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El joven bajó la cabeza y desapareció. El higúmeno permaneció de pie en el centro de la celda, bajo el candelabro de siete brazos. Ahora se hallaba solo con Dios. Podía hablarle libremente pues ningún ser humano le oiría. Alzó tranquilamente la cabeza: sabía que Dios estaba frente a él.

– Voy -le dijo-, voy. ¿Por qué entras en mi celda e intentas apagar la luz, romper el arpa y llevarme contigo? Voy, y no sólo por tu voluntad sino también por la mía. Voy y llevo en las manos las tablas donde están escritos los reproches del pueblo. Quiero verte y hablar contigo. Ya lo sé, tú no oyes, simulas no oír; pero yo golpearé a tu puerta hasta que me abras. Y si tú no me abres, y ahora te hablaré con libertad puesto que aquí no hay nadie que pueda oírme, si tú no me abres, ¡echaré abajo tu puerta! Eres feroz y amas a los seres feroces. Sólo a los seres feroces llamas hijos tuyos. Hasta ahora nos prosternábamos, llorábamos, decíamos: ¡hágase tu voluntad! Pero ya no resistimos más, Señor. ¿Hasta cuándo hemos de esperar? Eres feroz, amas a los seres feroces y nos convertiremos en seres feroces. ¡Que se haga por una vez nuestra voluntad!

El higúmeno hablaba y aguzaba el oído; alargaba el cuello en el vacío, para oír. Pero la lluvia se había calmado y los truenos se alejaban; estallaban ensordecidos a los lejos, por el lado del desierto. Encima de la cabeza blanca del anciano ardían las siete llamas, inmóviles.

El "higúmeno calló y esperó. Esperó durante largo rato que las llamas volvieran a moverse y el arpa a estremecerse. Pero nada ocurría. El anciano sacudió la cabeza:

– Maldito sea el cuerpo del hombre -murmuró-. Se interpone y no deja que el alma vea y oiga al Invisible. ¡Hazme morir, Señor, para que pueda presentarme ante ti desembarazado del tabique de la carne, para que te oiga cuando tú me hables!

Durante aquel tiempo la puerta de la celda se había abierto sin ruido. Los monjes entraban en fila. Iban vestidos de blanco, como fantasmas, y el sueño aún pesaba sobre sus párpados. Se colocaron de espaldas al muro y esperaron. Habían oído las últimas palabras del higúmeno y se les había helado la sangre en las venas: «¡Habla con Dios, le hace reproches a Dios! ¡Ahora caerá el rayo sobre nosotros!», Pensaban. Esperaban, temblorosos.

El higúmeno miraba, pero sus ojos no veían; estaban fijos en otra parte. El novicio se acercó a él y se prosternó.

– Padre -le dijo en voz baja para no irritarle-, padre, aquí están.

El higúmeno oyó la voz de su discípulo, se volvió y los vio. Dejó el centro de la celda, marchando lentamente y manteniendo tan derecho como podía su cuerpo moribundo. Llegó a la silla, subió al peldaño bajo y se detuvo. De su brazo se soltó el amuleto que llevaba inscriptas las palabras sagradas. El novicio corrió para impedir que se mancillara tocando el suelo. Con un lento ademán, el higúmeno tomó el cayado sacerdotal de empuñadura de marfil, que estaba junto a la silla. Parecía haber recobrado las fuerzas; alzó nerviosamente la cabeza y paseó la mirada por los monjes alineados contra la pared.

– Monjes -dijo-, debo hablaros. Esta será la última vez que os dirijo la palabra. ¡Abrid vuestros oídos y que se vaya el que tenga sueño! Lo que diré es difícil de comprender, y es preciso que todas vuestras esperanzas y todos vuestros temores se despierten, agucen el oído y respondan.

– Escuchamos, santo higúmeno -dijo el más viejo del grupo, el padre Habacuc, llevándose la mano al corazón.

– He aquí mis últimas palabras, monjes. Tenéis la cabeza dura y os hablaré valiéndome de parábolas.

– Escuchamos, santo higúmeno -repitió el padre Habacuc.

El higúmeno inclinó la cabeza y comenzó a hablar más bajo:

– ¡Primero batieron las alas y enseguida se presentó el ángel! -dijo. Hizo una pausa, miró entre los párpados, uno a uno, a los monjes y sacudió la cabeza.

– ¿Por qué me miráis con la boca abierta, monjes? Has alzado la cabeza, tus labios se movieron. ¿Tienes que hacer alguna objeción, padre Habacuc?

El monje se llevó la mano al corazón y dijo:

– Dijiste: «Primero batieron las alas y enseguida se presentó el ángel.» Jamás hemos visto esta frase en las Escrituras, santo higúmeno.

– ¿Cómo habría de verla, padre Habacuc? ¡Ay, vuestro cerebro es torpe! Abrís los libros de los profetas y vuestros ojos no pueden leer más que letras. Pero, ¿qué pueden decir las letras? Son las negras rejas de la prisión donde el espíritu se asfixia y clama. Entre las letras y las líneas y alrededor de los blancos márgenes, circula libremente el espíritu. Yo vuelo con él y os traigo la gran nueva: ¡monjes, primero batieron las alas y enseguida se presentó el ángel!

El padre Habacuc dijo entonces:

– Nuestro espíritu es una lámpara apagada, santo higúmeno.

¡Enciéndela, haznos comprender la parábola, ábrenos los ojos!

– En el comienzo, padre Habacuc, fue la pasión de la libertad; la libertad no existía pero de pronto, desde el fondo de la servidumbre, un hombre agitó los brazos cargados de cadenas, nerviosa, violentamente, como si fueran alas. Luego otro hizo lo propio, y luego otro hasta que todo el pueblo lo imitó.

Oyéronse voces alegres que preguntaban:

– ¿El pueblo de Israel?

– ¡El pueblo de Israel, monjes! Y he aquí el grande, el terrible momento que vivimos: ¡la pasión de la libertad se desencadenó y las alas se echaron a batir frenéticamente! ¡El liberador llega! ¡El liberador llega, monjes! Pues, ¿de qué creéis que esté hecho ese ángel de la libertad? ¿De la condescendencia y de la misericordia de Dios? ¿De su amor? ¿De su justicia? ¡No! ¡Está hecho de la paciencia, de la obstinación y de la lucha del hombre!

– Confías al hombre, santo higúmeno -intentó replicar el padre Habacuc-, una abrumadora responsabilidad, un peso insoportable. ¿Tienes tanta confianza en él?

Pero el higúmeno ignoró la observación de Habacuc; su espíritu continuaba concentrado en el Mesías.

– Es uno de nuestros hijos -gritó-. ¡Por eso las Escrituras le llaman Hijo del hombre! ¿Por qué, según vosotros, durante generaciones y generaciones se unieron millares de hombres y mujeres de Israel? ¿Para dar satisfacción a sus muslos, para regocijar su vientre? No. ¡Esos millares y millares de hombres copulan para que nazca el Mesías!

El higúmeno golpeó viva y violentamente el suelo con el cayado.

– ¡Permaneced vigilantes, monjes! Puede llegar a mediodía, puede llegar en medio de la noche. Estad siempre prontos, lavados, en ayunas, despiertos. ¡Desgraciado de aquél a quien encuentre sucio, dormido o saciado!

Los monjes se apretaron unos contra otros; no se atrevían a mirar a la cara del higúmeno, pues sentían que su cabeza despedía llamas salvajes.

El moribundo descendió de la silla y, avanzando con paso firme, se acercó al rebaño de padres aterrorizados y los tocó uno por uno con el cayado sacerdotal.

– ¡Permaneced vigilantes, monjes! -gritó-. ¡Si la pasión cede, aunque sea por un instante, las alas se transforman en cadenas! ¡Velad, luchad, mantened día y noche la antorcha de vuestra alma encendida! ¡Batid el aire con vuestras alas, martilladlo! Yo llevo prisa y me voy, voy a hablar con Dios. Me voy, y estas son mis últimas palabras: ¡batid el aire con vuestras alas, martilladlo!

Súbitamente se le cortó el aliento. El cayado resbaló de sus manos y suave, delicadamente, el anciano cayó de rodillas y rodó sin hacer ruido por las baldosas. El novicio lanzó un grito y corrió en auxilio del higúmeno. Los monjes se agitaron, se inclinaron y lo tendieron sobre las baldosas; bajaron el candelabro de siete brazos y lo colocaron junto al rostro lívido e inmóvil. Su barba resplandecía y la túnica blanca se abrió y dejó ver la sotana áspera provista de ganchos de hierro puntiagudos, que envolvía el pecho y los lomos ensangrentados del anciano.

El padre Habacuc colocó la mano sobre el corazón del higúmeno y dijo:

– Está muerto.

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