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– No te voy a decir que el circo no me lleve tiempo -dijo Traveler- pero siempre queda un rato para abrocharse una estrella en la frente. Esta frase de la estrella me sale siempre que hablo del circo, por pura contaminación. ¿De dónde la habré sacado? ¿Vos tenés alguna idea, Talita? -No -dijo Talita, probando la solidez del tablón-. Probablemente de alguna novela portorriqueña.

– Lo que más me molesta es que en el fondo yo sé dónde he leído eso.

– ¿Algún clásico? -insinuó Oliveira.

– Ya no me acuerdo de qué trataba -dijo Traveler pero era un libro inolvidable.

– Se nota -dijo Oliveira.

– El tablón nuestro está perfecto -dijo Talita-. Ahora que no sé cómo vas a hacer para sujetarlo al tuyo.

Oliveira acabó de desenredar la soga, la cortó en dos, y con una mitad ató el tablón al elástico de la cama. Apoyando el extremo del tablón en el borde de la ventana, corrió la cama y el tablón empezó a hacer palanca en el antepecho, bajando poco a poco hasta posarse sobre el de Traveler, mientras los pies de la cama subían unos cincuenta centímetros. «Lo malo es que va a seguir subiendo en cuanto alguien quiera pasar por el puente», pensó Oliveira preocupado. Se acercó al ropero y empezó a empujarlo en dirección a la cama.

– ¿No tenés bastante apoyo? -preguntó Talita, que se había sentado en el borde de su ventana, y miraba hacia la pieza de Oliveira.

– Extrememos las precauciones -dijo Oliveira- para evitar algún sensible accidente.

Empujó el ropero hasta dejarlo al lado de la cama, y lo tumbó poco a poco. Talita admiraba la fuerza de Oliveira casi tanto como la astucia y las invenciones de Traveler. «Son realmente dos gliptodontes», pensaba enternecida. Los períodos antediluvianos siempre le habían parecido refugio de sapiencia.

El ropero tomó velocidad y cayó violentamente sobre la cama, haciendo temblar el piso. Desde abajo subieron gritos, y Oliveira pensó que el turco de al lado debía estar juntando una violenta presión shamánica. Acabó de acomodar el ropero y montó a caballo en el tablón, naturalmente que del lado de adentro de la ventana.

Ahora va a resistir cualquier peso enunció-. No habrá tragedia, para desencanto de las chicas de abajo que tanto nos quieren. Para ellas nada de esto tiene sentido hasta que alguien se rompe el alma en la calle. La vida, que le dicen.

– ¿No empatillás los tablones con tu soga? -preguntó Traveler.

– Mirá -dijo Oliveira-. Vos sabés muy bien que a mí el vértigo me ha impedido escalar posiciones. El solo nombre del Everest es como si me pegaran un tirón en las verijas.

Aborrezco a mucha gente pero a nadie como al sherpa Tensing, creéme.

– Es decir que nosotros vamos a tener que sujetar los tablones -dijo Traveler.

– Viene a ser eso -concedió Oliveira, encendiendo un 43.

– Vos te das cuenta -le dijo Traveler a Talita-. Pretende que te arrastres hasta el medio del puente y ates la soga.

– ¿Yo? -dijo Talita.

– Bueno, ya lo oíste.

– Oliveira no dijo que yo tenía que arrastrarme hasta el medio del puente.

– No lo dijo pero se deduce. Aparte de que es más elegante que seas vos la que le alcance la yerba.

– No voy a saber atar la soga -dijo Talita-. Oliveira y vos saben hacer nudos, pero a mí se me desatan en seguida. Ni siquiera llegan a atarse.

– Nosotros te daremos las instrucciones -condescendió Traveler.

Talita se ajustó la salida de baño y se quitó una hebra que le colgaba de un dedo. Tenía necesidad de suspirar, pero sabía que a Traveler lo exasperaban los suspiros.

– ¿Vos realmente querés que sea yo la que le lleve la yerba a Oliveira? -dijo en voz baja.

