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– ¿Y te sientes mejor? -volvió a preguntar Judas.

– Te juro por el vino que el baño me hizo bien. Mucho bien: me alivió. El Bautista dice que me alivió de mis pecados pero, entre nosotros, yo creo que me alivió de la mugre que llevaba encima. Porque cuando salí del Jordán, flotaba en el agua un dedo de aceite.

Rió a carcajadas, llenó su copa, bebió y dio de beber luego a Pedro y Santiago. Volvió a llenarla y le dijo a Judas:

– ¿Y tú no bebes, artesano? Es vino, amigo, y no agua.

– Nunca bebo -respondió el pelirrojo, rechazando la copa.

Simón abrió desmesuradamente los ojos y dijo, bajando la voz:

– ¿Serás de aquellos que?…

– De aquellos, sí -respondió Judas y con un ademán categórico cortó la conversación.

Pasaron dos mujeres cargadas de afeites; se detuvieron unos instantes y miraron provocativamente a los cuatro hombres.

– ¿Tampoco tienes trato con mujeres? -preguntó Simón, perplejo.

– Tampoco -respondió secamente el pelirrojo.

– Y entonces, ¿para qué vives, infeliz? -gritó Simón, sin poder contenerse-. ¿Puedes decirme para qué hizo Dios el vino y la mujer? ¿Para pasar el tiempo o para hacérnoslo pasar a nosotros?

En aquel instante llegó corriendo Andrés.

– ¡Apresuraos! -gritó-. El maestro tiene prisa.

– ¿Qué maestro?-preguntó el tabernero-. ¿Ese vestido de blanco que va descalzo?

Pero los tres compañeros ya habían partido y Simón el cirenaico, aturdido frente a su tienda, empuñando aún la copa vacía, con el cántaro bajo el brazo, los miraba y meneaba su cabezota: «Debe ser otro Bautista -murmuró-, otro loco furioso. A fe mía, en los últimos tiempos crecen como hongos. Beberé un sorbo a su salud. ¡Que Dios le devuelva el juicio!», dijo y llenó la copa.

Entretanto, Jesús y sus compañeros habían llegado al gran patio del Templo. Detuviéronse y se lavaron los pies, las manos y la boca para entrar en el Templo y prosternarse. Lanzaron una rápida mirada a su alrededor y vieron una sucesión de galerías descubiertas, llenas de hombres y animales, pórticos sombreados, columnas de mármol blanco y azul ceñidas de sarmientos y de racimos de oro. Por doquier había puestos, tiendas, carretas de cambistas, barberos, taberneros, carniceros. En el aire resonaban gritos, juramentos, risas; la casa del Señor olía a sudor y suciedad.

Jesús se tapó con la mano las narices y la boca. Miró a su alrededor: Dios no estaba en parte alguna. «Aborrezco, desprecio vuestras fiestas; la pestilencia de los terneros que me degolláis me da náuseas; no puedo oír vuestros salmos ni vuestros oboes…» Ya no era el profeta, ya no era Dios el que hablaba sino sólo el corazón de Jesús, que sentía náuseas y gritaba. Durante algunos segundos sufrió como un desfallecimiento; todo desapareció de pronto, el cielo se abrió y un ángel de cabellera de fuego se precipitó al aire. De su cabeza salían llamas y humo; se subió a una piedra negra en medio del patio y blandió la espada hacia el Templo orgulloso y recubierto de oro…

El cuerpo de Jesús vaciló; se colgó del brazo de Andrés. Abrió los ojos y vio el Templo y el hormiguero de hombres. El ángel se había ocultado en la luz. Jesús extendió los brazos hacia sus compañeros:

– Perdonadme -dijo-, no resisto más; voy a desvanecerme. Vámonos.

– ¿Sin adorar a Dios? -dijo Santiago, escandalizado.

– Lo adoraremos dentro de nosotros mismos, Santiago -dijo Jesús-. Todo cuerpo es un Templo.

Se pusieron en marcha.

«No soporta la suciedad, la sangre ni los gritos. No es el Mesías…», pensaba Judas, que iba solo delante y golpeaba el suelo con el bastón. Un fariseo en éxtasis se debatía; con el rostro en el último peldaño del Templo, besaba el mármol con rabia y rugía. De su cuello y de sus brazos pendían gruesos rosarios de amuletos, sobrecargados de palabras amenazantes de las Escrituras. Sus rodillas eran callosas como las del camello debido a las continuas prosternaciones; su rostro, su cuello y su pecho estaban cubiertos de llagas abiertas que sangraban. Cada vez que la tormenta de Dios lo arrojaba en tierra, cogía piedras afiladas y se laceraba.

