– Sí, soy yo, desde luego. Al parecer, no sirvo para otra cosa y me han nombrado padre hospitalario. Lavo, barro, doy de comer a los visitantes…
– Entonces, hazle la cama esta noche en mi celda. No puedo dormir sin compañía, padre Jeroboam. Tengo malos sueños. Satán me tienta y tengo miedo de ir al Infierno. Pero cuando siento cerca de mí a un hombre que respira, me calmo. Te daré un par de tijeras para que esquiles las ovejas, te cortes la barba, o el pelo a los monjes, para que afeites a los camellos… Así ya no dirán que no sirves para nada… ¿Entiendes?
– Dame las tijeras.
El herrero registró su bolsa y sacó un par de enormes tijeras herrumbradas. El monje se apoderó de ellas y las acercó a la luz. Las abría, las cerraba y no se cansaba de admirarlas.
– Eres grande, Señor, y tus obras son admirables -murmuró, abismado en una profunda contemplación.
– ¿Qué dices, entonces? -dijo Judas sacudiéndolo para que volviera a la tierra.
– Tenderé su cama en tu celda -dijo el monje. Cogió las tijeras y se fue.
Los monjes ya volvían. No habían podido ir lejos pues el viento de Jehová los hacía girar sobre sí mismos y los arrojaba en tierra. Habían encontrado un foso y en él habían dejado el cadáver. Llamaron al anciano Habacuc para que dijera la oración, pero no lo encontraron. El anciano rabino de Nazaret fue quien se inclinó sobre el foso y gritó a la carne vacía y sin alma: «Eres polvo, vuelve al polvo. El alma te ha abandonado y ya no sirves para nada; tu papel ha terminado. Tu papel ha terminado, carne; has ayudado al alma a bajar al exilio de la tierra, a marchar durante días y noches por la arena y por las piedras, a pecar, a sufrir, a desear apasionadamente su patria el Cielo y a su padre, Dios. ¡Carne, el higúmeno no necesita de ti, disuélvete!»
Mientras hablaba el rabino, una capa dé fina arena se había depositado sobre el cadáver del higúmeno, cuyo rostro, barba y manos aparecían ya cubiertos por ella. Alzáronse otras nubes de arena y los monjes emprendieron el camino de retorno al monasterio. En el momento en que el padre hospitalario, medio loco, cogía la esquiladora y se separaba de Judas, los monjes llegaban al Monasterio enceguecidos, con los labios rasgados y los sobacos inflamados, llevando al anciano Habacuc, a quien habían encontrado casi cubierto por la arena.
El anciano rabino se enjugó la boca, los ojos y el cuello con un trapo húmedo y se sentó en el suelo, frente a la silla vacía del higúmeno. A través de la puerta atrancada, escuchaba el soplo de Jehová, que secaba y devastaba el mundo. Los clamores de los profetas atravesaban su espíritu. En aquel aire abrasado llamaban a Dios a gritos, en aquel fuego de los labios y de los ojos debían sentir acercarse al Señor de las Naciones. «¡Vaya! Dios es un viento abrasador, es el rayo, lo sé -murmuró-, no es un jardín florido. Y el corazón del hombre es una hoja verde; Dios la hace replegarse sobre sí misma y la seca. ¿Qué podemos hacer? ¿Cómo hemos de comportarnos frente a él para que su rostro se suavice? Si le ofrecemos sacrificios de corderos, nos grita: no quiero carne; sólo los salmos pueden saciar mi hambre. Si abrimos la boca para entornar salmos, grita: no quiero palabras; ¡sólo la carne de cordero, la carne del hijo, del hijo único, puede saciar mi hambre!»
El anciano rabino suspiró. Se había fatigado e irritado a fuerza de pensar en Dios. Buscó un rincón para echarse en él. Exhaustos, privados de sueño, los monjes estaban en sus celdas durmiendo y soñando con el higúmeno. Durante cuarenta días su alma rondaría por el Monasterio, entraría en las celdas para ver qué hacían los monjes, para aconsejarles o regañarles. El anciano rabino paseó la mirada en torno suyo, y no vio a nadie. Solamente habían entrado los dos perros negros, que se acostaron sobre las baldosas y husmearon, gimiendo, la silla vacía. Afuera, el viento batía la puerta con rabia; también él quería entrar.
Pero cuando el rabino se disponía a acostarse junto a los perros vio de pie en un rincón, inmóvil, al hijo de María que lo miraba. El sueño abandonó inmediatamente sus párpados cansados. Se levantó, se sentó, inquieto, y, con una señal invitó al hijo de su hermano a acercarse. Este, como si esperara la llamada, esbozó una sonrisa amarga que vibró en las comisuras de sus labios y se acercó.
