Los perros de la aldea sintieron la presencia de los forasteros y se pusieron a ladrar; las puertas se abrieron y viéronse lámparas en la oscuridad que pronto desaparecieron. Los compañeros fueron a golpear a todas las puertas y los habitantes les dieron de buen corazón un trozo de pan, un puñado de dátiles, aceitunas verdes, una granada. Reunieron aquellos dones de Dios y del hombre, se echaron en el rincón de un huerto, comieron y se durmieron rápidamente. Durante toda la noche oyeron, mientras dormían, el murmullo del desierto, que los mecía y arrullaba como el mar. Sólo Jesús escuchó trompetas en sueños y vio derrumbarse las murallas de Jericó.
Era cerca de mediodía cuando los compañeros, lívidos, jadeantes, llegaron al Mar Muerto, el mar maldito. Los peces arrastrados por la corriente del Jordán morían al llegar a sus aguas, escasos arbustos se alzaban en la orilla, semejantes a osamentas. Las aguas del Mar Muerto eran de plomo, compactas y estaban inmóviles. Los hombres piadosos que se inclinaban sobre ellas podían ver en el fondo tenebroso del mar dos prostitutas en estado de descomposición que se abrazaban: Sodoma y Gomorra.
Jesús se subió a una roca y miró a lo lejos. En el desierto la tierra ardía y las montañas parecían resquebrajarse. Jesús llevaba a Andrés del brazo y le preguntaba:
– ¿Dónde está Juan Bautista? No veo a nadie… a nadie…
– Allá abajo -respondió Andrés-, tras los cañaverales, el río se encalma. El agua forma como una charca, y es allí donde el profeta bautiza. Conozco el camino; vamos.
– Estás cansado, Andrés; quédate con los otros. Iré solo.
– Es un salvaje; iré contigo, maestro.
– Quiero ir. solo. Quédate, Andrés.
Se dirigió hacia el cañaveral. Su corazón latía violentamente y puso la mano sobre él para intentar calmarlo. Nuevas bandadas de cuervos aparecieron por el lado del desierto; se dirigían hacia Jerusalén.
Repentinamente oyó pisadas a sus espaldas; se volvió y vio a Judas.
– Te olvidaste de llamarme -dijo el pelirrojo con una sonrisa burlona-. Este es el momento más difícil y quiero estar contigo.
– Ven -dijo Jesús.
Jesús iba delante y Judas lo seguía. Marchaban en silencio. Apartaban las cañas y sus pies se hundían en el limo tibio del río. Una serpiente negra se irguió, se arrastró hacia una piedra, alzó la cabeza y el cuello, con la mitad del cuerpo pegada a la piedra y la otra mitad erecta, y los miró con sus ojillos de azabache al tiempo que silbaba. Jesús se detuvo, agitó amistosamente la mano hacia ella, como para darle la bienvenida; Judas levantó el garrote pero Jesús, con un ademán, lo contuvo.
– No le hagas daño, Judas, hermano mío -dijo-. Ella cumple también con su deber cuando muerde.
El calor había llegado a su paroxismo; soplaba viento del sur, que traía del Mar Muerto un violento olor a carroña. Podíase oír ya una voz ronca y salvaje. De cuando en cuando Jesús distinguía alguna palabra: «Fuego… hacha… árbol estéril…» Luego, más fuerte: «¡Arrepentios! ¡Arrepentios!» Y repentinamente estallaron los gritos y sollozos de una gran muchedumbre. Jesús avanzaba lentamente, sin hacer ruido, como si se acercara al cubil de una fiera; apartaba las cañas y el rumor iba haciéndose más fuerte. De pronto se mordió los labios para que no se le escapase un grito: en un peñasco, sobre las aguas del Jordán, encaramado en sus largas patas… ¿qué era aquello: un hombre, una langosta, el ángel del hambre o el arcángel de la Venganza? Olas humanas rompían incesantemente en los peñascos, entre rugidos; árabes de uñas y pestañas teñidas, caldeos con gruesos anillos de bronce en la nariz, israelitas con largas greñas mugrientas… El hombre aullaba, echaba espuma por la boca, y el viento impetuoso del sur lo agitaba como una leve caña.
«¡Arrepentios! ¡Arrepentios! ¡Ha llegado el día del Señor! ¡Rodad por tierra, morded el polvo, aullad! El Señor de las Naciones dijo: ese día ordenaré al sol que se ponga a mediodía, romperé los cuernos de la luna nueva, difundiré las tinieblas en el cielo y en la tierra. ¡Helaré vuestras risas y las transformaré en lágrimas; convertiré vuestras canciones en lamentos fúnebres! ¡Soplaré y todos vuestros adornos: manos, pies, narices, orejas, cabellos, caerán!»
