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Judas miró furtivamente a su alrededor para ver si los otros podían oírle, y bajó la voz:

– Ese no es el camino; no, ése no es el camino. Pero tendré paciencia hasta que estemos frente al asceta salvaje. El ha de juzgar. Hasta entonces ve por donde quieras y haz lo que quieras; no te abandonaré.

Colgó del hombro su nudoso bastón y se adelantó a zancadas.

Los otros caminaban charlando. Jesús les hablaba del Padre, del amor, del reino de los cielos. Les explicaba qué almas eran las vírgenes alocadas y cuáles las prudentes, el sentido de las lámparas y del aceite, así como el del novio. También les explicaba no sólo por qué razón las vírgenes alocadas habían entrado, como las prudentes, en la casa del novio, sino también por qué los servidores tan sólo les habían lavado a ellas los pies cansados. Los cuatro compañeros lo escuchaban y su espíritu se abría, su corazón se templaba. El pecador se les apareció como una virgen alocada que espera, en pie con la lámpara apagada, ante la puerta del Señor, rezando y llorando…

Caminaban, caminaban. Entretanto, por encima de sus cabezas, el cielo se cargaba de nubes y el rostro de la tierra se ensombrecía.

Flotaba en el aire un olor a lluvia.

Llegaron a la primera aldea, al pie del Garizim, el monte sagrado de sus antepasados. A la entrada de la aldea estaba el antiguo pozo de Jacob, rodeado de palmeras y cañas. Allí iba a sacar agua el patriarca Jacob para beber él y sus ovejas. El brocal de piedra estaba desgastado por la soga que lo rozaba desde hacía varias generaciones. Jesús se sentía fatigado y sus pies estaban ensangrentados.

– Me quedaré aquí -dijo-. Estoy cansado. Entrad vosotros en la aldea y golpead a las puertas. Seguro que encontraréis algún alma caritativa que os dé un trozo de pan como limosna, y alguna mujer vendrá al pozo y sacará agua para que podamos beber. Tened confianza en Dios y en los hombres.

Los cinco compañeros partieron juntos, pero, en el camino, Judas cambió de idea.

– No entraré en una aldea corrupta -dijo con obstinación-. No comeré pan mancillado. Os esperaré bajo esta higuera.

Mientras tanto, Jesús se había echado entre las cañas, a la sombra. Sentía sed, pero no podía beber agua porque el pozo era profundo. Inclinó la cabeza y se abandonó a sus pensamientos. Había elegido un camino difícil. Su cuerpo era débil; se cansaba, flaqueaba y no tenía fuerzas suficientes para cargar con su alma. Gemía, pero Dios soplaba inmediatamente sobre él como una brisa fresca y leve, y el cuerpo recobraba fuerzas, se alzaba y volvía a ponerse en marcha… ¿Hasta cuándo? ¿Hasta la muerte? ¿Hasta más allá de la muerte?

Mientras pensaba en Dios, en los hombres y en la muerte, las cañas se agitaron y una mujer joven, adornada con brazaletes y pendientes, se acercó al pozo. Dejó en el brocal el cántaro que llevaba sobre la cabeza; Jesús, entre las cañas, la veía desenrollar una soga, bajar el cubo, sacar agua y llenar el cántaro. Su sed aumentó.

– Mujer -dijo saliendo del cañaveral-, dame de beber.

Al verlo aparecer súbitamente, la mujer se asustó.

– Nada temas -le dijo Jesús-. Soy un hombre honrado. Tengo sed; dame de beber.

– ¿Cómo se explica -respondió la mujer- que tú, un galileo, según veo por tus vestiduras, pidas agua a una samaritana?

– Si supieras quién es el que te dijo: «Mujer, dame de beber», caerías a sus pies y le pedirías que te diera de beber el agua de la inmortalidad.

La mujer quedó desconcertada, y después de algunos instantes contestó:

– No tienes soga ni cubo y ese pozo es profundo. ¿Cómo sacarás agua para darme de beber?

– El que beba agua de este pozo volverá a sentir sed -respondió Jesús-. Pero el que beba el agua que yo le doy, jamás volverá a sentir sed.

– Señor -le dijo entonces la mujer-, dame de beber esa agua para que no vuelva nunca a sentir sed. De ese modo no tendré que venir todos los días al pozo.

– Ve primero a llamar a tu marido -dijo Jesús.

– No tengo marido, Señor.