– ¿Qué están hablando, che? -dijo Oliveira, sacando la mitad del cuerpo por la ventana y apoyando las dos manos en su tablón. La chica de los mandados había puesto una silla en la vereda y los miraba. Oliveira la saludó con una mano. «Doble fractura del tiempo y el espacio», pensó. «La pobre da por supuesto que estamos locos, y se prepara a una vertiginosa vuelta a la normalidad. Si alguien se cae la sangre la va a salpicar, eso es seguro. Y ella no sabe que la sangre la va a salpicar, no sabe que ha puesto ahí la silla para que la sangre la salpique, y no sabe que hace diez minutos le dio una crisis de tedium vitae en plena antecocina, nada más que para vehicular el traslado de la silla a la vereda. Y que el vaso de agua que bebió a las dos y veinticinco estaba tibio y repugnante para que el estómago, centro del humor vespertino, le preparara el ataque de tedium vitae que tres pastillas de leche de magnesia Phillips hubieran yugulado perfectamente; pero esto último ella no tenía que saberlo, ciertas cosas desencadenantes o yugulantes sólo pueden ser sabidas en un plano astral, por usar esa terminología inane.»

– No hablamos de nada -decía Traveler. Vos prepará la soga.

– Ya está, es una soga macanuda. Dale, Talita, yo te la alcanzo desde aquí.

Talita se puso a caballo en el tablón y avanzó unos cinco centímetros, apoyando las dos manos y levantando la grupa hasta posarla un poco más adelante.

– Esta salida de baño es muy incómoda -dijo-. Sería mejor unos pantalones tuyos o algo así.

– No vale la pena -dijo Traveler. Ponele que te caés, y me arruinás la ropa.

– Vos no te apurés -dijo Oliveira-. Un poco más y ya te puedo tirar la soga.

– Qué ancha es esta calle -dijo Talita, mirando hacia abajo-. Es mucho más ancha que cuando la mirás por la ventana.

– Las ventanas son los ojos de la ciudad -dijo Traveler- y naturalmente deforman todo lo que miran. Ahora estás en un punto de gran pureza, y quizá ves las cosas como una paloma o un caballo que no saben que tienen ojos.

– Dejate de ideas para la N.R.F. y sujetale bien el tablón -aconsejó Oliveira.

– Naturalmente a vos te revienta que cualquiera diga algo que te hubiera encantado decir antes. El tablón lo puedo sujetar perfectamente mientras pienso y hablo.

– Ya debo estar cerca del medio -dijo Talita.

– ¿Del medio? Si apenas te has despegado de la ventana. Te faltan dos metros por lo menos.

– Un poco menos -dijo Oliveira, alentándola-. Ahora nomás te tiro la soga.

– Me parece que el tablón se está doblando para abajo -dijo Talita.

– No se dobla nada -dijo Traveler, que se había puesto a caballo pero del lado de adentro-. Apenas vibra un poco.

– Además la punta descansa sobre mi tablón -dijo Oliveira-. Sería muy extraño que los dos cedieran al mismo tiempo.

– Sí, pero yo peso cincuenta y seis kilos -dijo Talita-. Y al llegar al medio voy a pesar por lo menos doscientos. Siento que el tablón baja cada vez más.

– Si bajara -dijo Traveler yo estaría con los pies en el aire, y en cambio me sobra sitio para apoyarlos en el piso. Lo único que puede suceder es que los tablones se rompan, pero sería muy raro.

– La fibra resiste mucho en sentido longitudinal -convino Oliveira-. Es el apólogo del haz de juncos, y otros ejemplos. Supongo que traés la yerba y los clavos.

– Los tengo en el bolsillo -dijo Talita-. Tirame la soga de una vez. Me pongo nerviosa, creeme.

– Es el frío -dijo Oliveira, revoleando la soga como un gaucho-. Ojo, no vayas a perder el equilibrio. Mejor te enlazo, así estamos seguros de que podés agarrar la soga.

«Es curioso», pensó viendo pasar la soga sobre su cabeza. «Todo se encadena perfectamente si a uno se le da realmente la gana. Lo único falso en esto es el análisis.»

– Ya estás llegando -anunció Traveler-. Ponete de manera de poder atar bien los dos tablones, que están un poco separados.

– Vos fijate lo bien que la enlacé -dijo Oliveira-. Ahí tenés, Manú, no me vas a negar que yo podría trabajar con ustedes en el circo.

– Me lastimaste la cara -se quejó Talita-. Es una soga llena de pinchos.

– Me pongo un sombrero tejano, salgo silbando y enlazo a todo el mundo -propuso Oliveira entusiasmado-. Las tribunas me ovacionan, un éxito pocas veces visto en los anales circenses.

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