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Estaba a punto de salir de la Ciudad Prohibida cuando descubrió con asombro que había allí dentro una cafetería de una cadena norteamericana. El letrero le llamó poderosamente la atención desde la pared de ladrillo rojo de la que colgaba. Intentó ver cómo reaccionaban los chinos que pasaban por allí. Alguno que otro se detenía y señalaba el local; otros incluso entraban, pero a la mayoría no parecía importarle lo que ella consideraba un sacrilegio execrable. China se había convertido en otro tipo de misterio desde la primera vez que ella intentó comprender algo del Reino del Centro. «Bueno, quizá no sea así», se corrigió. «Hasta un café norteamericano situado en la Ciudad Prohibida debe de poder explicarse mediante un análisis objetivo de cómo es hoy el mundo.»

Por el camino de vuelta hacia el hotel rompió la promesa que se había hecho a sí misma aquella mañana y echó una ojeada a su alrededor. Sin embargo, no había nadie; o, al menos, nadie a quien ella reconociese o que pareciese sorprendido de que se hubiese dado la vuelta. Almorzó en un pequeño restaurante donde, una vez más, le sorprendió que la cuenta fuese tan elevada. Después decidió ver si encontraba algún periódico inglés en el hotel y tomarse una taza de café en el bar que había junto a la recepción. Halló un ejemplar de The Guardian en el quiosco y se sentó en el rincón junto a la chimenea encendida. Unos turistas americanos se levantaron y declararon en voz alta para que los oyese todo el mundo que se disponían a subir a la Muralla China. A Birgitta no le gustaron lo más mínimo.

¿Cuándo iría ella a la Muralla? Tal vez Karin tuviese tiempo el último día antes de que volviesen a casa. ¿Cómo era posible ir a China y dejar de visitar la Muralla, que, según una leyenda moderna, era una de las pocas obras humanas visibles desde el espacio?

«Debo ver la Muralla», pensó. «Seguro que Karin ya ha estado allí, pero se habrá de sacrificar. Además, ella tiene cámara. No podemos irnos de aquí sin una foto que mostrarles a nuestros hijos donde se nos vea ante la Muralla.»

De repente, una mujer se detuvo ante su mesa. Era de su edad, aproximadamente, y llevaba el cabello peinado hacia atrás. Le sonreía con un aspecto muy digno. Se dirigió a Birgitta en un inglés muy correcto.

– ¿La señora Roslin?

– Sí, soy yo.

– ¿Podría sentarme? Tengo algo importante que decirle.

– Claro.

La mujer llevaba un traje azul marino que parecía muy caro.

Tomó asiento antes de presentarse.

– Me llamo Hong Qui. No la molestaría si no se tratase de un asunto verdaderamente importante.

Dicho esto, le hizo una discreta seña a un hombre que aguardaba a unos metros. El hombre se acercó y dejó el bolso de Birgitta sobre la mesa, como si se tratase de un precioso regalo, y se marchó enseguida.

Birgitta Roslin miró a Hong inquisitiva.

– La policía encontró su bolso -le explicó Hong-. Para nosotros es humillante que cualquiera de nuestros huéspedes sufra un percance, de modo que me han pedido que se lo devuelva en persona.

– ¿Eres policía?

La mujer no cesaba de sonreír.

– En absoluto. Pero las autoridades me piden de vez en cuando que les ayude en algunos asuntos. ¿Falta algo?

Birgitta Roslin abrió el bolso. No faltaba nada, salvo el dinero. Además, comprobó con sorpresa que también estaba la caja de cerillas.

– Falta el dinero.

– Tenemos la esperanza de atrapar a los ladrones. Y se les aplicará una pena muy dura.

– Pero no los condenarán a muerte, ¿verdad?

Al rostro de Hong asomó una expresión apenas perceptible que, no obstante, no pasó inadvertida para Birgitta.

– Nuestras leyes son muy estrictas. Si tienen antecedentes de delitos graves, tal vez los condenen a muerte. Si observan un buen comportamiento, se les conmutará la pena por cadena perpetua.

– ¿Y si no cambian de comportamiento?

Hong dio una respuesta evasiva.

