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El sueño apartó a Ya Ru de sus pensamientos. Cuando despertó, salió de la sala de estar, amueblada exclusivamente con piezas fabricadas en China. Sobre la mesa que había delante del sofá de color rojo oscuro había una bolsa de seda azul claro. La abrió, no sin antes haber puesto debajo un papel blanco sobre el que esparció una delgada capa de finísimo polvo de vidrio. Era una costumbre inveterada, un método antiquísimo para matar a una persona, echar el invisible polvo cristalino en un plato de sopa o una taza de té. No había salvación para quien lo bebía. Miles de granos microscópicos cortaban los intestinos. Antiguamente se llamaba «la muerte invisible», puesto que se presentaba de forma súbita e inexplicable.

Y con el vidrio pulverizado hallaría su fin, su punto final, la historia que San comenzó en su día. Ya Ru volvió a guardar el polvo en la bolsa de seda antes de anudarla otra vez. Después apagó todas las luces de la habitación, salvo una lámpara de pantalla roja con dragones bordados en hilo de oro. Se sentó en una silla que perteneció a un gran señor de la provincia de Shangtun. Respiró despacio para entrar en ese estado de paz interior que le permitía pensar con toda claridad.

Le llevó una hora decidir cómo iba a escribir el último capítulo en que mataría a Birgitta Roslin, quien, con toda probabilidad, le había confiado a su hermana Hong una información peligrosa para él. Información que ella bien podría haber transmitido sin que él supiese a quién. Una vez tomada la decisión, hizo sonar una campanilla que había sobre la mesa. Minutos después oyó que la vieja Lang empezaba a prepararle la cena en la cocina.

Lang había trabajado como limpiadora de su despacho de Pekín. Noche tras noche, Ya Ru contemplaba sus movimientos lentos. Lang era la mejor de todas las limpiadoras que mantenían en orden la casa y todas sus dependencias.

Una noche se le ocurrió preguntarle cómo era su vida. Cuando Lang le contó que, además de limpiar, se dedicaba a preparar cenas tradicionales para bodas y entierros, le pidió que le preparase una cena para la noche siguiente. A partir de aquel día la contrató como cocinera, con un salario que la mujer no habría podido soñar siquiera. Puesto que Lang tenía un hijo que había emigrado a Londres, Ya Ru le permitió trasladarse a Europa para servirlo allí durante sus numerosas visitas a Occidente.

Aquella noche, Lang le sirvió una serie de platos, exactamente lo que él quería, sin necesidad de recibir instrucciones. La mujer dejó el té sobre una pequeña cocina de queroseno que había en la sala de estar.

– ¿Querrá el desayuno por la mañana? -le preguntó antes de retirarse.

– No. Lo prepararé yo mismo. La cena sí. Pescado.

Ya Ru se acostó temprano. Desde que salió de Pekín, no había dormido muchas horas seguidas. El viaje a Europa, los muchos y complejos transbordos para llegar a la ciudad del norte de Suecia, la visita a Helsingborg, la entrada furtiva en el apartamento de Birgitta Roslin donde encontró una nota junto al teléfono en la que la jueza había escrito y subrayado la palabra «Londres»… Había volado a Estocolmo en su propio avión y les ordenó a los pilotos que solicitasen de inmediato el permiso necesario para volar primero a Copenhague y después a Inglaterra. Él ya suponía que Birgitta Roslin iría a ver a Ho. Y, en efecto, la vio llegar a su casa, vacilar ante la puerta y dirigirse después al café de enfrente.

Hizo unas anotaciones en su diario, apagó la luz y no tardó en dormirse.

Al día siguiente, una gruesa capa de nubes cubría el cielo de Londres. Ya Ru se levantó sobre las cinco, como era su costumbre, para escuchar las noticias de China en onda corta. Echó un vistazo a los movimientos de la Bolsa en el ordenador, habló con un par de directores a su servicio sobre varios de los proyectos que tenía en marcha y se preparó un sencillo desayuno compuesto principalmente de fruta.

