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Cuando acamparon la primera noche, ni San ni Guo Si habían recuperado aún el oído. En el interior de sus cabezas seguía tronando. San buscaba la mirada de Guo Si para intentar animarlo, pero sus ojos estaban muertos y comprendió que necesitaría hacer acopio de todas sus fuerzas para mantenerlo con vida. Si dejaba morir a su hermano, jamás se lo perdonaría. De hecho, aún se sentía culpable de la muerte de Wu.

Al día siguiente de su regreso al campamento, J.A. colocó a los fugitivos capturados ante los demás trabajadores. Seguían con las manos atadas a la espalda y aún llevaban la soga al cuello. San buscaba a Wang con la mirada, pero no lo veía por ninguna parte. Puesto que ninguno de los dos había recuperado el oído, sólo podían intuir lo que J.A. estaría diciendo desde su caballo. Cuando terminó de hablar, desmontó de un salto ante los congregados y le propinó un puñetazo en la cara a cada uno de los hermanos. San no consiguió mantener el equilibrio y cayó al suelo. Por un instante, tuvo la sensación de que no volvería a levantarse.

Finalmente lo logró. Una vez más.

Tras la malograda huida, sucedió lo que San se temía. No los colgaron, pero cada vez que había que usar nitroglicerina para volar la obstinada montaña, él y Guo Si eran quienes subían a las Cestas de la Muerte, como las llamaban los trabajadores chinos. Un mes más tarde seguían sin recuperar el oído y San empezó a pensar que se verían obligados a vivir el resto de sus días con aquel sordo ronroneo en la cabeza. Quienes querían hablar con él debían hacerlo en voz muy alta.

El verano, que resultó ser largo, seco y caluroso, llegó a la montaña. Cada mañana tomaban sus picos o preparaban las cestas que debían llevar a las alturas la mortal sustancia explosiva. Con indecible esfuerzo iban penetrando en la roca, descoyuntando aquel cuerpo de piedra que nunca cedía un solo milímetro sin exigirles un gran esfuerzo. Todas las mañanas asaltaba a San el mismo pensamiento: ignoraba cómo sobreviviría un día más.

San odiaba a J.A. Y su odio hacia él crecía sin cesar. Lo peor no era la brutalidad física, ni siquiera que tuviesen que viajar siempre en aquellas mortíferas cestas. Su odio nació el día en que los obligó a aparecer ante los demás trabajadores con las sogas al cuello y amarrados como animales.

– Mataré a ese hombre -solía decirle a Guo Si-. No dejaré esta montaña sin antes haber acabado con él. Lo mataré a él y a cuantos son como él.

– Eso significará nuestra propia muerte -respondía Guo Si-. Nos colgarán. Matar a un blanco es lo mismo que ponerse la soga al cuello.

San era tozudo.

– Mataré a ese hombre cuando llegue el momento oportuno. No antes. Sólo entonces.

El calor estival parecía aumentar de forma constante. Por entonces trabajaban bajo el ardiente sol desde por la mañana hasta el lejano atardecer. Cuando los días empezaron a ser más largos, también prolongaron su jornada de trabajo. Varios de los trabajadores sufrieron insolación, otros morían de agotamiento. Sin embargo, siempre parecía haber otros chinos para sustituir a los muertos.

Llegaban en interminables hileras de carros. Cada vez que aparecían recién llegados ante sus tiendas, los acribillaban a preguntas. ¿De dónde eran? ¿En qué barco habían cruzado el mar?…, siempre hambrientos de noticias de China. En una ocasión, San despertó de pronto al oír un grito y, acto seguido, un febril parloteo. Salió de la tienda y vio a un hombre que le daba palmaditas a otro en los brazos, en la cabeza, en el pecho… Era su primo, que había aparecido de pronto en la tienda, él era la causa de tanta alegría.

«O sea, que es posible», se dijo San. «Las familias pueden volver a unirse.»

San pensó con tristeza en Wu, pues éste jamás podría salir de uno de los carros para abrazarlos a él y a su hermano.

Finalmente, habían empezado a recuperar el oído. San y Guo Si hablaban por las noches, como si les quedara poco tiempo antes de que alguno de los dos muriese.

