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De modo que se decidió permitir el tráfico de drogas, y se acordó que Don Corleone proporcionaría una cierta protección legal en el Este, mientras que los Barzini y los Tattaglia se harían cargo de la mayor parte de las operaciones importantes.

Una vez de acuerdo en el tema de los narcóticos, los reunidos pasaron a discutir otros asuntos. Los problemas a resolver eran muchos y muy complejos. Se acordó que Las Vegas y Miami debían ser «ciudades abiertas», es decir, que cualquiera de las Familias podía operar en ellas. Todos coincidían en que eran las ciudades del futuro. Se resolvió asimismo que no se permitirían actos violentos en dichas ciudades, de modo que a los delincuentes se los escarmentaría para que se marcharan a otra parte. Cuando fuera necesario ejecutar a alguien cuya muerte pudiese causar demasiado revuelo, habría que contar con la aprobación de los reunidos en el cónclave. Los «soldados» tendrían que abstenerse de matarse unos a otros por venganzas y cuestiones personales. Las Familias se ayudarían mutuamente en cuestiones tales como préstamo de ejecutores, soborno de jurados, etc.; es decir, en todas aquellas materias que, en ciertos casos, eran de vital importancia. Llegar a acuerdos en este sentido llevó mucho tiempo. Finalmente, Don Barzini pensó que había llegado el momento de poner fin a la reunión.

– Así pues, eso es todo -dijo-. Hemos alcanzado la paz, que es lo importante, y bastantes acuerdos. Ahora quiero presentar mis respetos a Don Corleone, en honor a su justa fama de hombre de palabra. Si en el futuro se producen otras diferencias, volveremos a reunimos; no hay necesidad de cometer locuras. Por mi parte, lo pasado, pasado. Y estoy muy contento de que todo se haya arreglado.

Sólo Phillip Tattaglia no se mostraba muy satisfecho. Si volvía a estallar la guerra, la muerte de Santino Corleone lo convertía en el hombre más vulnerable del grupo. Por vez primera, Don Tattaglia se extendió al hablar.

– He dado mi conformidad a todo cuanto se ha decidido aquí -afirmó-. Estoy dispuesto a olvidar las desgracias que he sufrido, pero quisiera que Corleone puntualizara ciertas cosas. ¿Intentará vengarse? Si pasado el tiempo su posición se hace más fuerte ¿olvidará que nos hemos jurado amistad? ¿Cómo puedo estar seguro de que dentro de tres o cuatro años no pensará que las circunstancias lo obligaron a aceptar este acuerdo, considerándose, por lo tanto, libre de todo compromiso? ¿Habremos de estar permanentemente en guardia o, por el contrario, podremos estar tranquilos? ¿Puede Don Corleone darnos su palabra, como yo doy la mía?

Fue entonces cuando Don Corleone pronunció uno de esos discursos que son largamente recordados. En él reafirmó su posición como el hombre con más visión del futuro de todos los allí presentes, así como el que poseía más sentido común. Sus palabras eran sinceras, y llegaron al corazón de todos los presentes. Fue entonces cuando acuñó una frase que se haría famosa, aunque el público no tuvo conocimiento de ella hasta pasados diez años.

Por vez primera, Don Corleone se puso de pie para dirigirse a los reunidos. No era alto, y estaba un poco delgado debido a los días pasados en cama. No obstante, y aun cuando saltaba a la vista que había envejecido, no cabía duda de que había recuperado su antiguo vigor, tanto físico como mental.

– ¿Qué clase de hombres seríamos si careciéramos de la facultad de razonar? -comenzó-. Seríamos como las bestias de la selva. Pero la razón preside todos nuestros actos. Podemos razonar el uno con el otro, podemos razonar con nosotros mismos. ¿De qué me serviría reanudar las hostilidades, reanudar la violencia? Mi hijo está muerto, y su muerte es una desgracia que debo soportar. ¿Por qué tendría que hacer que el mundo sufriera conmigo? Doy mi palabra de honor de que no intentaré vengarme y olvidaré las ofensas pasadas. Saldré de aquí lleno de buena voluntad. Permítanme decirles que debemos velar siempre por nuestros intereses. Todos nosotros somos hombres sin un pelo de tontos, que nos hemos negado a ser muñecos en manos de los poderosos. Y hemos tenido suerte en este país.

