Lo que más impresionó al Don fue que estafas como la de la caldera de la calefacción estuviesen legalmente avaladas. De pronto comprendió con claridad las mil oportunidades que para un hombre de su talento existían en aquel otro mundo, que antes había estado cerrado para él, como lo seguiría estando para todos los hombres honrados. Se dispuso a aprovechar al máximo las oportunidades que se le ofrecían al respecto. Y vivió feliz en su finca de Long Beach, consolidando y engrandeciendo su imperio, hasta que, una vez terminada la guerra, el Turco Sollozzo quebró la paz, obligando al Don a librar su guerra particular, una guerra que lo condujo a un lecho de hospital.
CUARTA PARTE
15
En aquella pequeña población de New Hampshire, las amas de casa, que no paraban de atisbar detrás de las ventanas, y los tenderos, siempre alertas a los rumores que corrían, captaban de inmediato cualquier cosa rara que ocurriese.
Kay Adams, una chica pueblerina a pesar de su educación, miraba también lo que sucedía al otro lado de la ventana de su dormitorio. Había estado preparándose para los exámenes, y cuando se disponía a bajar al comedor para cenar, vio un automóvil que subía por la calle. No se sorprendió en absoluto cuando el vehículo se detuvo delante del jardín de su casa y de él salieron dos hombres muy corpulentos, con aspecto de gángsters de película, según le pareció. La muchacha bajó rápidamente por las escaleras para ser la primera en llegar a la puerta principal, pues estaba segura de que eran enviados de Michael o de su familia, y no quería que hablaran con su padre o su madre. No es que se avergonzase de los amigos de Mike; lo que ocurría era que sus padres eran personas anticuadas, yanquis de Nueva Inglaterra que no comprenderían que su hija conociese siquiera a hombres como aquellos.
Llegó a la puerta justo en el momento en que sonaba el timbre.
– Yo abriré -dijo dirigiéndose a su madre.
Abrió la puerta y se encontró frente a los dos hombres. Uno de ellos metió la mano por debajo de la chaqueta, como si fuera a sacar la pistola, y Kay no pudo evitar dar un respingo. El hombre, sin embargo, extrajo una cartera de cuero. La abrió y mostró a la muchacha una tarjeta de identificación.
– Soy el detective John Phillips, del Departamento de Policía de Nueva York. Éste es mi compañero, el detective Siriani. ¿Es usted la señorita Kay Adams? Ante el asentimiento de Kay, Phillips prosiguió:
– ¿Podemos pasar? Quisiéramos hablar con usted acerca de Michael Corleone. Sólo serán unos minutos. Kay se hizo a un lado para permitirles entrar, y en ese momento apareció su padre en el pequeño salón que conducía a su estudio.
– ¿Quién es, Kay? -preguntó. El padre de Kay, un hombre de cabello gris, delgado y de aspecto distinguido, no sólo era pastor de la iglesia bautista de la ciudad, sino que tenía fama, en los círculos religiosos, de ser un erudito. Kay no conocía muy bien a su padre, pero sabía que lo amaba, y aun cuando éste nunca se había mostrado particularmente interesado en los asuntos de ella ni la relación entre ambos se caracterizaba por su calidez, Kay confiaba en él. Por ello, se limitó a decir:
– Estos hombres son detectives del Departamento de Policía de Nueva York. Quieren hacerme algunas preguntas acerca de un muchacho que conozco. El señor Adams no pareció sorprenderse.
– ¿Por qué no pasamos a mi estudio? -propuso.
– Si no le importa, preferiríamos hablar con su hija a solas -repuso Phillips, con amabilidad.
– Bueno, eso depende de Kay, supongo -contestó el señor Adams, cortésmente-. ¿Quieres hablar a solas con estos señores, o prefieres que yo esté presente? ¿O quizá tu madre?
– A solas, si no te importa, papá -respondió Kay.
Dirigiéndose a Phillips, el señor Adams dijo:
– Pueden pasar a mi estudio. ¿Se quedarán ustedes a almorzar?
