Los cuatro compañeros se echaron a reír y comieron con buen apetito. El pan de Samaría era bueno, en verdad que como todos los panes. Cuando terminaron de comer, cruzaron los brazos; se sentían fatigados y se durmieron. Judas, el único que quedó despierto, golpeaba la tierra con el bastón, como si la castigará.
«Más vale el hambre que la vergüenza», pensaba para consolarse.
Las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer sobre las cañas. Los durmientes se despertaron, sobresaltados.
– Las primeras lluvias… -dijo Santiago-. La tierra va a apagar su sed.
Mientras pensaban dónde podrían hallar una gruta que los abrigara, se levantó un viento del norte que empujó las nubes. El cielo se despejó y reanudaron la marcha.
Los higos que aún colgaban de los árboles brillaban en el aire húmedo y los granados estaban cargados de frutos, que los caminantes cogían para refrescarse la boca. Los campesinos alzaban la cabeza de la tierra y los miraban estupefactos. ¿Qué buscaban aquellos galileos en sus tierras, por qué se mezclaban con los samaritanos, por qué comían su pan y cogían sus frutos? ¡Debían irse! Un anciano no se contuvo y salió de su huerto.
– ¡Eh, galileos! -gritó-. Vuestra ley anatematiza esta tierra santa que pisáis. ¿Qué buscáis en nuestro país? ¡Idos!
– Vamos a la santa Jerusalén a adorar a Dios -respondió Pedro y fue a plantarse, arqueando el torso, frente al anciano.
– ¡Aquí hay que adorar a Dios, apóstatas, en este monte habitado por Dios, el Garizim! -rugió el anciano-. ¿Habéis leído las Escrituras? Aquí, al pie del Garizim, bajo los robles, Dios se apareció a Abraham. Le señaló, de un extremo a otro del horizonte, las montañas y las llanuras desde el monte Hermón hasta Idumea y la tierra de Madián. «Esta es -dijo- la Tierra Prometida, bañada de miel y leche. Prometí dártela y te la daré.» Estrecharon sus manos y sellaron el pacto. ¿Oís, galileos? Tal es lo que dicen las Escrituras. Y quien desee adorar a Dios, ha de adorarlo aquí, en esta tierra santa. Jamás en Jerusalén, que asesina a los profetas!
– Todas las tierras son santas, anciano -dijo Jesús con voz serena-. Dios está en todas partes y todos somos hermanos.
El samaritano lo miró detenidamente, desconcertado, y luego preguntó:
– ¿También los samaritanos y los galileos?
– También los samaritanos y los galileos, anciano, y también los habitantes de Judea. Todos.
El anciano se acarició la barba mientras meditaba. Observó a Jesús de arriba abajo.
– ¿También Dios y el diablo? -preguntó al fin en voz baja, para que no le oyeran las potencias invisibles.
Jesús sintió miedo. Jamás se había preguntado si la gracia de Dios era suficientemente fuerte para perdonar algún día a Lucifer y recibirlo en el reino de los cielos.
– No sé, anciano -respondió-, no sé. Soy un hombre y me preocupo por los hombres. Más allá de ellos, es asunto de Dios.
El anciano calló. Su mano aún aferraba la barba; estaba absorto en una profunda reflexión y miraba a los extraños caminantes que avanzaban de dos en dos y se perdían bajo los árboles:…
Cayó la noche. Se levantó un viento frío y encontraron una gruta donde se guarecieron. Se apretaron uno contra otro para calentarse. A todos les quedaba un pedazo de pan y lo comieron. El pelirrojo salió, recogió ramas secas, encendió fuego y los compañeros se sentaron alrededor de éste. Miraban las llamas sin hablar. Oían los silbidos del viento, los chillidos de los chacales, los truenos sordos que, a lo lejos, descendían del monte Garizim. Por la abertura de la gruta veían una estrella en el cielo, que les servía de consuelo; pero pronto llegaron las nubes y la ocultaron. Cerraron los ojos y cada uno reclinó la cabeza en el hombro de su compañero. Juan deslizó a escondidas su manto de lana sobre la espalda de Jesús y, apretados unos contra otros, se durmieron…
Al día siguiente entraron en Judea. Poco a poco iban cambiando los árboles. Alineábanse ahora al borde del camino álamos de follaje amarillento, algarrobos cargados de frutos y cedros milenarios. La región,, pedregosa y privada de agua, era ingrata. Los campesinos que se asomaban a las puertas de sus casas bajas y oscuras parecían estar hechos, también ellos, de sílice. A veces, emergía entre aquellas piedras una flor silvestre, azul, modesta, graciosa. Y a veces, en el desierto silencioso, en el fondo de un barranco, chillaba una perdiz. «Ha debido hallar una gota de agua y bebe…», pensaba Jesús; sentía en la palma de la mano el vientre caliente del ave y se regocijaba.