La mayoría de nuestros hijos han encontrado una vida mejor. Algunos de ustedes tienen hijos que son profesores, científicos, músicos. Sus nietos serán, tal vez, los nuevos _pezzonovante_. Pero ninguno de nosotros quiere que sus hijos sigan nuestros pasos, porque sabemos cuan dura es esta vida. Todos creemos que ellos pueden ser como los demás, que nuestro valor servirá para proporcionarles posición y seguridad. Tengo nietos, y espero que sus hijos lleguen a ser gobernadores o, incluso, presidentes. Quién sabe, en América todo es posible. Pero debemos empezar a luchar para ponerlos a la altura de los tiempos. Ya ha pasado la hora de las pistolas y los asesinatos. Debemos ser astutos como los demás hombres de negocios, y ello repercutirá en beneficio de nuestros hijos y de los hijos de nuestros hijos. No tenemos obligación alguna con respecto a los _pezzonovante_ que se consideran a sí mismos como rectores del país, que pretenden dirigir nuestras vidas, que declaran las guerras y nos dicen que luchemos por el país. Porque, en realidad, lo que quieren es defender sus intereses personales. ¿Por qué debemos obedecer unas leyes dictadas por ellos, para su propio beneficio y en perjuicio nuestro? Y ¿con qué derecho se inmiscuyen cuando pretendemos proteger nuestros intereses? Nuestros intereses son «cosa nostra». Nuestro mundo es cosa nostra, y por eso queremos ser nosotros quienes lo rijan. Por lo tanto, debemos mantenernos unidos, pues es el único modo de evitar interferencias, o de lo contrario nos dominarán, como dominan ya a millones de napolitanos y demás italianos de este país. Por esta razón resuelvo no vengar la muerte de mi hijo. El bien común es lo primero. Juro que mientras yo sea el jefe de mi Familia, ninguno de los míos levantará un solo dedo contra ninguno de los aquí presentes, salvo que la provocación sea intolerable. Estoy dispuesto a sacrificar mis intereses comerciales en aras del bien común. Esta es mi palabra de honor. Y todos los aquí reunidos saben que mi palabra ha sido siempre sagrada. Pero tengo un problema personal. Mi hijo menor se ha visto obligado a huir, acusado de las muertes de Sollozzo y de un capitán de la policía. Debo hacer cuanto esté en mi mano para que regrese a casa, libre de esos cargos falsos, y sé que ése es un problema exclusivamente mío. Sí, he de buscar a los verdaderos culpables o, en todo caso, convencer a las autoridades de la inocencia de mi hijo. Es posible que los testigos rectifiquen sus declaraciones, que se retracten de sus mentiras… Repito que es un asunto que debo resolver yo, y creo que finalmente mi hijo podrá regresar. Bien. Pero quiero que sepan que entre mis defectos se cuenta el de ser un hombre supersticioso. Es ridículo, lo sé, pero no puedo evitarlo. Y si mi hijo menor sufriera algún desgraciado percance, si algún policía lo matara accidentalmente, si lo encontraran colgado en su celda, si aparecieran nuevos testigos de cargo, mi superstición me haría creer que ello se había debido a la mala voluntad de alguno o algunos de los aquí presentes. Quiero decirles más; si mi hijo resulta herido de muerte por un rayo, culparé de ello a los aquí reunidos; si su avión cae al mar o su barco se hunde en las profundidades del océano, si contrae unas fiebres mortales o su automóvil es arrollado por un tren, mi ridícula superstición me hará creer que la culpa la tienen ustedes. Señores, esa mala voluntad, esa mala suerte, no podría perdonarla jamás. Aparte de eso, les juro por el alma de mis nietos que nunca romperé la paz que hemos acordado. Después de todo ¿somos o no somos mejores que esos _pezzonovante_ que han matado a millones y millones de personas en nombre de la patria?

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