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– ¡En todos los pecados imaginables! -gritó el rabino.

Pero el joven no le oyó. Se sentía poseído por la cólera y el dolor.

– ¿Por qué me ha elegido a mí, a mí? ¿No abrió mi pecho para ver qué se escondía allí? Todas las serpientes se entrelazan en mí y silban. Silban y danzan. Todos los pecados. Y sobre todo…

Sintió un nudo en la garganta y el sudor comenzó a correr por su rostro. Permaneció en silencio.

– ¿Y sobre todo? -dijo el rabino en voz baja.

– ¡Magdalena! -dijo el joven, alzando la cabeza.

– ¡Magdalena!

El rostro del anciano se había puesto lívido.

– Yo tengo la culpa, yo tengo la culpa de que haya tomado el camino que tomó. Desde nuestra infancia la arrojé al camino del placer. Lo confieso, y escucha, anciano rabino, te estremecerás. Debía tener tres años y me metía en tu casa cuando todos salíais, tomaba a Magdalena de la mano, nos desvestíamos, nos acostábamos en el suelo y juntábamos las plantas de los pies. ¡Qué gozo sentíamos! ¡Era un pecado! Después Magdalena siguió el camino de la perdición. Se perdió. Desde entonces, no pudo ya vivir sin un hombre, sin los hombres…

Miró al anciano rabino. Pero éste había hundido la cabeza en las rodillas y callaba.

– Es mía la culpa… ¡mía y sólo mía! -gritó el hijo de María golpeándose el pecho. Luego, al cabo de un momento, añadió -: ¡Y. si sólo fuera eso! ¡Desde mi infancia llevo oculto en mí, profundamente oculto, no sólo al demonio de la fornicación, sino también al demonio de la arrogancia, anciano rabino! Era pequeñito, aún no podía andar con paso firme, avanzaba pegado a las paredes, agarrándome a ellas para no caer. Una voz gritaba en mí: «¡Dios mío, hazme Dios! ¡Dios mío, hazme Dios! ¡Dios mío, hazme Dios!», y avanzaba pegado a las paredes. Un día tenía en la mano un gran racimo de uvas y una gitana, que pasaba por allí, se acercó a mí, se agachó y me tomó la mano: «Dame el racimo -me dijo- y te diré la buenaventura.» Le di el racimo, la gitana se inclinó y miró atentamente mi mano. Gritó: «¡Oh! ¡Oh! Veo cruces, cruces y estrellas…» Se echó a reír y añadió: «¡Tú serás el rey de los judíos!» Luego se fue y yo me lo creí; me envanecí y desde entonces, tío Simeón, desde entonces perdí la cabeza. Jamás confesé esto a nadie, y tú eres el primero a quien se lo revelo, tío Simeón. Desde entonces, perdí la cabeza.

Calló durante unos instantes para añadir luego:

– ¡Yo soy Lucifer! ¡Yo, yo soy Lucifer!

El rabino levantó la cabeza, que tenía hundida en las rodillas, y alargó la mano hacia la boca del joven.

– ¡Cállate! -le ordenó.

– No me callaré dijo el joven, excitado-. ¡Ya es demasiado tarde y no me callaré! Soy embustero, hipócrita, miedoso. Jamás tengo el valor de decir la verdad. Cuando veo pasar a una mujer, me ruborizo y bajo la cabeza, pero mis ojos se llenan de lascivia. Nunca levanto la mano para robar, golpear, o matar, no porque no desee hacerlo sino porque tengo miedo. Quiero rebelarme contra mi madre, contra el centurión, contra Dios y siento miedo. Miedo; tengo miedo. Si abres mi vientre, verás dentro de él el Miedo, como una liebre que tiembla. El Miedo. Y nada más. El Miedo es mi padre, mi madre y mi Dios.

El viejo rabino le tomó las manos y las conservó entre las suyas para apaciguarlo. Pero se agitaba, se debatía.

– No te asustes, hijo mío -le decía el rabino, consolándole-. Cuantos más demonios hay en nosotros, más posibilidades tenemos de convertirnos en ángeles, porque los ángeles no son sino demonios arrepentidos. Ten confianza. Pero querría preguntarte una sola cosa: ¿conociste alguna vez a una mujer?