Salió de su apartamento a las siete, con la bolsa de seda en el bolsillo. En el plan que había diseñado había un momento de inseguridad. Ignoraba a qué hora desayunaba Birgitta Roslin. Si, para cuando él llegase, ella ya había pasado por el comedor, tendría que aplazarlo todo hasta el día siguiente.

Se encaminó a Trafalgar Square, se detuvo un momento a escuchar a un chelista solitario que tocaba sentado en la acera, con un sombrero a sus pies. Antes de proseguir su camino, le arrojó unas monedas. Tomó después Irving Street, hasta llegar al hotel. En la recepción había un hombre al que veía por primera vez. Ya Ru se acercó al mostrador y tomó una de las tarjetas de visita del hotel y aprovechó para comprobar que la hoja de papel en blanco que había dejado el día anterior ya no estaba en el casillero.

La puerta de entrada al comedor estaba abierta. Y no tardó en ver a Birgitta Roslin sentada junto a una ventana. Parecía que empezaba a desayunar en ese momento, puesto que acababan de servirle el café.

Ya Ru contuvo la respiración y reflexionó un instante. Después, decidió no esperar. La larga historia de San terminaría aquella misma mañana. Se quitó el abrigo y se dirigió al jefe de los camareros: no estaba alojado en el hotel, pero le gustaría desayunar allí y pagar por ello, naturalmente. El jefe de los camareros era de Corea del Sur y condujo a Ya Ru a una mesa situada justo detrás de aquella en la que Birgitta Roslin tomaba su desayuno.

Ya Ru paseó la mirada por el comedor. Había una salida de emergencia en la pared más próxima a su mesa. Cuando se levantó para ir en busca de un periódico, tanteó el picaporte y comprobó que no estaba cerrada con llave. Regresó a la mesa, pidió un té y esperó. Aún había muchas mesas vacías, pero Ya Ru se había fijado en que la mayoría de las llaves no estaban en sus casilleros. El hotel estaba casi lleno.

Sacó el móvil y la tarjeta de visita del hotel que se había llevado antes de la recepción. Marcó el número y aguardó la respuesta. Cuando la recepcionista respondió, le dijo que tenía un mensaje importante para uno de sus huéspedes, la señora Birgitta Roslin.

– Lo paso con su habitación.

– Estará en el comedor -le advirtió Ya Ru-. Siempre desayuna a esta hora. Le agradecería que fuese a buscarla. Suele ocupar una mesa junto a la ventana. Lleva un traje azul oscuro y tiene el cabello castaño y corto.

– Le pediré que venga.

Ya Ru no colgó el teléfono hasta que vio a la recepcionista entrar en el comedor. Entonces lo apagó, se lo guardó en el bolsillo y sacó la bolsa de seda con el polvo de vidrio. Al mismo tiempo que Birgitta se levantaba y salía por la puerta, Ya Ru fue acercándose a su mesa. Tomó el periódico que ella estaba leyendo y miró a su alrededor, fingiendo querer comprobar que el huésped que había ocupado la mesa se había marchado y no volvería. Aguardó hasta que un camarero fue a servir más café en la mesa contigua, sin dejar de vigilar la puerta que conducía a la recepción. Cuando el camarero se marchó, abrió la bolsa y vertió su contenido en la taza medio llena de café.

Birgitta Roslin volvió al comedor, pero Ya Ru ya se había dado la vuelta para regresar a su mesa.

En ese preciso momento, el cristal de la ventana se hizo añicos y el sordo impacto de una bala se mezcló con el ruido del vidrio al caer. Ya Ru no tuvo tiempo de pensar que algo había salido mal, terriblemente mal. El disparo lo alcanzó en la sien derecha y abrió un gran orificio de efecto fulminante y letal. Sus funciones vitales cesaron antes de que su cuerpo se desplomase sobre la mesa derribando el florero.

Birgitta Roslin quedó paralizada, al igual que los demás comensales, los camareros y el jefe, que sostenía una fuente de huevos cocidos entre sus manos temblorosas. De repente, un grito rasgó el silencio. Birgitta Roslin miraba fijamente el cadáver que yacía sobre el blanco mantel de la mesa, aún sin comprender que aquello estaba relacionado con ella. La idea repentina de que se trataba de un ataque terrorista le cruzó la mente.

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