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– Te estás insolando -dijo Traveler, encendiendo un cigarrillo-. Y ya te he dicho que no me llames Manú.

– No tengo fuerza -dijo Talita-. La soga es áspera, se agarra en ella misma.

– La ambivalencia de la soga -dijo Oliveira-. Su función natural saboteada por una misteriosa tendencia a la neutralización. Creo que a eso le llaman la entropía.

– Está bastante bien ajustado -dijo Talita-. ¿Le doy otra vuelta? Total hay un pedazo que cuelga.

– Sí, arrollala bien -dijo Traveler-. Me revientan las cosas que sobran y que cuelgan; es diabólico.

– Un perfeccionista -dijo Oliveira-. Ahora pasate a mi tablón para probar el puente.

Tengo miedo -dijo Talita-. Tu tablón parece menos sólido que el nuestro.

– ¿Qué? -dijo Oliveira ofendido-. ¿Pero vos no te das cuenta que es un tablón de puro cedro? No vas a comparar con esa porquería de pino. Pasate tranquila al mío, nomás.

– ¿Vos qué decís, Manú? -preguntó Talita, dándose vuelta.

Traveler, que iba a contestar, miró el punto donde se tocaban los dos tablones y la soga mal ajustada. A caballo sobre su tablón, sentía que le vibraba entre las piernas de una manera entre agradable y desagradable. Talita no tenía más que apoyarse sobre las manos, tomar un ligero impulso y entrar en la zona del tablón de Oliveira. Por supuesto el puente resistiría; estaba muy bien hecho.

– Mirá, esperá un momento -dijo Traveler, dubitativo-. ¿No le podés alcanzar el paquete desde ahí?

– Claro que no puede -dijo Oliveira, sorprendido-. ¿Qué idea se te ocurre? Estás estropeando todo.

– Lo que se dice alcanzárselo, no puedo -admitió Talita-. Pero se lo puedo tirar, desde aquí es lo más fácil del mundo.

– Tirar -dijo Oliveira, resentido-. Tanto lío y al final hablan de tirarme el paquete.

– Si vos sacás el brazo estás a menos de cuarenta centímetros del paquete -dijo Traveler-. No hay necesidad de que Talita vaya hasta allá. Te tira el paquete y chau.

– Va a errar el tiro, como todas las mujeres -dijo Oliveira- y la yerba se va a desparramar en los adoquines, para no hablar de los clavos.

– Podés estar tranquilo -dijo Talita, sacando presurosa el paquete-. Aunque no te caiga en la mano lo mismo va a entrar por la ventana.

– Sí, y se va a reventar en el piso, que está sucio, y yo voy a tomar un mate asqueroso lleno de pelusas -dijo Oliveira.

– No le hagás caso -dijo Traveler-. Tirale nomás el paquete, y volvé.

Talita se dio vuelta y lo miró, dudando de que hablara en serio. Traveler la estaba mirando de una manera que conocía muy bien, y Talita sintió como una caricia que le corría por la espalda. Apretó con fuerza el paquete, calculó la distancia.

Oliveira había bajado los brazos y parecía indiferente a lo que Talita hiciera o no hiciera. Por encima de Talita miraba fijamente a Traveler, que lo miraba fijamente: «Estos dos han tendido otro puente entre ellos», pensó Talita. «Si me cayera a la calle ni se darían cuenta.» Miró los adoquines, vio a la chica de los mandados que la contemplaba con la boca abierta; dos cuadras más allá venía caminando una mujer que debía ser Gekrepten. Talita esperó, con el paquete apoyado en el puente.

– Ahí está -dijo Oliveira-. Tenía que suceder, a vos no te cambia nadie. Llegás al borde de las cosas y uno piensa que por fin vas a entender, pero es inútil, che, empezás a darles la vuelta, a leerles las etiquetas. Te quedás en el prospecto, pibe.

– ¿Y qué? -dijo Traveler-. ¿Por qué te tengo que hacer el juego, hermano?

– Los juegos se hacen solos, sos vos el que mete un palito para frenar la rueda.

– La rueda que vos fabricaste, si vamos a eso.

– No creo -dijo Oliveira-. Yo no hice más que suscitar las circunstancias, como dicen los entendidos. El juego había que jugarlo limpio.

– Frase de perdedor, viejito.

– Es fácil perder si el otro te carga -la taba.

