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Miró el bolso y se echó a reír. «Existe una entrada», se dijo. «Y también una salida. Un bolso desaparece y aparece otra vez. Pero, de lo que acontece entre un suceso y el otro, no sé nada en absoluto. Aunque también existe el riesgo de que no sea capaz de distinguir entre mis quimeras y la realidad.»

Hong Qui la llamó una hora más tarde, justo cuando Birgitta acababa de volver a su habitación. Ya nada la sorprendía. Era como si personas para ella desconocidas estuviesen siguiendo cada uno de sus movimientos y supiesen dónde se encontraba en todo momento. Como ahora: acababa de entrar y sonaba el teléfono.

– Mañana a las nueve -le dijo Hong Qui.

– ¿Dónde?

– Yo la recogeré. Vamos a un juzgado de un distrito a las afueras de Pekín. Lo elegí porque presidirá la sala una jueza.

– Muchas gracias.

– Haremos cuanto esté en nuestras manos para compensar el desgraciado accidente del bolso.

– Ya lo has compensado. Me siento rodeada de espíritus protectores.

Después de la conversación, Birgitta Roslin vació el contenido de su bolso sobre la cama. Aún le costaba comprender que las cerillas estuviesen allí, en lugar de en la maleta. Abrió la caja y comprobó que estaba medio vacía. Frunció el entrecejo. «Alguien que fuma», concluyó. «Esta caja estaba llena de cerillas cuando la guardé en el bolso.» Sacó las cerillas, las dejó en la cama y abrió la caja del todo para observar bien las dos partes. No sabía exactamente qué pensaba descubrir. Una caja de cerillas no era ni más ni menos que eso. Irritada, volvió a guardar las cerillas en la caja, y ésta en el bolso. Estaba yendo demasiado lejos con sus fantasías.

Dedicó el resto del día a un templo budista y una prolongada cena en un restaurante próximo al hotel. Cuando Karin entró de puntillas en la habitación y encendió la luz, ella ya dormía y se dio media vuelta en la cama.

Al día siguiente se levantaron a la misma hora. Puesto que Karin se había quedado dormida y llegaba tarde, sólo le dijo que el congreso se clausuraba a las dos. A partir de esa hora estaba libre. Birgitta Roslin le habló de la visita que pensaba hacer a la sala de vistas, pero sin contarle aún nada del robo.

Hong Qui la esperaba en la recepción enfundada en un abrigo de piel de color blanco. Birgitta se sintió avergonzada al comparar su vestimenta con la de ella, pero Hong Qui observó que iba bien abrigada.

– Nuestras salas de vistas son muy frías -le advirtió.

– Como vuestros teatros, ¿no?

Hong Qui sonrió al responder. «No creo que sepa que hace unos días asistimos a un espectáculo de la ópera de Pekín, ¿no?», se preguntó Birgitta. «¿O tal vez sí?»

– China sigue siendo un país muy pobre. Avanzamos hacia el futuro con mucha humildad y trabajando duro.

«No todos son pobres», pensó Birgitta con amargura. «Incluso yo, que no soy una experta, tengo claro que las pieles que llevas no sólo son auténticas, sino además muy caras.»

A la puerta del hotel las esperaba un coche con chófer. Birgitta Roslin sintió cierto malestar. En realidad, ¿qué sabía de aquella extraña que iba a llevarla en un coche conducido por otro extraño?

Intentó convencerse de que no había peligro. ¿Por qué no era capaz de apreciar, simplemente, la solicitud con que la estaban tratando? Hong Qui guardaba silencio, con los ojos medio cerrados. Circulaban a gran velocidad por una larga avenida, y unos minutos más tarde Birgitta no tenía la menor idea de en qué parte de la ciudad se encontraban.

Se detuvieron ante un edificio bajo construido en cemento cuya entrada custodiaban dos policías. Por encima del dintel había una serie de caracteres chinos de color rojo.

– Es el nombre del juzgado del distrito -explicó Hong Qui, que siguió la mirada curiosa de Birgitta.

Cuando empezaron a subir la escalinata que conducía a la puerta, los dos policías presentaron armas. Hong Qui no reaccionó y Birgitta se preguntó quién sería aquella mujer en realidad. Desde luego, no era una vulgar mensajera encargada de devolver bolsos robados a los turistas.