Los dos hombres declinaron la invitación sacudiendo la cabeza, y Kay los condujo al estudio.
Kay se sentó en el sillón de su padre, mientras los dos detectives lo hacían en el borde del sofá. Phillips fue el primero en hablar.
– Señorita Adams ¿ha visto o sabido algo dé Michael Corleone durante las tres últimas semanas?
La muchacha se puso en guardia. Tres semanas atrás había leído en los periódicos de Boston la noticia del asesinato de un capitán de la policía de Nueva York y de un traficante de narcóticos llamado Virgil Sollozzo. Los periódicos decían que la familia Corleone estaba relacionada con el asunto.
– No. La última vez que lo vi, hace aproximadamente un mes, Michael Corleone se dirigía al hospital a ver a su padre.
– Estamos enterados de este encuentro -intervino el otro detective, en tono áspero-. ¿Le ha visto o ha sabido algo de él desde entonces?
– No -contestó Kay.
El detective Phillips, muy educadamente, dijo:
– Si sabe algo de él, le ruego que nos lo comunique. Es de la mayor importancia que nos pongamos en contacto con Michael Corleone. Debo advertirle, señorita, que si se relaciona con él puede verse en una situación muy peligrosa, y si lo ayuda, del modo que sea, tendrá problemas con la policía.
– ¿Y por qué no debo ayudarlo? Vamos a casarnos, y una mujer casada tiene el deber de ayudar a su marido, creo yo.
– Si lo ayuda -repuso el detective Siriani-, es muy posible que se haga cómplice de un asesinato. Buscamos a su amigo porque asesinó a un capitán de la policía de Nueva York y a un informador con el que éste estaba en contacto. Sabemos que el asesino es Michael Corleone.
Kay se echó a reír. Su risa era tan espontánea, reflejaba tanta incredulidad, que los dos policías se quedaron sin saber qué pensar.
– Mike no puede haberlo hecho -dijo ella-. Nunca ha tenido nada que ver con su familia. Cuando fuimos a la boda de su hermana, vi claramente que sus parientes lo trataban como a un extraño. Si ahora se oculta, será porque no desea publicidad, porque no quiere verse envuelto en todo este asunto. Mike no es un gángster. Le conozco mucho mejor que cualquier otra persona, incluidos ustedes. Es un hombre demasiado sensible para hacer algo tan horrible. Es la persona más amante de la ley que conozco y, que yo sepa, jamás ha dicho una sola mentira.
El detective John Phillips, siempre cortés, preguntó:
– ¿Cuánto tiempo hace que lo conoce?
– Más de un año.
Kay quedó sorprendida al ver que los dos hombres esbozaban una sonrisa.
– Creo que hay algunas cosas que debería usted saber -dijo Phillips-. La noche en que se encontró con usted Michael Corleone fue al hospital. Al salir tuvo un incidente con un capitán de la policía que había ido al mismo hospital en misión de servicio. Agredió al oficial, pero llevó la peor parte. Concretamente, la discusión le costó una rotura de mandíbula y la pérdida de algunos dientes. Sus amigos lo llevaron a la finca que la familia Corleone posee en Long Beach. La noche siguiente al incidente el capitán con el que se había peleado el día anterior fue asesinado, y Michael Corleone desapareció. Tenemos nuestros contactos, nuestros informadores. Todos coinciden en señalar a Michael Corleone, pero carecemos de pruebas. El camarero que fue testigo de los asesinatos es incapaz de identificarlo mediante una fotografía, pero tal vez podría reconocerlo personalmente. También tenemos al conductor del automóvil de Sollozzo, que se niega a hablar, pero lograríamos' hacerle cantar si tuviéramos a Michael Corleone en nuestro poder. Así pues, todos nuestros hombres lo están buscando, al igual que está haciendo el FBI. Hasta ahora no hemos tenido suerte. Por eso hemos pensado que tal vez usted podría ayudarnos.