– Nuestras leyes son claras y fáciles de interpretar, pero eso no significa que se puedan establecer de antemano las condenas. Nuestras sentencias son particulares. Cuando las penas se imponen de forma rutinaria, es imposible que sean justas.

– Yo soy jueza. Según mi opinión, un sistema judicial que aplica la pena de muerte es esencialmente primitivo, pues nunca tiene el menor efecto preventivo.

A Birgitta no le agradó lo más mínimo el tono altanero de sus propias palabras. Hong Qui la escuchaba con gesto atento y grave. La sonrisa se había esfumado de su semblante. Despachó con un gesto a la camarera que se acercaba a la mesa y Birgitta tuvo la sensación de que se repetían las pautas. Hong Qui no reaccionó en modo alguno al saber que era jueza. Ya lo sabía.

«En este país, todo el mundo lo sabe todo de mí», se dijo indignada. A menos que aquello fuesen figuraciones suyas.

– Por supuesto que me alegro de haber recuperado el bolso, pero comprenderás que me sorprenda el modo. De pronto, te presentas con él, no eres policía y no sé qué ni quién eres. ¿Han atrapado a los que me robaron o no te he entendido bien? ¿Lo encontraron tirado por ahí?

– No han detenido a nadie. Pero hay sospechas concretas. El bolso apareció cerca de donde te lo robaron.

Hong Qui hizo amago de levantarse, pero Birgitta Roslin la retuvo.

– Aclárame quién eres. Es extraño que una completa desconocida venga de pronto y me devuelva el bolso que me habían robado en la calle.

– Trabajo con temas de seguridad. Como hablo inglés y francés, a veces me llaman para que haga ciertas gestiones.

– ¿Seguridad? O sea que, después de todo, eres policía, ¿no?

Hong Qui negó con un gesto.

– La seguridad de una sociedad no siempre consiste en la vigilancia externa, que es responsabilidad de la policía. Se trata de algo más profundo que alcanza las raíces mismas de la sociedad. Estoy segura de que en su país ocurre lo mismo.

– ¿Quién te pidió que vinieses a devolverme el bolso?

– Uno de los jefes de la central de objetos perdidos de Pekín.

– ¿Objetos perdidos? ¿Quién lo había entregado allí?

– No lo sé.

– ¿Cómo sabíais que era mío? No llevaba el documento de identidad ni ningún otro efecto con mi nombre.

– Supongo que reciben información de las distintas instancias de investigación policial.

– ¿Acaso hay más de una unidad que trabaje con robos callejeros?

– La colaboración entre policías de distintos grupos es muy frecuente.

– ¿Para encontrar un bolso?

– Para resolver un grave asalto a un extranjero que visita nuestro país.

«No hace más que eludir el asunto y dar rodeos», concluyó Birgitta Roslin. «No conseguiré que me responda lo que debe responder.»

– Yo soy jueza -repitió Birgitta-. Y me quedaré unos días más en Pekín. Puesto que parece que lo sabes todo de mí, no será necesario que te cuente que he venido con una amiga que se pasa los días hablando del primer emperador en un congreso internacional.

– Es fundamental conocer a fondo la dinastía Qin para comprender mi país. Sin embargo, se equivoca si cree que sé quién es o el motivo de su visita a Pekín.

– Puesto que has sido capaz de recuperar mi bolso, estaba pensando pedirte consejo. ¿Cómo puedo obtener permiso para acceder a una sala de vistas china? No tiene por qué ser un juicio importante, claro. Sólo quisiera poder seguir los procedimientos y, quizás, hacer alguna que otra pregunta.

La respuesta, inmediata, sorprendió a Birgitta.

– Puedo arreglarlo mañana. Yo misma la acompañaré.

– No quiero causar molestias. Pareces una persona muy ocupada.

Hong Qui se puso de pie.

– La llamaré más tarde para decirle cuándo podemos vernos mañana.

Birgitta Roslin estaba a punto de decirle el número de su habitación, pero pensó que Hong Qui ya lo sabría.

La vio cruzar el bar en dirección a la salida. El hombre que había dejado el bolso en la mesa se unió a otro antes de desaparecer de su campo de visión.

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