– Tienes razón al decir: «No tengo marido», porque tuviste cinco y el que ahora tienes no es tu marido.

– ¿Eres profeta, Señor? -gritó la mujer, admirada:-. ¿Lo sabes todo?

– ¿Quieres preguntarme algo? Pregunta lo que quieras.

– Lo haré, Señor, y te ruego que me respondas. Hasta ahora nuestros padres adoraban a Dios en este monte santo, el Garizim. Pero vosotros decís que sólo en Jerusalén debe adorarse a Dios. ¿Dónde está la verdad? ¿Dónde está Dios? Explícamelo, te lo ruego.

Jesús bajó la cabeza y calló. Aquella pecadora tan preocupada por la búsqueda de Dios le turbaba hasta lo más profundo de su corazón. Intentaba encontrar las palabras que satisficieran su curiosidad. De pronto alzó la cabeza; y pudo advertirse que su rostro resplandecía.

– Guarda en el fondo de tu corazón, mujer, lo que te diré. Llegará un día -y está muy cercano-, en que los hombres no adorarán ya a Dios ni en este monte ni en Jerusalén. Dios es espíritu y sólo en espíritu se puede adorar el espíritu.

La mujer se sentía confundida; se inclinó y miró a Jesús con angustia.

– ¿Serás tú -dijo muy bajo y con voz temblorosa-, serás tú Aquél que esperamos?

– ¿A quién esperáis?

– Tú lo sabes. ¿Por qué quieres que pronuncie su nombre? Tú lo sabes, mis labios son pecadores…

Jesús inclinó la cabeza sobre el pecho como para escuchar la voz de su corazón, como si fuera éste quien debiera dar. la respuesta. La mujer, febril, con los ojos fijos en Jesús, esperaba.

Cuando ambos estaban turbados y silenciosos, oyéronse gritos alegres y los discípulos aparecieron llevando triunfalmente un pan. Vieron al maestro con una desconocida y se detuvieron. Jesús los vio y se regocijó, pues así se zafaba de la terrible pregunta de la mujer. Con una señal indicó a sus compañeros que se acercaran y gritó:

– Venid. Dios envió a esta mujer a sacar agua y darnos de beber.

Los compañeros se acercaron, salvo Judas, que permaneció apartado para no mancillarse bebiendo el agua de Samaría.

La samaritana inclinó el cántaro y los sedientos bebieron. Lo llenó de nuevo, lo colocó hábilmente sobre su cabeza y se encaminó, silenciosa y pensativa, hacia la aldea.

– Rabí, ¿quién era esa mujer? -preguntó Pedro-. Hablabais como si os conocierais desde hace años.

– Era una de mis hermanas -respondió Jesús-. Le pedí agua porque tenía sed y fue ella quien apagó su sed.

Pedro se rascó la cabeza.

– No comprendo -dijo.

– No te preocupes -dijo Jesús acariciando la cabeza de su amigo-. Irás comprendiendo poco a poco. No te precipites. Ahora tenemos hambre… ¡comamos!

Se echaron bajo las datileras y Andrés contó que habían entrado en la aldea y habían comenzado a mendigar. Habían llamado a las puertas y les habían arrojado de muchas casas con palabras de desprecio. Al fin, en un extremo de la aldea, una anciana entreabrió la puerta, examinó toda la calle de una punta a otra -nadie pasaba entonces por allí- y les dio a escondidas un pan para cerrar luego rápidamente la puerta. Cogieron el pan y salieron corriendo de la aldea.

– Lástima -dijo Pedro- que no sepamos el nombre de la anciana para pedir a Dios que se acuerde de ella. Jesús se echó a reír y dijo:

– No te preocupes, Pedro. Dios lo sabe. Jesús tomó el pan, lo bendijo, agradeció a Dios que hubiese hecho que la vieja se los ofreciese y luego lo partió en seis grandes pedazos, uno para cada compañero. Pero Judas rechazó su parte con el bastón y desvió la mirada.

.-No como pan de Samaría -dijo-. No como carne de puerco.

Jesús no le contradijo. Sabía que aquel corazón era duro y que se necesitaba tiempo para ablandarlo. Tiempo, habilidad y mucho amor.

– Nosotros -dijo a los demás- lo comeremos. El pan samaritano se convierte en galileo cuando lo comen galileos. La carne de puerco se convierte en carne humana cuándo la comen hombres. Así es ¡en el nombre del cielo!

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