– Jesús -dijo el rabino-, siéntate. Debo hablar contigo.
– Escucho -dijo el joven. Se sentó en el suelo ante el anciano-. Yo también debo hablar contigo, tío Simeón.
– ¿Qué buscas aquí? Tu madre recorre las aldeas, te busca y se lamenta.
– Ella me busca y yo busco a Dios. Nunca nos encontraremos -dijo el hijo de María.
– No tienes corazón. Jamás amaste a tu padre ni a tu madre como un hombre.
– Mejor para ellos. Mi corazón es una zarza ardiente. Quema cuanto toca.
– ¿Qué te ocurre? ¿Cómo puedes hablar de ese modo? ¿Qué te falta? -dijo el rabino. Adelantó la cabeza para ver mejor al hijo de María-. Tus ojos están cargados de lágrimas. Una pena secreta te corroe, hijo mío. Confiésame esa pena… Te aliviarás. Una pena profunda…
– ¿Una? -dijo el joven. La sonrisa amarga invadió todo su rostro-. ¿Una? ¡Una multitud!
El rabino se asustó al oír aquel grito desgarrador. Colocó la mano sobre la rodilla de Jesús, para infundirle valor.
– Te escucho, hijo mío -dijo con ternura-. Revélame tus penas, sácalas del fondo de tu ser. Se exasperan en la oscuridad, pero la luz las mata. No tengas vergüenza ni miedo. ¡Habla!…
El hijo de María no sabía qué decir, por dónde empezar, qué debía guardar en secreto en el fondo de su corazón, qué debía confesar para aliviarse. Dios, Magdalena, los siete pecados, las cruces, los crucificados desfilaban ante él y desgarraban sus entrañas.
El rabino le acariciaba las rodillas, lo miraba, le suplicaba en silencio.
– ¿No puedes, hijo mío? -dijo al fin en voz baja, tiernamente-. ¿No puedes? No puedo, tío Simeón.
– ¿Tienes muchas tentaciones? -preguntó en voz más baja, más tiernamente.
– Muchas, muchas -respondió el joven con terror-. Muchas.
– Yo también -dijo en un suspiro el viejo rabino-, yo también, hijo mío, cuando era joven sufría mucho… Dios me perseguía, me ponía a prueba, quería ver si resistía, hasta qué punto resistía… Yo también tenía muchas tentaciones. Algunas presentaban un aspecto brutal, pero éstas no me daban miedo. Otras tenían un rostro apacible, lleno de dulzura, y ésas eran las que me espantaban, y vine, tú lo sabes, a este Monasterio, donde tú también has venido, en busca de reposo. Pero justamente aquí, Dios, que me perseguía, me tendió una celada. Me envió una tentación vestida de mujer… Sucumbí, ¡ay!, a la tentación y desde entonces… ¿acaso era eso lo que Dios quería? ¿Para eso me perseguía? Desde entonces me sentí tranquilo. Dios también se apaciguó y nos reconciliamos. Del mismo modo tú te reconciliarás con él, hijo mío, y te curarás.
El hijo de María sacudió la cabeza.
– Creo -murmuró- que no me curaré tan fácilmente.
Calló. El rabino guardaba también silencio. La respiración de ambos era rápida, entrecortada.
– No sé por dónde comenzar -dijo el joven, haciendo ademán de levantarse-. No comenzaré. ¡Me da vergüenza!
Pero el rabino le tomó enérgicamente las rodillas con ambas manos.
– ¡No te levantes! -ordenó-. ¡No te vayas! La vergüenza es también una tentación y debes vencerla. Quédate conmigo. Yo te preguntaré, ten paciencia, yo te preguntaré y tú responderás. ¿Por qué has venido al Monasterio?
– Para liberarme.
– ¿Para liberarte? ¿De qué? ¿De quién?
– De Dios.
– ¡De Dios! -exclamó el rabino, turbado.
– Me perseguía, clavaba sus uñas en mi cabeza, en mi corazón, en mis ijadas, quería empujarme…
– ¿Adonde?
– Al precipicio.
– ¿Qué precipicio?
– Su precipicio. Quería que me levantara y hablara. ¿Para decir qué? Nada tengo que decir y le gritaba: ¡déjame! Pero él no me soltaba. ¡Ah, conque no me sueltas! Pues bien, ya verás. Ya verás, haré que te asquees y me soltarás. Entonces caí en todos los pecados imaginables.