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Después, sintió que una mano le agarraba del brazo. Intentó zafarse mientras se daba la vuelta.

Y allí estaba Ho.

– No preguntes -le dijo Ho-. Ven conmigo. No podemos quedarnos aquí.

Fue empujando a Birgitta hasta el vestíbulo del hotel y, una vez allí, le dijo:

– Dame la llave de tu habitación. Haré tu maleta mientras tú pagas el hotel.

– ¿Qué ha pasado?

– No preguntes y haz lo que te digo.

Ho le agarraba el brazo con tal fuerza que le hizo daño. Entretanto, el caos empezaba a reinar en el hotel. La gente corría de un lado a otro gritando.

– Insiste en pagar cuanto antes -le instó Ho-. Tenemos que salir de aquí.

Birgitta Roslin empezó a comprender. No lo sucedido, sino lo que le decía Ho. Se acercó al mostrador y le gritó a la desconcertada recepcionista que quería pagar. Ho se dirigió a uno de los ascensores y, diez minutos más tarde, regresó con la maleta de Birgitta. A aquellas alturas, el vestíbulo del hotel estaba lleno de policías y de personal de la ambulancia.

Birgitta ya había pagado su cuenta.

– Bien, ahora saldremos de aquí tranquilamente -le dijo Ho-. Si alguien intenta detenernos, di que tienes que coger un avión.

Lograron salir pasando por entre la gente sin que nadie quisiera detenerlas. Birgitta se detuvo y se dio la vuelta. Ho volvió a tirarle del brazo.

– No te des la vuelta. Sigue caminando con normalidad. Ya hablaremos luego.

Llegaron a la casa de Ho y subieron a su apartamento, que estaba en la segunda planta. Allí había un joven de unos veinte años. Estaba muy pálido y, presa de gran excitación, empezó a hablar enseguida con Ho. Birgitta comprendió que Ho se esforzaba por tranquilizarlo. Lo condujo a otra habitación sin interrumpir en un solo momento la agitada conversación. Cuando salieron, el hombre llevaba un bulto alargado. Se marchó enseguida. Ho se colocó junto a la ventana y observó la calle. Birgitta se había dejado caer en una silla. Hasta aquel momento, no había reparado en que el hombre que había caído fulminado por el disparo había estado sentado a la mesa contigua a la suya.

Miró a Ho, que ya se había apartado de la ventana. Estaba muy pálida y, según observó Birgitta, le temblaba todo el cuerpo.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Birgitta.

– Eras tú quien debía morir -explicó Ho-. Era a ti a quien ese hombre quería asesinar. Tengo que contarte la verdad.

Birgitta Roslin meneó la cabeza sin comprender.

– Pues tendrás que ser más explícita -observó-. De lo contrario no sabré qué hacer.

– El hombre que ha muerto era Ya Ru, el hermano de Hong.

– Pero ¿qué ha pasado?

– Intentaba matarte. Pudimos detenerlo en el último instante.

– ¿Pudisteis? ¿Quiénes?

– El nombre del hotel no era el verdadero. Podrías haber muerto por ello. ¿Por qué lo hiciste? ¿Creías que no podías confiar en mí? ¿Tan desconcertada estás que no sabes distinguir a los amigos de los enemigos?

Birgitta alzó la mano para interrumpirla.

– A ver, vas demasiado rápido. No te sigo. ¿El hermano de Hong? ¿Y por qué quería matarme a mí, precisamente?

– Porque tú sabías demasiado del asesinato múltiple cometido en tu país. Todas aquellas personas que murieron. Al parecer, o al menos eso creía Hong, Ya Ru estaba detrás de todo aquello.

– Pero ¿por qué?

– A eso no puedo responder. No lo sé.

Birgitta Roslin guardó silencio. Cuando Ho se disponía a seguir, ella la detuvo.

– Veamos, has dicho «pudimos detenerlo» -le recordó tras un instante-. El hombre que acaba de marcharse llevaba un bulto al salir. ¿Qué era? ¿Un arma?