Andrés y Juan se pusieron enfrente de Jesús para que éste no lo viera. Pedro se acercó a Santiago y se inclinó sobre su oído.

– Tú lo conoces -dijo-. Es Santiago, el hijo mayor de José el carpintero. Recorre las aldeas, vende amuletos y de vez en cuando sufre un ataque, se revuelca por tierra y se desgarra la piel.

– ¿Es el que persigue con rencor al maestro? -preguntó Santiago, deteniéndose.

– El mismo. Dice que deshonra su hogar.

Salieron por la puerta de Oro del Templo, franquearon el valle del Cedrón y se encaminaron hacia el Mar Muerto. Dejaron a su derecha el huerto de Getsemaní. Por encima de ellos, el cielo ardiente resplandecía de blancura. Llegaron al Monte de los Olivos; el mundo se suavizaba un tanto, cada hoja chorreaba luz y los cuervos se abatían incesantemente sobre Jerusalén.

Andrés llevaba a Jesús del brazo y le hablaba de Juan Bautista, su antiguo maestro. Al acercarse a su guarida, humeaba aterrado el olor a fiera del profeta.

– Es el profeta Elías en persona. Bajó del monte Carmelo para curar una vez más el alma del hombre por medio del fuego. Una noche vi con mis propios ojos un carro de fuego que describía círculos sobre su cabeza; otra noche vi cómo un cuervo le llevó en el pico una brasa para comer… Un día me armé de valor y le pregunté: «¿Eres el Mesías?» Dio un salto atrás como si hubiera pisado una serpiente. «No -me respondió lanzando un suspiro-, no. Soy un buey de labranza y él es la simiente.»

– ¿Por qué lo abandonaste, Andrés?

– Buscaba la simiente.

– ¿La hallaste?

Andrés apretó sobre su corazón la mano de Jesús y enrojeció violentamente.

– Sí -respondió, pero tan bajo que Jesús no le oyó.

Descendían a paso lento y respirando entrecortadamente hacia el Mar Muerto. El sol los bañaba en llamas y abrasaba sus cerebros. Ante ellos se alzaban, cada vez más altas, semejantes a una muralla árida, las montañas de Moab; atrás, blancas como la cal, las montañas de Judea. El sendero, lleno de recodos, era escarpado como la pared de un foso profundo y respiraban con dificultad. Todos pensaban:

– Bajamos al infierno… Bajamos al infierno.

Aspiraban un olor a pez y azufre.

La luz los cegaba y avanzaban a tientas. Sus pies estaban cubiertos de heridas y sus ojos ardían. Oyeron el tintineo de cascabeles y pasaron dos camellos. No eran camellos sino espectros que desaparecieron en el fuego del sol.

– Tengo miedo… -murmuró el hijo menor de Zebedeo-. Esto es el Infierno.

– Animo -le respondió Andrés-. Es sabido que el Paraíso se halla en el centro del Infierno.

– ¿El Paraíso?

– Ya lo verás.

El sol se ponía al fin; las montañas moabitas habían adquirido tonos de un subido color violeta, y las montañas de Judea un color rosado. Los párpados de los hombres dejaban de arder y de pronto, en un recodo del camino, sintieron una frescura en los ojos. En los ojos y en el cuerpo, como si acabaran de entrar en el agua fresca. Justamente ante ellos, allá en la arena, extendíase un verdor inesperado; había allí corrientes de agua que susurraban, granados cargados de frutos y casitas blancas y sombreadas. En el aire se sintió repentinamente el perfume de jazmines y rosas.

– Jericó! -gritó Andrés gozoso-. En el mundo no hay dátiles más dulces ni rosas más milagrosas; aun cuando estén marchitas, basta con meterlas en agua para que revivan.

La noche cayó bruscamente; brillaban las primeras lámparas.

– Creo que una de las más grandes y más puras alegrías de este mundo -dijo Jesús al tiempo que se detenía para saborear aquella hora santa- consiste en que caiga la noche cuando uno viaja, en llegar a una aldea, en ver encenderse las primeras lámparas, en no tener nada que comer ni techo bajo el cual dormir y en abandonarse a la gracia de Dios y a la bondad de los hombres…

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