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– Se ha liberado -dijo otro.

– Las dos amigas se separaron para volver cada cual a su dominio: la carne a la tierra, el alma a Dios -dijo otro.

Y mientras hablaban y se disponían a calentar agua para lavarle, abrió los ojos. Los monjes retrocedieron despavoridos y lo miraron. Su rostro refulgía, sus manos alargadas y finas se movieron y sus ojos se clavaron extasiados en el vacío.

El padre Habacuc se arrodilló y volvió a colocar la mano sobre el corazón del higúmeno.

– Late -murmuró-. No está muerto.

Se volvió hacia el novicio, que había caído a los pies del anciano y los besaba.

– Levántate, Juan -dijo-. Monta el camello más rápido y corre a Nazaret en busca del anciano Simeón, el rabino. El le curará. ¡Corre, que ya nace el día!

El día nacía, en efecto. Las nubes se habían dispersado, la tierra brillaba, recién lavada, saciada y miraba al cielo con gratitud. Dos gavilanes remontaron el vuelo y comenzaron a formar círculos sobre el Monasterio para secarse las alas.

El novicio se enjugó los ojos, eligió en la cuadra el camello más rápido, un camello joven y delgado que lucía una estrella blanca en la frente, lo hizo arrodillar, lo montó y lanzó un grito modulado: el camello se levantó y se echó a correr velozmente hacia Nazaret.

La mañana brillaba sobre el lago de Genezaret, cuyas aguas centelleaban bajo el sol matinal, fangosas en las orillas a causa de las tierras arrastradas por la lluvia de la noche; más allá verdeazuladas y más lejos aún blancas como la leche. Las barcas habían desplegado las velas mojadas para que se secaran. Otras ya se habían alejado de la costa. Algunas aves marinas blancas y rosadas se mecían voluptuosamente sobre las aguas estremecidas y algunos cormoranes negros posados en los peñascos clavaban la mirada, serena en el agua a la espera de que un pez saltara de alegría para jugar con la espuma. En la orilla, Cafarnaum se despertaba, húmeda. Los gallos batían las alas, oíase rebuznar a los asnos y los terneritos mugían tiernamente. Entre aquellas voces dispares, las palabras uniformes de los hombres daban a la atmósfera una nota de seguridad y dulzura.

En una ensenada aislada, una decena de pescadores, con los pies firmemente asentados en los guijarros, canturreaban al tiempo que recogían lenta, concienzudamente, las redes. Vigilaba aquel trabajo el viejo Zebedeo, el patrón, hombre hablador y astuto. Simulaba amarlos a todos como a hijos y compadecerlos, pero en realidad no les permitía siquiera tomar aliento. Trabajaban para él por días y el codicioso anciano no permitía que sus brazos descansaran un solo instante.

Oyóse el tintineo de una esquila y pronto el rebaño de cabras y de carneros descendió hacia la orilla del lago. Los perros ladraron y alguien silbó. Los pescadores se volvieron, pero el viejo Zebedeo intervino:

– ¡Es Felipe, muchachos! ¡Vendrá con sus cuentos de siempre! -dijo irritado-. ¡Nosotros, ocupémonos de nuestros asuntos!

El mismo tomó la soga para simular que ayudaba.

Los pescadores salían ininterrumpidamente de la aldea con las redes a la espalda. Tras ellos, las mujeres llevaban en equilibrio sobre las cabezas las provisiones del día. Los muchachos, quemados por el sol, ya habían cogido los remos y mordisqueaban, cada dos o tres golpes de remo, el pan seco. Felipe apareció sobre una roca y silbó. Tenía deseos de hablar, pero el viejo Zebedeo se enfadó y poniéndose las manos en la boca a modo de corneta, gritó:

– ¡Estamos trabajando, Felipe! ¡Sé amable y vete! -y le volvió la espalda-. Allá, algo más lejos, está Jonás, que echa sus redes. Que vaya a charlar con él. ¡Nosotros, muchachos, dediquémonos a nuestro trabajo! -Tomó un nudo de la soga para tirar de ella.

Los pescadores volvieron a entonar el canto triste y monótono de su oficio. Todos tenían los ojos clavados en las calabazas rojas que servían de boyas y que iban acercándose gradualmente. Pero en el momento en que iban a sacar a la orilla la bolsa de la red, llena de peces, oyóse a lo lejos un prolongado rumor que ascendía desde todas partes de la llanura. Eran voces penetrantes que parecían entonar un canto fúnebre. El viejo Zebedeo aguzó, raudo, el oído. Los pescadores aprovecharon la ocasión y se detuvieron.

