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TERCERA PARTE

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A la edad de doce años el Don era ya un verdadero hombre. De corta estatura, moreno y delgado, vivía en una pequeña aldea siciliana. El nombre de ésta era Corleone, y el del muchacho Vito Andolini. Un día, llegaron al pueblo unos forasteros para matar al hijo del hombre que habían asesinado, y la madre del joven Vito envió a éste a América, a casa de unos amigos. En su nueva tierra, el muchacho cambió su apellido por el de Corleone, a fin de mantener un lazo de unión con su aldea natal. Aquél fue uno de los pocos gestos sentimentales que el Don tendría en su vida.

A finales del siglo XIX, la Mafia era en Sicilia el gobierno en las sombras, mucho más poderoso que el de Roma. En aquel tiempo, el padre de Vito Corleone había tenido un pleito con un vecino, que había llevado el caso a la Mafia. El padre se negó a doblegarse y en una pelea mató al jefe local mañoso a la vista de todo el mundo. Una semana más tarde lo encontraron con el cuerpo acribillado a balazos, y al cabo de un mes del funeral unos hombres de la Mafia llegaron a la aldea en busca del hijo, Vito. Suponían que el muchacho, quien pronto sería un hombre hecho y derecho, intentaría vengar la muerte de su padre. Vito, que contaba doce años, fue ocultado por unos parientes y enviado luego a América. Allí se alojó en casa de los Abbandando, cuyo hijo Genco se convertiría más tarde en _consigliere_ del Don.

El joven Vito empezó a trabajar en la droguería de los Abbandando, situada en la Novena Avenida en el barrio de Hell's Kitchen de Nueva York. A la edad de dieciocho años contrajo matrimonio con una joven italiana recién llegada de Sicilia, que contaba sólo dieciséis años y de la que se veía a la legua que sería una buena esposa. Se instalaron en un piso de la Décima Avenida, cerca de la calle Treinta y cinco, a pocas manzanas del lugar donde trabajaba Vito, y dos años más tarde su matrimonio fue bendecido con la llegada de un hijo, Santino, a quien todos llamaron Sonny (hijito) a causa de la devoción que sentía por su padre.

En la vecindad vivía un hombre llamado Fanucci. Era corpulento, de aspecto inconfundiblemente italiano, y vestía trajes muy caros y sombreros de color crema. De él se decía que era miembro de la Mano Negra, una rama de la Mafia que se dedicaba a extorsionar con amenazas a las familias y los comerciantes. No obstante, y dado que la mayoría de los habitantes del barrio eran de por sí gente violenta, las amenazas de Fanucci sólo surtían efecto en los matrimonios ancianos sin hijos varones capaces de defenderlos. Algunos de los comerciantes le pagaban pequeñas sumas, pero poca cosa en realidad. Por lo tanto, Fanucci extorsionaba también a quienes estaban fuera de la ley; gente que vendía ilegalmente lotería italiana o que organizaba juegos prohibidos. La droguería de los Abbandando le pagaba un pequeño tributo, a pesar de las protestas del joven Genco, quien había dicho a su padre que él se encargaría de poner en cintura a Fanucci. El patriarca de la familia prohibió a su hijo que se metiera en el asunto. En cuanto a Vito Corleone, se limitaba a observar sin inmiscuirse.

Un día, tres jóvenes hirieron gravemente a Fanucci. No lo mataron, pero le hicieron sangrar, y a partir de entonces el extorsionador se volvió temeroso. Vito vio a Fanucci alejarse de sus agresores, y nunca olvidaría la imagen del hombre tapándose la herida con su sombrero para evitar que manara la sangre.

