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Pocos días después, J.A. volvió al campamento. Estaba más pálido y delgado, pero también más violento. Ya el primer día, a dos de los chinos que trabajaban en el equipo de San y Guo Si los golpeó hasta dejarlos inconscientes, sin más motivo que su impresión de que no lo habían saludado con la suficiente solemnidad y veneración al verlo llegar a caballo. No estaba satisfecho con los progresos del trabajo durante su enfermedad. Reprendió duramente a Brown y le ordenó a gritos que, a partir de ese momento, les exigiese más esfuerzo a cuantos trabajaban en la montaña. Aquellos que no siguiesen sus reglas serían abandonados en el desierto sin comida y sin agua.

Al día siguiente de su regreso, J.A. volvió a mandar a los hermanos a las cestas. Ya no podían contar con la ayuda de Brown. Desde que el capataz había vuelto se encogía como un perro apaleado.

Siguieron doblegando la montaña, volando sus paredes, picándolas y arrastrando piedras, y empezaron a extender la apisonada arena sobre la que debían colocar los raíles. Con todo su afán fueron venciendo a la montaña metro a metro. A lo lejos veían el humo de la locomotora que transportaba raíles, maderos y trabajadores. No tardaría en llegar hasta allí. San le dijo a Guo Si que era como si una manada de alimañas les pisasen los talones. Sin embargo, ninguno de los hermanos habló nunca de cuánto tiempo resistirían trabajando en las cestas. Hablar de la muerte llamaba a la muerte y procuraban mantenerla aparte rodeándola de silencio.

Llegó el otoño. La locomotora estaba cada vez más cerca. J.A. se emborrachaba más a menudo. Entonces golpeaba a cuantos se cruzaban en su camino. En ocasiones se quedaba dormido a lomos de su caballo, agarrado a la crin, pero todos le temían igualmente, aunque estuviese dormido.

Por las noches, San soñaba esporádicamente que la montaña volvía a crecer. Cuando por la mañana se despertara junto con los demás, descubrirían que volvían a enfrentarse a una mole de piedra incólume, que estaban como al principio. Sin embargo, iban venciéndola poco a poco. Picaban y volaban sus lomos hacia el este, con la crueldad del capataz a sus espaldas.

Una mañana, los dos hermanos vieron cómo un chino anciano trepó despacio por uno de los sillares de la montaña, se arrojó al vacío y se estrelló contra el suelo. San jamás olvidaría la dignidad con la que aquel hombre acabó sus días.

La muerte estaba siempre cerca, siempre presente. Un hombre se destrozó la cabeza con el pico, otro se adentró en el desierto y desapareció. El capataz envió a sus indios y sabuesos en su busca, pero jamás lo encontraron. Sólo daban con los fugitivos, no con aquellos que se refugiaban en el desierto ansiando la muerte.

Un día, Brown convocó a todos los trabajadores en la sección que llamaban la Puerta del Infierno y les hizo formar en filas. Cuando J.A. apareció a caballo, estaba sobrio y se había cambiado de ropa. Por lo general apestaba a sudor y a orina, pero aquel día iba limpio. Se quedó sentado en su montura y, cuando se dirigió a ellos, lo hizo sin gritar.

– Hoy tendremos visita -comenzó-. Algunos de los caballeros que financian este ferrocarril vendrán para comprobar que el trabajo avanza como es debido. Doy por sentado que trabajaréis más deprisa que nunca. Será estupendo que os mováis al son de alegres gritos o canciones. Si alguien os pregunta, responderéis educadamente que todo es bueno y va bien. El trabajo, la comida, las tiendas, incluso yo. Aquel que no haga lo que digo sufrirá un infierno en cuanto los señores se hayan marchado, os lo juro.

Pocas horas después llegaron los visitantes, aparecieron en un carro cubierto y escoltado por jinetes armados y uniformados. Eran tres, vestidos de negro y con sombreros de copa, y bajaron con cuidado al suelo pedregoso. Detrás de cada uno de ellos iba un negro que sostenía un parasol para protegerlos de los fuertes rayos. También los sirvientes negros vestían uniforme. Cuando los caballeros llegaron, San y Guo Si estaban instalando una carga explosiva desde sus cestas. Al verlos, se echaron atrás antes de que encendiesen las mechas y gritasen que hiciesen bajar las cestas.