– No -respondió el joven en voz baja.

– ¿Y no querrías hacerlo?

El joven se ruborizó. No pronunció palabra alguna, pero su sangre latía violentamente en las sienes.

– ¿Y no querrías hacerlo? -volvió a preguntar el anciano.

– Sí… -respondió el joven con voz tan débil que el rabino apenas le oyó.

Pero inmediatamente tuvo un sobresalto, como si despertara de un letargo, y lanzó un grito:

– ¡No! ¡No quiero, no quiero!

– ¿Por qué? -dijo el rabino, al que no se le ocurría remedio para aliviar el tormento del joven. Lo sabía por propia experiencia. Lo sabía por haber visto a una multitud de poseídos que lanzaban espuma por la boca, gritaban y blasfemaban… el mundo les resultaba demasiado pequeño hasta que tomaban una mujer; tenían hijos y se calmaban.

– Eso no me basta -dijo el joven con voz firme-. Es demasiado poco para mí.

– ¿No te basta? -dijo el rabino, con los ojos redondos de asombro-. ¿Qué deseas, entonces?

Atravesó el espíritu del joven la imagen de Magdalena; la imaginó con paso elástico y porte orgulloso, con los labios, las mejillas y los ojos cargados de afeites y el pecho desnudo; sus dientes reían y centelleaban al sol. Pero mientras se paseaba cimbreante, su cuerpo se metamorfoseó y multiplicó. El hijo de María veía ahora un lago, sin duda el lago de Genezaret, y en torno de aquel lago millares de hombres y mujeres, millares de Magdalenas con la cabeza levantada y el rostro feliz; el sol caía sobre aquellos rostros que irradiaban dicha. Pero no era el sol, era él mismo, el hijo de María, quien se inclinaba sobre ellos, y entonces los rostros aparecían inundados de luz. ¿Era aquello la alegría? ¿El amor? ¿La liberación? No podría decirlo. Sólo veía luz.

– ¿En qué piensas? -preguntó el rabino-. ¿Por qué no respondes?

El joven estalló:

– ¿Crees en los sueños, tío Simeón? -preguntó bruscamente-. Yo creo en ellos, de hecho no creo en otra cosa. Un día tuve un sueño. Enemigos invisibles me habían atado a un ciprés seco y en mi cuerpo, de pies a cabeza, había clavadas largas flechas rojas; manaba la sangre. Me habían colocada en la cabeza una corona de espinas y en medio de las espinas se entrelazaban letras de fuego: «Santo Blasfemador». Ese Santo Blasfemador soy yo, rabino Simeón. No me hagas preguntas… ¡porque me pondré a blasfemar!

– Ponte a blasfemar, hijo mío -dijo tranquilamente el rabino, volviendo a tomarle las manos-. Ponte a blasfemar, que eso te aliviará.

– En mí hay un demonio que grita: «¡No eres el hijo del carpintero! ¡Eres el hijo del rey David! No eres un hombre sino el Hijo del Hombre profetizado por David. Es más: ¡el hijo de Dios! Es más… ¡Dios!»

El rabino le escuchaba, encorvado, y sentía estremecerse su viejo cuerpo. Asomaba espuma en los bordes de los labios resecos del joven; la lengua se le había pegado al paladar y ya no podía hablar. ¿Qué habría podido añadir? Lo había dicho todo y sentía que su corazón se había vaciado. Con un brusco movimiento liberó sus manos de las del anciano y se levantó. Se volvió hacia el rabino:

– ¿Tienes que hacerme más preguntas?- dijo en un silbido.

– No -respondió el anciano. Sentía que sus fuerzas lo abandonaban. Había sacado en su vida muchos demonios de la boca de los hombres; los poseídos acudían desde los confines del mundo y él los curaba. Tenían pequeños demonios fáciles de tratar: el demonio del baño, de la cólera, de la enfermedad. Pero aquel… ¿cómo luchar con semejante demonio?

Afuera, el viento de Jehová batía aún la puerta y quería entrar. No se oía ninguna otra voz. No había ni un chacal en la tierra, ni un cuervo en los aires. Todos los seres se habían acurrucado, aterrorizados, esperando a que pasara la cólera del Señor.

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