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– No tengo por costumbre meterme en lo que no me importa.

Bebieron juntos durante un buen rato y simpatizaron mutuamente. A Clemenza le gustaba hablar; a Vito, escuchar. Se hicieron amigos. Al cabo de unos días, Clemenza preguntó a la esposa de Vito si le complacería tener una alfombra en la sala de estar. Luego le pidió a Vito que lo acompañara a buscarla, pues un hombre solo no habría podido transportarla.

Clemenza condujo a Vito a una casa con porche y una escalinata de mármol. Abrió la puerta, con una llave que extrajo del bolsillo, y al cabo de un instante ambos se encontraron en un lujoso salón.

– Ve al otro lado de la habitación y ayúdame a enrollar la alfombra -indicó Clemenza.

Era una espléndida alfombra roja de lana. Vito Corleone estaba asombrado por la generosidad de Clemenza.

Cada uno por un extremo, los dos jóvenes cargaron la pesada alfombra sobre sus hombros.

Cuando se disponían a salir de la mansión, sonó el timbre de la puerta. Clemenza dejó la alfombra en el suelo y corrió hacia la ventana. Apartó ligeramente la cortina, y lo que vio le hizo sacar la pistola que llevaba debajo de la chaqueta. Fue entonces cuando Vito cayó en la cuenta de que estaban cometiendo un robo. El timbre volvió a sonar. Vito se acercó a Clemenza y vio que quien llamaba era un policía de uniforme. Mientras miraban, éste hizo sonar nuevamente el timbre y, al ver que nadie contestaba, se alejó calle arriba.

Clemenza soltó un gruñido de satisfacción y dijo:

– Venga, vámonos.

Volvieron a cargar la alfombra sobre sus hombros y, cuando salieron, vieron que el policía acababa de doblar la esquina. Media hora más tarde, estaban cortando la alfombra a fin de adecuarla a las medidas de la sala de estar de Vito Corleone. Incluso podrían alfombrar el dormitorio. Clemenza era un hombre muy mañoso, y de los bolsillos de su amplia chaqueta (ya entonces le gustaba llevar ropas holgadas, a pesar de que no era gordo) sacó todo lo necesario para convertir en dos la lujosa alfombra.

Pasaba el tiempo y la situación no mejoraba. Para vivir, la familia Corleone necesitaba mucho más que aquella alfombra. Morirían de hambre si no se solucionaban las cosas. Mientras trataba de hallar una solución, Vito aceptó algunos paquetes de comida de su amigo Genco. Finalmente, un día fue abordado por Clemenza y por Tessio, otro joven que también vivía en el vecindario. Ambos tenían a Vito en buen concepto, les gustaba su manera de ser y sabían que se encontraba en una situación desesperada. Le propusieron que entrara a formar parte de su banda. Estaban especializados en desvalijar los camiones cargados de vestidos de seda que salían de la fábrica situada en la calle Treinta y uno. No había riesgo alguno. Los conductores de los camiones eran gente muy pacífica y ponían pies en polvorosa en cuanto veían una pistola. Parte de la mercancía la compraba un mayorista italiano, y el resto era repartido puerta a puerta en las zonas italianas de la ciudad -Arthur Avenue, el Bronx, Mulberry Street y el distrito de Chelsea, en Manhattan-, donde vivían muchas familias pobres que aprovechaban las gangas que Clemenza y los suyos les ofrecían, como única forma de que sus hijas pudiesen vestir a la moda de la gente más adinerada. Clemenza y Tessio necesitaban un chófer, y sabían que Vito lo era, pues había conducido la camioneta de reparto de la tienda de Abbandando. En 1919, había muy pocos conductores expertos.

A pesar de que le repugnaba hacer lo que le proponían, Vito Corleone aceptó la oferta. Lo que lo decidió fue la promesa de que el asunto le proporcionaría no menos de mil dólares. Por lo demás, advirtió que sus jóvenes compañeros eran muy imprudentes, pues hablaban abiertamente de sus planes, de la forma de dar el golpe, de cómo se efectuaría la distribución, etc. Él, Vito Corleone, era de naturaleza mucho más reservada. Sin embargo, los consideraba buenas personas y ambos, tanto el alegre Peter Clemenza como el melancólico Tessio, le inspiraban confianza.

El trabajo se desarrolló sin complicaciones. Vito Corleone se sorprendió de no sentir miedo cuando sus dos compañeros encañonaron al conductor del camión. Lo que más le impresionó fue la sangre fría de que hicieron gala, bromeando con el conductor y asegurándole que si se portaba bien le enviarían algunos vestidos de seda para su esposa. A Vito no le hacía gracia la idea de ir de casa en casa vendiendo vestidos, por lo que ofreció la totalidad del lote que le había correspondido al comprador de objetos robados, un mayorista italiano. Sólo ganó setecientos dólares, pero en 1919 se trataba de una suma nada despreciable.

El día siguiente, Vito Corleone fue abordado en la calle por el elegante Fanucci. El extorsionador tenía un rostro desagradable, sobre todo desde que mostraba la cicatriz de la herida que le habían infligido aquellos tres jóvenes y que él ni siquiera trataba de ocultar. Sus cejas eran negras y espesas, y sus facciones duras. No obstante, cuando sonreía no era repulsivo del todo. Habló con un fuerte acento siciliano:

– Me han dicho que tú y tus dos amigos sois ricos, muchacho; pero ¿no crees que habéis sido un poco desconsiderados conmigo? Después de todo, éste es mi distrito, y creo que merezco otro trato… Deberíais dejarme meter el pico.

Empleó la frase de la Mafia italiana: «Fari vagnari a pizzu». «Pizzu» significaba el pico de un pájaro pequeño, por ejemplo el canario.

Siguiendo su costumbre, Vito Corleone no respondió. Comprendió perfectamente lo que Fanucci quería decir, pero hubiese preferido que hablara con mayor claridad.

Fanucci sonrió ampliamente, mostrando sus dientes de oro. Se pasó el pañuelo por la cara y se desabrochó la chaqueta, como si tuviera mucho calor, aunque lo que en realidad pretendía era que Vito Corleone viera la pistola que llevaba en la cintura.

– Dame quinientos dólares y olvidaré el insulto -dijo Fanucci-. Al fin y al cabo, los jóvenes desconocéis las consideraciones debidas a un hombre como yo.

Vito Corleone sonrió tímidamente a Fanucci, quien, al ver la expresión entre ingenua y asustada del joven, prosiguió:

– Si no lo haces, la policía irá a tu casa, y tanto tú como tu esposa y tus hijos, además de soportar la vergüenza, os veréis en la indigencia. Naturalmente, si la información que poseo acerca de tus ganancias es incorrecta, estoy dispuesto a rebajar la cantidad, pero en ningún caso aceptaré menos de trescientos dólares. Y no trates de engañarme.

Por vez primera, Vito Corleone abrió la boca. El tono de su voz era razonable, tranquilo y cortés, como correspondía a un joven que se dirigía a una persona mayor y de reconocida importancia.

– Mis dos amigos todavía no me han entregado mi parte -dijo-; tendré que hablar con ellos.

– Pues diles lo mismo que te he dicho a ti. De ese modo me ahorraré el trabajo de ir a hablarles. No tengas miedo. Clemenza y yo nos conocemos muy bien; es un hombre que comprende estas cosas. Déjate guiar por él. Tiene más experiencia en estos asuntos. Vito Corleone simuló sentirse asustado.

– Usted comprenderá que todo esto es nuevo para mí -alegó-. Gracias por haberme hablado como lo ha hecho.

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