Siguieron caminando por un pasillo hasta que llegaron a la sala de vistas, una habitación sobria cuyas paredes estaban forradas de paneles de madera en color marrón. Sobre una tarima bastante elevada ocupaban sendas sillas dos hombres uniformados. Entre ambos quedaba un sitio libre. No había ningún espectador en la sala y Hong Qui se dirigió a la primera fila de los bancos destinados al público, donde había dos cojines. «Todo está preparado», constató Birgitta. «El espectáculo puede comenzar. Aunque quizá también aquí, en la sala de vistas, quieran tratarme con amabilidad.»

Acababan de sentarse cuando dos guardias condujeron al acusado al interior de la sala. Un hombre de mediana edad que llevaba la cabeza rapada y un uniforme de presidiario de color azul oscuro y tenía la vista clavada en el suelo. A su lado se hallaba el abogado defensor. En otra mesa se sentó quien Birgitta supuso que sería el fiscal. Era un hombre de edad que vestía ropa normal, calvo y con el rostro surcado de arrugas. La jueza entró en la sala por una puerta situada detrás de la tarima. Tendría unos sesenta años, era corpulenta y de baja estatura. Sentada en la silla, parecía una niña.

– Shu Fu ha sido jefe de una banda de delincuentes especializados en robos de coches -le explicó Hong Qui en voz baja-. Los demás ya han sido juzgados y ahora le toca el turno al cabecilla de la banda. Al ser reincidente le impondrán una dura condena. Hasta el momento se le ha tratado con suavidad, pero, al continuar con su actividad delictiva, ha traicionado la confianza que la justicia depositó en él, de modo que el tribunal deberá imponerle una sentencia más dura.

– Pero no la pena capital, ¿verdad?

– Por supuesto que no.

Birgitta Roslin intuyó que a Hong Qui no le había gustado su pregunta, pues respondió con impaciencia, casi molesta. «Vaya, ya se te ha borrado la sonrisa de la boca», pensó Birgitta. «La cuestión es si lo que voy a presenciar es un verdadero juicio o si se trata de una puesta en escena con una sentencia ya dictada.»

Todos hablaban con voz chillona, que resonaba en la sala. El único que no dijo una palabra en ningún momento fue el acusado, que seguía mirando al suelo fijamente. De vez en cuando Hong Qui le traducía lo que decían. El abogado defensor no hizo mayor esfuerzo por apoyar a su cliente, algo que tampoco era infrecuente en los tribunales suecos, pensó Birgitta. Todo se redujo a una conversación entre el fiscal y la jueza. Birgitta no logró entender cuál podía ser la función de los personajes sentados a ambos lados de la magistrada.

El juicio terminó en menos de media hora.

– Le caerán unos diez años de trabajos forzados -explicó Hong Qui.

– No he oído que la jueza haya dicho nada que pudiera interpretarse como una sentencia…

Hong Qui no hizo el menor comentario a su observación. Cuando la jueza se puso en pie, todos los presentes la imitaron. Se llevaron al acusado sin que Birgitta hubiese conseguido verle los ojos una sola vez.

– Voy a presentarte a la jueza -le dijo Hong Qui-. Nos invita a una taza de té en su despacho. Se llama Min Ta. Cuando no está trabajando, se dedica a cuidar de sus dos nietos.

– ¿De qué tiene fama?

Hong Qui no pareció entender la pregunta.

– Todos los jueces tienen fama de algo que, en mayor o menor grado, se corresponde con la realidad, pero siempre hay un fondo de verdad. A mí se me considera una jueza templada pero muy decidida.

– Min Ta cumple la ley. Está orgullosa de ser jueza. Por esa razón es una buena representante de nuestro país.

Por la baja puerta que había detrás de la tarima accedieron a una habitación fría y de decoración espartana donde las aguardaba Min Ta. Un ujier les sirvió el té mientras ellas se sentaban. Min Ta empezó a hablar sin preámbulos, con la misma voz chillona que en la sala. Cuando guardó silencio, Hong Qui tradujo sus palabras.

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