De una zancada Judas alcanzó a Jesús y lo tomó por el brazo.
– ¿Oyes? ¿Oyes? ¡Así es como habla el Mesías! ¡El es el Mesías!
– No, hermano Judas -respondió Jesús-, así habla el que empuña el hacha para abrir camino al Mesías, pero no el Mesías. -Se inclinó, cogió una hoja de trébol y se la puso entre los labios.
– El que abre el camino es el Mesías -rugió el pelirrojo. Empujó a Jesús para que éste no continuara oculto entre las cañas.
– Adelántate. Es preciso que te vea -ordenó-. El ha de juzgar.
Jesús avanzó bajo el sol, dio dos pasos vacilantes, tropezó y se detuvo. Tenía los ojos clavados en el asceta y toda su alma se había convertido en una mirada que lo exploraba desde las piernas, que eran como juncos, hasta la cabeza abrasada y, por encima de ésta, midiendo la estatura invisible del profeta.
El Bautista le volvía la espalda y sintió aquella mirada violenta escudriñando todo su cuerpo; se encolerizó, dio media vuelta y entrecerró sus ojos redondos de gavilán para ver mejor. ¿Quién era aquel joven silencioso e inmóvil, vestido de blanco, que lo miraba? Lo había visto antes en alguna parte. ¿Dónde? ¿Cuándo? Esforzábase angustiosamente por recordarlo. ¿Quizá en sueños? A menudo veía en sueños hombres vestidos de blanco. No le hablaban; lo miraban, agitaban la mano como para saludarle, como para despedirse de él y, cuando cantaban los gallos, se transformaban en luz y desaparecían.
Súbitamente, a fuerza de mirarlo, el Bautista recordó y lanzó un grito. Un día, en pleno mediodía, se había tendido en la orilla del río y había abierto el libro del profeta Isaías, escrito en cuero de chivo. Y de pronto todo había desaparecido: las piedras, el agua, los hombres, las cañas, los ríos. El aire se había poblado de llamas, de trompetas y de alas. ¡Las palabras del profeta se habían abierto como puertas y de ellas había salido el Mesías! Lo recordaba. Estaba completamente vestido de blanco, era delgado, quemado por el sol, iba descalzo y llevaba entre los labios una hoja verde.
Los ojos del asceta se llenaron de alegría y terror. Bajó del peñasco, se acercó y alargó su cuello escuálido:
– ¿Quién eres? -preguntó; temblaba su voz amenazante.
– ¿No me reconoces? -dijo Jesús avanzando un paso más. Su voz también temblaba. Sabía que de la respuesta del Bautista dependía su destino.
«Es él, es él», pensaba el Bautista. Su corazón batía violentamente y no podía, no se atrevía a decidirse. Alargó aún más el cuello y preguntó de nuevo:
– ¿Quién eres?
– ¿No leíste las Escrituras? -le respondió Jesús con ternura, como haciéndole un reproche. ¿No leíste a los profetas? ¿Qué dice Isaías? ¿No lo recuerdas, Precursor?
– ¿Eres tú? -murmuró el asceta. Lo tomó por los hombros y escrutó el fondo de sus ojos.
– Vine… -dijo Jesús, indeciso, y se detuvo. Se le había cortado el aliento y no podía continuar avanzando. Diríase que adelantaba el pie para tantear, para ver si era capaz de dar un paso sin desplomarse…
Indinado sobre él, el profeta salvaje lo examinaba en silencio. Se preguntaba si había oído alguna vez las palabras bellas y terribles que habían salido de los labios de Jesús.
– Vine… -repitió el hijo de María en voz tan baja que el propio Judas, que se mantenía al acecho detrás de ellos, con el oído aguzado, no pudo oír. Esta vez el profeta se estremeció; había oído.
– ¿Qué? -dijo. Los pelos se le pusieron de punta. Un cuervo voló sobre ellos, lanzó un grito ronco, semejante al grito de un hombre que se ahoga y que al mismo tiempo ríe o hace bromas… El Bautista se encolerizó. Se agachó y recogió una piedra para arrojársela. El cuervo había desaparecido pero él continuaba buscándolo con los ojos y se regocijaba al sentir que el tiempo pasaba y que su corazón iba apaciguándose poco a poco. Se levantó y dijo: