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– ¿Adonde te diriges, hijo mío? -preguntó.

– Al desierto.

– ¿Dónde? ¡Habla fuerte!

– Al desierto.

La vieja contrajo su boca desdentada y su mirada se volvió agresiva.

– ¿Al monasterio? -gritó con inesperada cólera-. ¿Por qué? ¿Qué vas a buscar allí? ¿No tienes piedad de tu juventud?

El hombre joven permaneció en silencio. La vieja sacudió la cabeza y silbó como una serpiente.

– ¿Vas en busca de Dios? -preguntó en tono sarcástico.

La voz del hombre joven se dejó oír muy débil…

– Sí.

La vieja dio un puntapié al perro que se le había metido entre las piernas y se acercó al joven.

– ¡Ah, desgraciado! -gritó-. ¿No sabes que Dios no está en los monasterios, sino en las casas de los hombres? Dios está presente allí donde hay un hombre y una mujer, donde hay niños, preocupaciones, una cocina, disputas, reconciliaciones. No escuches lo que dicen los eunucos, pues para ellos las uvas están demasiado verdes, tenlo por seguro… El verdadero Dios es el Dios de que te hablo, el de las casas y no el de los monasterios. A ése hay que adorar. ¡El otro es para los eunucos y los perezosos!

La vieja continuó hablando, y cuanto más hablaba más se acaloraba. Hablaba, chillaba, hasta que, una vez que hubo descargado la bilis, se calmó. Puso la mano en el hombro del hijo de María:

– Perdóname, muchacho -dijo-, pero yo tenía un hijo, robusto como tú… Un buen día su cerebro se perturbó; abrió la puerta y partió. Fue al Monasterio del desierto, al Monasterio de los Curadores… ¡Malditos sean, ojalá no se curen en su vida! Y lo perdí. Ahora meto la masa en el horno y saco el pan, pero no tengo a quién dar de comer. No tengo hijos ni nietos. Soy como un árbol muerto.

Se calló por unos instantes, se enjugó los ojos y prosiguió:

– Durante años supliqué a Dios. Gritaba: ¿Por qué he nacido? Tenía un hijo, ¿por qué me lo has quitado? ¡Gritaba y gritaba, pero El no se dignaba oírme! Una sola vez, en el monte del profeta Elías, vi a medianoche abrirse el cielo y oí una voz retumbante que decía: «¡Grita hasta quedarte ronca si así lo deseas!» Luego el cielo se cerró y desde entonces no volví a gritar.

El hijo de María se levantó. Alargó la mano para despedirse de la vieja, pero ésta retiró la suya. Comenzó a silbar de nuevo como una serpiente.

– Así que es el desierto, ¿no? A ti también te gusta la arena, ¿eh? ¿Pero no tienes ojos, hijo mío? ¿No ves el sol, las viñas, las mujeres? Te aconsejo que vayas a Magdala… ¡Allí encontrarás lo que necesitas! ¿No leíste nunca las Escrituras? Yo no quiero, dice Dios, no quiero oraciones ni ayunos. ¡Quiero carne! Eso significa: ¡quiero que me deis hijos!

– Adiós, abuela -dijo el hombre joven-. Que Dios te bendiga por el pan que me diste.

– Que Dios te bendiga a ti también, muchacho -dijo la vieja, enternecida-, que Dios te bendiga a ti también por el bien que me hiciste. Hacía mucho que no se acercaba ningún hombre a esta cabaña. Y si acertaba a pasar alguno, era un viejo…

Cruzó el viñedo, saltó el vallado y volvió a encontrarse en el camino principal.

– No quiero ver a nadie -murmuró-, no quiero ver a nadie. Hasta el pan que me dan me sabe a hiel. No hay más que un camino que lleve hacia Dios, y es el que hoy he tomado. Pasa entre los hombres sin tocarlos y desemboca en el desierto. ¡Ah, tengo prisa por llegar!

No acababa de pronunciar esas palabras cuando una risa estalló a sus espaldas. Se estremeció y se volvió. Una risa que no había partido de boca alguna agitaba el aire, sibilante, rencorosa, agresiva.

– ¡Adonay! -el grito salió de su garganta apretada-. ¡Adonay! -con los pelos de punta miraba el aire que reía burlonamente. Enloquecido, echó a correr y enseguida escuchó los pies descalzos que corrían tras él.

– No tardarán en alcanzarme… No tardarán en alcanzarme… -murmuraba mientras corría.

Las mujeres segaban aún, los hombres llevaban las gavillas a la era y, más lejos, otros aventaban. Soplaba una brisa cálida que se llevaba la paja del trigo y salpicaba la tierra con un polvillo dorado mientras los pesados granos se amontonaban en la era. Los caminantes tomaban un puñado de trigo, lo llevaban a los labios y deseaban a los amos: «¡Que el año próximo la cosecha sea tan buena como éste!»

Entre dos colinas apareció a lo lejos Tiberíades, la ciudad gloriosa recientemente construida, idólatra, llena de estatuas, de teatros y de mujeres cubiertas de afeites. Al verla, el hijo de María sintió miedo. Cuando niño, una vez había ido allí con su tío el rabino, a quien llamaran para arrojar los demonios del cuerpo de una patricia romana. La poseía el demonio del baño; salía a las calles completamente desnuda y corría tras los transeúntes. Cuando entraron en su palacio, la patricia sufría un ataque y corría, desnuda como la mano, hacia la puerta de la calle. Los esclavos la perseguían. El rabino había adelantado su cayado y la había detenido, pero la mujer, al ver al muchacho, se había precipitado sobre él. El hijo de María lanzó un grito y se desvaneció. Desde entonces, sólo recordar el nombre de aquella ciudad impúdica le helaba la sangre.

– Es una ciudad maldita, hijo mío -le decía el rabino-. Cuando debas pasar por ella, hazlo rápido, mirando el suelo y pensando en la muerte; o bien mira el cielo y piensa en Dios. Y hazme caso: cuando hayas de ir a Cafarnaum, oblígate a dar un rodeo.

La ciudad impúdica reía bajo el sol. La gente, peatones y jinetes, entraba y salía por sus puertas. En sus torres ondeaban enseñas con águilas de dos cabezas y centelleaban armaduras de bronce. Un día el hijo de María había visto, fuera de las puertas de Nazaret, echada en un lecho de limo verde, la carroña hinchada de una yegua; en su vientre, abierto, lleno de tripas y de inmundicias, se paseaban batallones de escarabajos, y sobre él zumbaba una nube de moscas verdes y doradas; dos cuervos habían clavado el pico puntiagudo en los grandes ojos de largas pestañas y bebían… La carroña relucía, resucitada, habitada por toda una población, y daba la impresión de que se revolcaba en la hierba nueva, enloquecida, ebria de alegría, con las cuatro patas herradas tendidas hacia el cielo.

– Como la carroña de la yegua es Tiberíades -murmuró el hijo de María, sin poder apartar la mirada de la ciudad-. Así eran Sodoma y Gomorra, y así es también el alma pecadora del hombre…

Pasó un anciano robusto a horcajadas en un asno. Vio al hijo de María y se detuvo:

– ¿Por qué te quedas con la boca abierta, muchacho? -dijo-. ¿No la conoces? Es nuestra nueva princesa, Tiberíades la puta. Los griegos, los romanos, los beduinos, los caldeos, los gitanos, los hebreos la montan, pero siempre desea más. Puedes creer lo que te digo: siempre desea más. ¡Dos y dos son cuatro!

Sacó de la alforja un puñado de nueces y se las ofreció:

– Pareces un hombre honrado y pobre -dijo-. Tómalas para distraer el hambre en el camino y haz votos por el viejo Zebedeo de Cafarnaum.

Lucía una barba ahorquillada completamente blanca, tenía gruesos labios sensuales, cuello corto y ancho de toro y ojos vivaces y negros de ave de rapiña. ¡Aquel cuerpo rechoncho debió haber comido mucho en la vida, bebido mucho, amado mucho, y estaba lejos de sentirse saciado!

Un coloso con el pecho y las rodillas descubiertos y todo velludo pasó frente a ellos empuñando un cayado corvo; se detuvo y, enfurecido, sin saludar al anciano, se volvió hacia el hijo de María:

– ¿No eres tú el hijo del carpintero de Nazaret? ¿No eres tú el que fabrica cruces para crucificarnos?

Dos viejas segadoras lo oyeron desde el campo vecino y se acercaron.

– Yo -dijo el hijo de María-, yo… -e hizo ademán de irse.

– ¿Adonde vas? -le dijo el otro tomándole del brazo-. ¡No escaparás tan fácilmente! ¡Crucificador, traidor, te aplastaré las narices!

Pero el robusto anciano arrebató el cayado al pastor.

– Felipe -dijo-, espera; escúchame, escúchame, compañero. Dime: ¿acaso ocurre algo en el mundo que no sea voluntad de Dios?

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