezó, moviendo los hombros para desentumecerse, y fue a sentarse en el antepecho de la ventana. Le hacía gracia pensar que si hubiera tenido la suerte de volverse loco esa noche, la liquidación del territorio Traveler hubiera sido absoluta. Solución en nada de acuerdo con su soberbia y su intención de resistir a cualquier forma de entrega. De todas maneras, imaginarse a Ferraguto inscribiéndolo en el registro de pacientes, poniéndole un número en la puerta y un ojo mágico para espiarlo de noche… Y Talita preparándole sellos en la farmacia, pasando por el patio con mucho cuidado para no pisar la rayuela. Sin hablar de Manú, el pobre, terriblemente desconsolado de su torpeza y su absurda tentativa. Dando la espalda al patio, hamacándose peligrosamente en el antepecho de la ventana, Oliveira sintió que el miedo empezaba a irse, y que eso era malo. No sacaba los ojos de la raya de luz, pero a cada respiración le entraba un contento por fin sin palabras, sin nada que ver con el territorio, y la alegría era precisamente eso, sentir cómo iba cediendo el territorio. No importaba hasta cuándo, con cada inspiración el aire caliente del mundo se reconciliaba con él como ya había ocurrido una que otra vez en su vida. Ni siquiera le hacía falta fumar, por unos minutos había hecho la paz consigo mismo y eso equivalía a abolir el territorio, a vencer sin batalla y a querer dormirse por fin en el despertar, en ese filo donde la vigilia y el sueño mezclaban las primeras aguas y descubrían que no había aguas diferentes; pero eso era malo, naturalmente, naturalmente todo eso tenía que verse interrumpido por la brusca interposición de dos sectores negros a media distancia de la raya de luz violácea, y un arañar prolijito en la puerta. «Vos te la buscaste», pensó Oliveira resbalando hasta pegarse al escritorio. «La verdad es que si hubiera seguido un momento más así me caigo de cabeza en la rayuela. Entrá de una vez, Manú, total no existís o no existo yo, o somos tan imbéciles que creemos en esto y nos vamos a matar, hermano, esta vez es la vencida, no hay tu tía.»

– Entrá nomás- repitió en voz alta, pero la puerta no se abrió. Seguían arañando suave, a lo mejor era pura coincidencia que abajo hubiera alguien al lado de la fuente, una mujer de espaldas, con el pelo largo y los brazos caídos, absorta en la contemplación del chorrito de agua. A esa hora y con esa oscuridad lo mismo hubiera podido ser la Maga que Talita o cualquiera de las locas, hasta Pola si uno se ponía a pensarlo. Nada le impedía mirar a la mujer de espaldas puesto que si Traveler se decidía a entrar las defensas funcionarían automáticamente y habría tiempo de sobra para dejar de mirar el patio y hacerle frente. De todas maneras era bastante raro que Traveler siguiera arañando la puerta como para cerciorarse de si él estaba durmiendo (no podía ser Pola, porque Pola tenía el cuello más corto y las caderas más definidas), a menos que también por su parte hubiera puesto en pie un sistema especial de ataque (podían ser la Maga o Talita, se parecían tanto y mucho más de noche y desde un segundo piso) destinado a-sacarlo-de-sus-casillas (por lo menos de la una hasta la ocho, no llegaría jamás al Cielo, no entraría jamás en su kibbutz) «Qué esperás, Manú», pensó Oliveira. «De qué nos sirve todo esto.» Era Talita, por supuesto, que ahora miraba hacia arriba y se quedaba de nuevo inmóvil cuando él sacó el brazo desnudo por la ventana y lo movió cansadamente de un lado a otro.

– Acercate, Maga -dijo Oliveira-. Desde aquí sos tan parecida que se te puede cambiar el nombre.

– Cerrá esa ventana, Horacio -pidió Talita.

– Imposible, hace un calor tremendo y tu marido está ahí arañando la puerta que da miedo. Es lo que llaman un conjunto de circunstancias enojosas. Pero no te preocupés, agarrá una piedrita y ensayá de nuevo, quién te dice que es una…

El cajón, el cenicero y la silla se estrellaron al mismo tiempo en el suelo. Agachándose un poco, Oliveira miró enceguecido el rectángulo violeta que reemplazaba la puerta, la mancha negra moviéndose, oyó la maldición de Traveler. El ruido debía haber despertado a medio mundo.