– Sí. Decidí encomendarle a San que te vigilara para protegerte. Pero en el hotel que me diste no tenían tu nombre. Fue a San a quien se le ocurrió que el hotel más cercano era donde en verdad te alojabas. Te vimos por la ventana. Cuando Ya Ru se acercó a tu mesa y te miró, comprendimos que tenía intención de asesinarte. San sacó la pistola y disparó. Sucedió tan rápido, que ninguno de los viandantes vio lo que pasaba. La mayoría debió de pensar que se trataba de una motocicleta. San llevaba el arma escondida en el impermeable.

– ¿San?

– El hijo de Hong. Ella me lo encomendó.

– ¿Por qué?

– No sólo temía por su vida o por la tuya. También por la de su hijo. San estaba convencido de que Ya Ru había mandado matar a su madre, y no he tenido que esforzarme mucho para persuadirlo de que se vengara.

Birgitta Roslin se sintió mareada. Con una sensación de dolor cada vez más intenso, empezó a comprender lo que había sucedido; lo que ella había sospechado con anterioridad rechazándolo por absurdo. Alguna historia del pasado había llevado a la muerte a los habitantes de Hesjövallen.

Extendió el brazo y se aferró al de Ho. Tenía los ojos anegados en llanto.

– ¿Ha pasado ya?

– Eso creo. Puedes irte a casa. Ya Ru está muerto. Todo ha terminado. Ni tú ni yo sabemos qué va a ocurrir, pero, en esta historia, tú ya no tienes parte.

– ¿Y cómo podré vivir con esto sin conocer todos los detalles?

– Intentaré ayudarte.

– ¿Qué será de San?

– La policía obtendrá sin duda declaraciones de testigos según los cuales un chino mató a otro chino, pero nadie podrá acusarlo a él.

– Me salvó la vida.

– Seguramente también salvó la suya matando a Ya Ru.

– Pero ¿quién es ese hombre, el hermano de Hong, que tanto miedo les inspira a todos?

Ho negó con un gesto.

– No sé si puedo contestarte. En más de un sentido es un exponente de la nueva China de la que ni Hong, ni yo, ni Ma Li ni, por cierto, el propio San queremos saber nada. Se están librando en nuestro país grandes batallas sobre el futuro y sobre cómo ha de ser. Nadie sabe nada, nada está decidido. Sólo podemos hacer lo que creemos correcto.

– ¿Como, por ejemplo, matar a Ya Ru?

– Eso era necesario.

Birgitta Roslin fue a la cocina y se sirvió un vaso de agua. Cuando lo dejó sobre la mesa, comprendió que había llegado la hora de volver a casa. Todo lo que aún resultaba oscuro podía esperar. Ahora sólo quería volver a casa, lejos de Londres y de todo lo sucedido.

Ho la acompañó a Heathrow en un taxi. Tras cuatro horas de espera, pudo tomar un vuelo a Copenhague. Ho quería quedarse hasta que saliera el avión, pero Birgitta Roslin le pidió que no lo hiciera.

Ya en su casa de Helsingborg, abrió una botella de vino que consumió a lo largo de toda la noche. El día siguiente lo pasó durmiendo. La despertó una llamada de Staffan: la travesía había terminado. Birgitta no pudo contenerse y rompió a llorar.

– ¿Qué te pasa? ¿Ha ocurrido algo?

– No, nada. Es sólo que estoy cansada.

– ¿Quieres que interrumpamos las vacaciones y volvamos ya?

– No, no es nada. Si quieres ayudarme, créeme, no hay ningún problema. Háblame de la travesía.

Estuvieron hablando un buen rato. Birgitta se empeñó en que le contase el viaje en barco con todo lujo de detalles, así como los planes que tenían para esa noche y para el día siguiente. Cuando por fin terminaron la conversación, había conseguido tranquilizar a su marido.

Y también ella se sentía más tranquila.

Al día siguiente pidió el alta y volvió al trabajo. Y habló por teléfono con Ho.

– Pronto tendré mucho que contarte -le aseguró Ho.

– Te prometo escuchar con atención. ¿Cómo está San?

– Indignado, asustado y llorando a su madre. Pero San es fuerte.

Después de la conversación, Birgitta se quedó un rato sentada en la cocina.

Cerró los ojos.

La imagen del hombre que yacía exánime sobre la mesa del comedor del hotel empezó a desdibujarse en su mente, hasta desaparecer del todo.

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