Después de que estallase la carga, uno de los hombres vestidos de negro se acercó a San para hablar con él. A su lado había un intérprete chino. San tenía ante sí un par de ojos azules y un rostro amable. Las preguntas se sucedieron sin que el hombre alzase la voz en ningún momento.

– ¿Cómo se llama? ¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí?

– San. Un año.

– Su trabajo es muy peligroso.

– Hago lo que me ordenan.

El hombre asintió. Después sacó unas monedas del bolsillo y se las dio a San.

– Compártelas con el otro hombre que trabaja en las cestas.

– Es mi hermano, Guo Si.

Por un segundo, una sombra de extrañeza empañó el semblante del caballero.

– ¿Su hermano?

– Sí.

– ¿En el mismo trabajo, tan peligroso?

– Sí.

El hombre asintió pensativo y le entregó a San otro puñado de monedas. Después dio media vuelta y se marchó. Durante unos segundos, pensó San, había sido un ser totalmente real, mientras aquel hombre vestido de negro lo estuvo interrogando. Ahora volvía a ser un chino sin nombre con un pico en la mano.

Cuando el carro de los tres caballeros se marchó de allí, J.A. desmontó del caballo y le reclamó a San las monedas que le habían dado.

– Dólares de oro, ¿para qué los quieres tú?

Se guardó el dinero en el bolsillo y volvió a montar.

– A la montaña -dijo señalando las cestas-. Si no hubieras huido, tal vez te hubiese permitido que te quedases el dinero.

El odio estalló en el interior de San con una fuerza incontrolable. ¿Sería necesario al fin volarse a sí mismo por los aires junto con el odiado capataz?

Siguieron trabajando en la montaña. El otoño avanzaba y las noches se volvieron más frías. Entonces sucedió aquello que San tanto había temido. Guo Si cayó enfermo. Una mañana despertó con fuertes dolores de estómago. Echó a correr fuera de la tienda y llegó justo a tiempo de bajarse los pantalones antes de que saliese un chorro disparado.

Puesto que sus compañeros temían que se les contagiase la gastroenteritis, lo dejaron solo en la tienda. San iba a llevarle agua y un anciano negro llamado Hoss le humedecía la frente y le limpiaba la mezcla acuosa que salía de su cuerpo. Hoss llevaba tanto tiempo cuidando enfermos que ya nada parecía afectarle. Sólo tenía un brazo, después de que una roca casi lo aplastase entero. Con la única mano que le quedaba refrescaba la frente de Guo Si, mientras esperaba a que muriese.

De improviso, el temido capataz se presentó en la puerta de la tienda. Miró con desprecio al hombre que yacía hundido en sus propios excrementos.

– ¿Piensas morirte o qué? -le preguntó.

Guo Si intentó incorporarse, pero no tuvo fuerzas.

– Necesito la tienda -prosiguió J.A.-. ¿Por qué los chinos tienen que tardar tanto en morirse?

Aquella misma noche, Hoss le contó a San lo que había dicho el capataz. Hablaban a la puerta de la tienda en la que deliraba Guo Si. El pobre gritaba angustiado que alguien se acercaba caminando desde el desierto. Hoss intentaba tranquilizarlo. Había cuidado a muchos moribundos y sabía que era una visión habitual en quienes estaban a punto de fallecer. Un caminante en el desierto que venía para llevárselos. Podía tratarse del padre o de un dios, de un amigo o de una esposa.

Hoss cuidaba a un chino cuyo nombre desconocía, y tampoco le importaba mucho. Aquel que iba a morir no necesitaba un nombre.

Guo Si estaba yéndose. San aguardaba desesperado el desenlace.

Los días se acortaron. El otoño se esfumaba. Pronto llegaría otra vez el invierno.

Sin embargo, Guo Si sanó como por milagro, muy despacio, y ni Hoss ni San osaban confiar en que se recuperaría, pero una mañana, Guo Si se levantó. La muerte había salido de su cuerpo sin llevárselo consigo.

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