– Mirá que sos infeliz -dijo Traveler, inmóvil en la puerta-, ¿Pero vos querés que el Dire nos raje a todos?

– Me está sermoneando -le informó Oliveira a Talita-. Siempre fue como un padre para mí.

– Cerrá la ventana, por favor -dijo Talita.

– No hay nada más necesario que una ventana abierta -dijo Oliveira-. Oílo a tu marido, se nota que metió un pie en el agua. Seguro que tiene la cara llena de piolines, no sabe qué hacer.

– La puta que te parió -decía Traveler manoteando en la oscuridad y sacándose piolines por todas partes-. Encendé la luz, carajo.

– Todavía no se fue al suelo -informó Oliveira-. Me están fallando los rulemanes.

– ¡No te asomés así! -gritó Talita, levantando los brazos. De espaldas a la ventana, con la cabeza ladeada para verla y hablarle, Oliveira se inclinaba cada vez más hacia atrás. La Cuca Ferraguto salía corriendo al patio, y sólo en ese momento Oliveira se dio cuenta de que ya no era de noche, la bata de la Cuca tenía el mismo color de las piedras del patio, de las paredes de la farmacia. Consintiéndose un reconocimiento del frente de guerra, miró hacia la oscuridad y se percató de que a pesar de sus dificultades ofensivas, Traveler había optado por cerrar la puerta. Oyó, entre maldiciones, el ruido de la falleba.

– Así me gusta, che -dijo Oliveira-. Solitos en el ring como dos hombres.

– Me cago en tu alma -dijo Traveler enfurecido-. Tengo una zapatilla hecha sopa, y es lo que más asco me da en el mundo. Por lo menos encendé la luz, no se ve nada.

– La sorpresa de Cancha Rayada fue algo por el estilo -dijo Oliveira-. Comprenderás que no voy a sacrificar las ventajas de mi posición. Gracias que te contesto, porque ni eso debería. Yo también he ido al Tiro Federal, hermano.

Oyó respirar pesadamente a Traveler. Afuera se golpeaban puertas, la voz de Ferraguto se mezclaba con otras preguntas y respuestas. La silueta de Traveler se volvía cada vez más visible; todo sacaba número y se ponía en su lugar, cinco palanganas, tres escupideras, decenas de rulemanes. Ya casi podían mirarse en esa luz que era como la paloma entre las manos de loco.

– En fin -dijo Traveler levantando la silla caída y sentándose sin ganas-. Si me pudieras explicar un poco este quilombo.

– Va a ser más bien difícil, che. Hablar, vos sabés…

– Vos para hablar te buscás unos momentos que son para no creerlo -dijo Traveler rabioso-. Cuando no estamos a caballo en dos tablones con cuarenta y cinco a la sombra, me agarrás con un pie en el agua y esos piolines asquerosos.

– Pero siempre en posiciones simétricas -dijo Oliveira-. Como dos mellizos que juegan en un sube y baja, o simplemente como cualquiera delante del espejo. ¿No te llama la atención, doppelgänger?

Sin contestar Traveler sacó un cigarrillo del bolsillo del piyama y lo encendió, mientras Oliveira sacaba otro y lo encendía casi al mismo tiempo. Se miraron y se pusieron a reír.

– Estás completamente chiflado -dijo Traveler-. Esta vez no hay vuelta que darle. Mirá que imaginarte que yo…

– Dejá la palabra imaginación en paz -dijo Oliveira-. Limitate a observar que tomé mis precauciones, pero que vos viniste. No otro. Vos. A las cuatro de la mañana.

– Talita me dijo, y me pareció… ¿Pero vos realmente creés…?

– A lo mejor en el fondo es necesario, Manú. Vos pensás que te levantaste para venir a calmarme, a darme seguridades. Si yo hubiese estado durmiendo habrías entrado sin inconveniente, como cualquiera que se acerca al espejo sin dificultades, claro, se acerca tranquilamente al espejo con la brocha en la mano, y ponele que en vez de la brocha fuera eso que tenés ahí en el piyama…

– Lo llevo siempre, che -dijo Traveler indignado-. ¿O te creés que estamos en un jardín de infantes, aquí? Si vos andás desarmado es porque sos un inconsciente.

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