– Sos grande -dijo Traveler-. Puro sentimiento gaucho. Talita sabía que de alguna manera estaban hablando de ella, y seguía mirando a la chica de los mandados inmóvil en la silla con la boca abierta. «Daría cualquier cosa por no oírlos discutir», pensó Talita. «Hablen de lo que hablen, en el fondo es siempre de mí, pero tampoco es eso, aunque es casi eso.» Se le ocurrió que sería divertido soltar el paquete de manera que le cayera en la boca a la chica de los mandados. Pero no le hacía gracia, sentía el otro puente por encima, las palabras yendo y viniendo, las risas, los silencios calientes.

«Es como un juicio», pensó Talita. «Como una ceremonia.»

Reconoció a Gekrepten que llegaba a la otra esquina y empezaba a mirar hacia arriba. «¿Quién te juzga?», acababa de decir Oliveira. Pero no era a Traveler sino a ella que estaban juzgando. Un sentimiento, algo pegajoso como el sol en la nuca y en las piernas. Le iba a dar un ataque de insolación, a lo mejor eso sería la sentencia. «No creo que seas nadie para juzgarme», había dicho Manú. Pero no era a Manú sino a ella que estaban juzgando. Y a través de ella, vaya a saber qué, mientras la estúpida de Gekrepten revoleaba el brazo izquierdo y le hacía señas como si ella, por ejemplo, estuviera a punto de tener un ataque de insolación y fuera a caerse a la calle, condenada sin remedio.

– ¿Por qué te balanceás así? -dijo Traveler, sujetando su tablón con las dos manos-. Che, lo estás haciendo vibrar demasiado. A ver si nos vamos todos al diablo.

No me muevo -dijo miserablemente Talita-. Yo solamente quisiera tirarle el paquete y entrar otra vez en casa.

– Te está dando todo el sol en la cabeza, pobre -dijo Traveler- Realmente es una barbaridad, che.

– La culpa es tuya -dijo Oliveira rabioso-. No hay nadie en la Argentina capaz de armar quilombos como vos.

– La tenés conmigo -dijo Traveler objetivamente-. Apurate, Talita. Rajale el paquete por la cara y que nos deje de joder de una buena vez.

– Es un poco tarde -dijo Talita-. Ya no estoy tan segura de embocar la ventana.

– Te lo dije -murmuró Oliveira que murmuraba muy poco y sólo cuando estaba al borde de alguna barbaridad-. Ahí viene Gekrepten llena de paquetes. Éramos pocos y parió la abuela.

– Tirale la yerba de cualquier manera -dijo Traveler, impaciente-. Vos no te aflijas si sale desviado.

Talita inclinó la cabeza y el pelo le chorreó por la frente, hasta la boca. Tenía que parpadear continuamente porque el sudor le entraba en los ojos. Sentía la lengua llena de sal y de algo que debían ser chispazos, astros diminutos corriendo y chocando con las encías y el paladar.

– Esperá -dijo Traveler.

– ¿Me lo decís a mí? -preguntó Oliveira.

– No. Esperá, Talita. Tenete bien fuerte que te voy a alcanzar un sombrero.

– No te salgas del tablón -pidió Talita-. Me voy a caer a la calle.

– La enciclopedia y la cómoda lo sostienen perfectamente. Vos no te movás, que vuelvo en seguida.

Los tablones se inclinaron un poco hacia abajo, y Talita se agarró desesperadamente. Oliveira silbó con todas sus fuerzas como para detener a Traveler, pero ya no había nadie en la ventana.

– Qué animal -dijo Oliveira-. No te muevas, no respires siquiera. Es una cuestión de vida o muerte, creeme.

– Me doy cuenta -dijo Talita, con un hilo de voz-. Siempre ha sido así.

– Y para colmo Gekrepten está subiendo la escalera. Lo que nos va a escorchar, madre mía. No te muevas.

– No me muevo -dijo Talita-. Pero parecería que…

– Sí, pero apenas -dijo Oliveira-. Vos no te movás, es lo único que se puede hacer.

«Ya me han juzgado», pensó Talita. «Ahora no tengo más que caerme y ellos seguirán con el circo, con la vida.»

– ¿Por qué llorás? -dijo Oliveira, interesado.

– Yo no lloro -dijo Talita-. Estoy sudando, solamente.

– Mirá -dijo Oliveira resentido-, yo seré muy bruto pero nunca me ha ocurrido confundir las lágrimas con la transpiración. Es completamente distinto.

– Yo no lloro -dijo Talita-. Casi nunca lloro, te juro. Lloran las gentes como Gekrepten, que está subiendo por la escalera llena de paquetes. Yo soy como el ave cisne, que canta cuando se muere -dijo Talita-. Estaba en un disco de Gardel.

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