Durante aquellos meses de estío, J.A. cayó víctima de unas fiebres y no aparecía por el campamento. Una mañana, Brown se presentó ante ellos y les comunicó que, mientras el capataz estuviese enfermo, los dos hermanos no serían los únicos en subir a las Cestas de la Muerte. En ningún momento les explicó por qué los liberaba de ser los únicos en ejecutar tan peligrosa tarea. Tal vez porque el capataz solía tratar a Brown con el mismo desprecio que a cualquiera de los chinos. Con suma cautela, San empezó a relacionarse con Brown, aunque procurando no dar la impresión de estar buscando alguna ventaja, pues eso indignaría a los demás trabajadores. San había aprendido que la generosidad no tenía morada entre los pobres y los maltratados. Cada uno debía mirar por sí mismo. En la montaña no existía la justicia, tan sólo la tortura que cada uno de ellos se veía obligado a mitigar como podía.

A San, los hombres rojos de largos cabellos negros adornados con plumas lo llenaban de admiración, pues los rasgos de sus semblantes se asemejaban a los suyos. Pese a que los separaba un ancho mar, podrían haber sido hermanos. Sus rostros tenían la misma forma, los mismos ojos oblicuos. Sin embargo, ignoraba cómo pensaban.

Una noche, San le preguntó a Brown, que sabía un poco de chino.

– Los indios nos odian -le respondió Brown-. Tanto como vosotros. Ésa es la única similitud que yo veo.

– Aun así, son ellos los que nos vigilan.

– Porque les damos de comer. Les damos armas. Les permitimos que gocen de un grado superior al vuestro. Y también al de los negros. Así creen que tienen algún poder. En realidad, son tan esclavos como todos los demás.

– ¿Todos?

Brown meneó la cabeza con vehemencia. Y no respondió a la última pregunta de San.

Estaban sentados en medio de la noche. De vez en cuando se entreveían las ascuas de sus pipas, que iluminaban sus rostros. Brown le había dado a San una de sus viejas pipas y le había regalado algo de tabaco. San estaba siempre alerta, pues aún ignoraba qué querría Brown a cambio. Tal vez sólo deseaba compañía, quebrantar de algún modo la gran soledad del desierto, ahora que no tenía al capataz para conversar.

Finalmente, San se atrevió un día a preguntarle por J.A.

¿Quién era aquel hombre que no cejó en el empeño de dar con ellos cuando huyeron y que les reventó los oídos? ¿Quién era aquel hombre que tanto placer hallaba haciendo sufrir a los demás?

– Yo he oído lo que he oído -declaró Brown mordiendo la pipa-. Si es cierto o no, no sabría decirte. El caso es que un día se presentó ante los hombres ricos de San Francisco que habían invertido dinero en el ferrocarril, y éstos lo contrataron como vigilante. Perseguía a los fugitivos y tuvo la suficiente inteligencia como para servirse de perros y de indios en sus batidas. Por eso lo hicieron capataz. Sin embargo a veces, como sucedió con vosotros, vuelve a salir de caza en pos de los fugitivos. Dicen que nadie ha logrado escapar de él, salvo los que han muerto en el desierto. A ésos les cortaba las manos y las cabelleras, como hacen los indios, para demostrar que había dado con ellos. Muchos creen que tiene un don sobrenatural. Los indios aseguran que ve en la oscuridad, por eso lo llaman «Barba larga que ve en la noche».

San reflexionó un buen rato sobre lo que le había dicho Brown.

– Él no habla como tú, su lengua suena diferente. ¿De dónde es?

– No estoy seguro. De algún lugar de Europa, de un país muy al norte, me dijeron. Puede que Suecia, pero no estoy seguro.

– ¿Y él no cuenta nunca nada?

– Jamás. Eso de que venga del norte puede ser un cuento.

– ¿Será inglés?

Brown negó con un gesto.

– Ese hombre viene del mismísimo infierno. Y allí volverá un día, seguramente.

A San le habría gustado seguir haciendo preguntas, pero Brown empezó a gruñir.

– No se hable más de este asunto. Pronto estará de vuelta. Ya le está bajando la fiebre y han cesado las diarreas. Cuando se incorpore al trabajo, no podré hacer nada por evitar que dancéis con la muerte en las cestas.

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