Contra todas las previsiones, aquel ataque resultó ser una bendición para Fanucci. Sus jóvenes agresores no eran unos asesinos, sino simples muchachos dispuestos a dar una lección al extorsionador y conseguir así que dejara tranquilos a los habitantes del barrio. Fanucci, en cambio, sí resultó ser un asesino, y eso a pesar de su miedo. Pocas semanas más tarde, el que había empuñado el cuchillo al atacar a Fanucci apareció muerto, y las familias de los otros dos jóvenes tuvieron que pagar una fuerte suma a éste para que olvidase su venganza. Desde entonces, los tributos aumentaron, y Fanucci entró a formar parte del negocio del juego. Vito Corleone consideró que todo aquello no era de su incumbencia, y lo olvidó al instante.

Durante la Primera Guerra Mundial, cuando el aceite de oliva de importación escaseaba, Fanucci se convirtió en socio de Abbandando, suministrándole aceite, salami, jamón y queso, todo traído de Italia. Luego colocó en la droguería a un sobrino suyo, con lo que Vito Corleone se encontró sin trabajo.

Por aquel entonces llegó el segundo hijo, Frederico. Ahora Vito Corleone tenía cuatro bocas que alimentar. Siempre había sido un joven muy reservado, que se guardaba sus pensamientos para sí. Su mejor amigo era Genco, el joven hijo del propietario de la droguería, que se quedó muy sorprendido cuando Vito criticó a su padre por haber permitido que Fanucci entrara a formar parte del negocio, y también por haberlo dejado sin trabajo. Genco, rojo de vergüenza, le juró que nunca le faltaría comida, que robaría de la tienda lo necesario para que su amigo y su familia se alimentaran. La oferta fue rechazada por Vito, quien dijo que no podía permitir que un hijo robara a su propio padre.

El joven Vito, sin embargo, sentía un odio frío e intenso hacia Fanucci, aunque lo ocultaba. Ya llegaría el momento de expresarlo. Estuvo trabajando unos meses en el ferrocarril, pero luego, al terminar la guerra, el trabajo empezó a escasear y el muchacho se encontró muchos días en situación de paro forzoso. Además, allí la mayoría de los capataces eran irlandeses y americanos que solían burlarse de los peones, empleando para ello las palabras más crueles que figuraban en su vocabulario. Vito simulaba no entender lo que decían, a pesar de que comprendía perfectamente el inglés, que hablaba con acento italiano.

Una noche, mientras Vito estaba cenando con su familia, oyó que golpeaban la ventana. Esta daba a un respiradero tan estrecho que la ventana de enfrente quedaba a sólo dos o tres palmos de distancia. Al apartar la cortina, Vito vio que quien llamaba era un joven llamado Peter Clemenza. El casi desconocido vecino le alargó un paquete blanco, al tiempo que decía:

– Eh, _paesano_. Guárdame esto. Date prisa. Automáticamente, Vito tendió el brazo y tomó el paquete. El rostro de Clemenza denotaba una gran inquietud. Parecía hallarse en apuros, por lo que Vito no le hizo pregunta alguna. Pero cuando, en la cocina, abrió el paquete y vio que lo que Clemenza le había entregado eran cinco pistolas bien engrasadas, corrió a ocultarlas en el dormitorio y esperó. Supo que Clemenza había sido detenido por la policía. Seguramente le había entregado aquel paquete al oír que llamaban a la puerta.

Vito no dijo una palabra de aquello a nadie. Tampoco su aterrorizada esposa abrió la boca, temerosa de que, haciéndolo, pudieran enviarlo a prisión. Dos días después, Peter Clemenza apareció de nuevo por el vecindario y, como si no diera importancia a la cosa, preguntó a Vito:

– ¿Aún conservas mi mercancía?

Vito asintió con la cabeza -tenía la costumbre de hablar poco-al tiempo que invitaba a su vecino a subir a su piso, donde le ofreció un vaso de vino y luego iba al dormitorio en busca del paquete.

Clemenza bebió, escrutando fijamente a Vito, y le preguntó:

– ¿Has mirado lo que hay dentro?

Con el rostro impasible, Vito contestó:

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