– ¿Qué ocurre, muchachos? Es una lamentación. Las mujeres entonan un canto fúnebre -dijo Zebedeo.

– Algún poderoso habrá muerto. Que Dios te conserve la vida, patrón -le respondió un viejo pescador.

Pero el viejo Zebedeo ya había trepado a una roca y sus ojos de ave de rapiña recorrieron la llanura. Vio a hombres y mujeres que corrían por los campos, que caían, se levantaban y se lamentaban. La aldea comenzó a alborotarse; pasaban mujeres que se arrancaban los cabellos y, tras ellas, desfilaban hombres silenciosos y con la cabeza gacha.

– ¿Qué ocurre, muchachos? -gritó el viejo Zebedeo-. ¿Adónde vais? ¿Por qué lloran las mujeres?

Pero los otros continuaban su camino y ganaban presurosamente las eras, sin responderle.

– ¿Adónde vais? ¿Quién murió? -gritó Zebedeo, agitando los brazos-. ¿Quién murió?

Un hombrecillo rechoncho se detuvo, sofocado, y respondió:

– ¡El trigo!

– ¡No digas necedades! Soy el viejo Zebedeo y no me gustan las bromas. ¿Quién murió?

– ¡El trigo, el centeno, el pan! -le respondieron gritos desde todas partes.

El viejo Zebedeo se quedó con la boca abierta. De pronto descargó un golpe sobre el muslo: había comprendido.

– ¡El diluvio arrastró la cosecha que estaba en las eras! -murmuró-. ¡A los pobres sólo les quedan los ojos para llorar!

Los gritos cubrían ahora toda la llanura. Los habitantes de la aldea salían de las casas, las mujeres se arrojaban al suelo en las eras, rodaban por el fango y se afanaban por recoger en los charcos y en los arroyuelos el poco trigo y centeno que se había depositado en ellos. Los pescadores sentían calambres en los brazos y les faltaban energías para recoger las redes. El viejo Zebedeo se enfureció al ver que también ellos miraban hacia la llanura con los brazos caídos.

– ¡Ocupémonos de nuestro trabajo, muchachos! -gritó al tiempo que bajaba del peñasco-. ¡Arriba! -Volvió a coger la soga y aparentó tirar de ella-. Nosotros somos pescadores, gracias a Dios, y no labradores. ¡Aunque venga otro diluvio, los peces saben nadar y no se ahogarán! ¡Dos y dos son cuatro!

Felipe abandonó su rebaño y avanzó saltando de roca en roca. Tenía deseos de charlar.

– ¡Es un nuevo diluvio, muchachos! -gritó-. Deteneos, en nombre del cielo, para que podamos hablar. ¡Esto es el fin del mundo! Contad las catástrofes: anteayer crucificaron al zelote, que era nuestra gran esperanza; ayer Dios abrió las esclusas del cielo, justamente en el momento en que las eras estaban llenas, y nos hemos quedado sin pan; y no hace mucho tiempo una de mis ovejas parió un cordero con dos cabezas… Esto es el fin del mundo, os lo digo. ¡Dejad vuestro trabajo, por amor de Dios, para que podamos charlar un momento!

El viejo Zebedeo se puso frenético y la sangre afluyó a su rostro:

– ¿Nos dejarás tranquilo, Felipe? -gritó-. ¿No ves que estamos trabajando? Nosotros somos pescadores y tú eres pastor. Que lloren los labradores. ¡Al trabajo, muchachos!

– ¿Y no te apiadas, viejo Zebedeo, de los campesinos que van a morir de hambre? -respondió el pastor-. También ellos son israelitas, ¿no es cierto? Son nuestros hermanos y todos no formamos más que un solo árbol, del cual, créeme, los labradores son las raíces. Si éstas se secan, todos nos secaremos… Mira, además hay un problema, viejo Zebedeo: si el Mesías llega y nos encuentra a todos muertos, ¿a quien ha de salvar?, dímelo.

El viejo Zebedeo resoplaba de rabia. Si le hubieran apretado las narices, habría estallado.

– Vaya, si tú crees en Dios sigue con tus cuentos, pero yo ya estoy harto de oír hablar de mesías. Llega uno y lo crucifican, llega otro y también lo crucifican. ¿Sabes lo que Andrés le ha dicho a su padre Jonás? Que dondequiera que uno vaya, dondequiera que uno se detenga, hay una cruz, y que los calabozos están llenos de mesías… Eh, ya estamos hartos de esas historias, y no necesitamos para nada tantos mesías; nos fastidian. Ve a traerme un queso y yo te daré algunos peces. Toma y daca… ¡eso es para mí el Mesías!

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