A medida que se acercaban a Jerusalén, la comarca se iba volviendo más silvestre. Dios cambiaba también; las tierras no sonreían como en Galilea y el mismo Dios estaba hecho de sílice, como los hombres y los pueblos. El cielo, que en Samaría amenazaba lluvia para refrescar la tierra, era aquí de hierro al rojo. Marchaban jadeando por aquel horno abrasador. Esculpidos en las rocas, una muchedumbre de sepulcros alzaban sus formas negras, recortados contra el cielo. Millares de antepasados se habían descompuesto allí; habían vuelto a la piedra. Cayó la noche. Se refugiaron en las tumbas vacías, se acostaron y durmieron temprano para entrar descansados al día siguiente en la ciudad santa.
Jesús era el único que no dormía aquella noche. Vagaba entre las tumbas y escuchaba las voces nocturnas. Su corazón estaba inquieto. Ascendían en él palabras oscuras, un gran lamento, como si encerrara en su seno a millares de hombres que sufrían y gritaban… Hacia medianoche cedió el viento y la noche enmudeció. Entonces, en medio del silencio, desgarró el aire un punzante alarido. Creyó al principio que se trataba de un chacal hambriento, pero luego sintió, aterrado, que había gritado su propio corazón.
«Dios mío -murmuró-, ¿quién grita en mí? ¿Quién llora?»
Se sentía cansado y fue a refugiarse en la tumba; se acostó, cruzó los brazos y se abandonó a la gracia de Dios. Al amanecer tuvo un sueño: le pareció que estaba con María Magdalena y que ambos volaban serenamente, sin ruido, sobre una gran ciudad. Avanzaban rozando ligeramente los tejados. En el extremo de la ciudad se abrió la última puerta y apareció un anciano gigantesco, con una barba larga como un río y ojos azules, brillantes como estrellas. Estaba arremangado y sus manos y brazos aparecían cubiertos de fango. Alzó la cabeza y los vio volar: «¡Deteneos -les gritó-. Tengo algo que deciros.» Se detuvieron y le preguntaron: «¿Qué debes decirnos, anciano? Te escuchamos.» «El Mesías es aquél que muere porque ama al mundo entero», respondió el anciano. «¿Eso es todo?», preguntó Magdalena. «¿No te basta?», gritó el anciano, colérica «¿Podemos entrar en tu taller?», preguntó Magdalena. «No. ¿No ves que mis manos están llenas de arcilla? Estoy creando al Mesías.»
Jesús se despertó sobresaltado y sintió su cuerpo liviano, como si volara. Nacía el día. Sus compañeros ya se habían despenado y sus miradas saltaban de peñasco en peñasco, de colina en colina, hacia Jerusalén.
Se pusieron en marcha y avanzaron con paso rápido. Caminaban y caminaban, pero parecía que las montañas se desplazaban incesantemente ante ellos y se alejaban. El camino se alargaba interminablemente.
– Hermanos, creo que no llegaremos nunca a Jerusalén. ¿Qué nos ocurre? ¿No veis? ¡La ciudad se aleja a medida que nosotros avanzamos! -dijo Pedro, desesperado.
– Se acerca cada vez más -respondió Jesús-. Animo, Pedro. Avanzamos un poco hacia ella y ella avanza un paso hacia nosotros. Como el Mesías.
– ¿El Mesías? -dijo Judas, volviéndose bruscamente.
– El Mesías llega -dijo Jesús con voz grave-, el Mesías llega, y tú sabes muy bien Judas, hermano mío, cuándo vamos en la dirección correcta para encontrarlo. Si realizamos una acción buena o valerosa, si pronunciamos una palabra bondadosa, el Mesías apresura el paso y llega. Si somos desleales, malvados, cobardes, el Mesías se vuelve sobre sus pasos. Se aleja. El Mesías es una Jerusalén en marcha, hermanos; lleva prisa, lo mismo que nosotros. ¡Apresurémonos a salirle al encuentro! Tened confianza en Dios y en el alma del hombre, que es inmortal.