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– No creo una sola de sus palabras -dijo Kay, fríamente. No obstante, se sentía un poco inquieta, pues lo de la mandíbula y los dientes quizá fuera cierto. Aun así, se negaba a creer que su Mike fuera un asesino.

– Si sabe algo ¿nos lo comunicará? -preguntó Phillips.

Kay negó con la cabeza. El otro policía, Siriani, dijo en tono rudo:

– Sabemos que usted y Michael tienen relaciones íntimas. Contamos con testigos y, además, los registros del hotel no mienten. Si proporcionamos esta información a los periódicos, su padre y su madre se sentirán muy avergonzados ¿no lo cree, señorita? Unas personas tan respetables como ellos no podrían resistir la noticia de que su hija es la amante de un gángster. Si insiste en no hablar, voy a llamar ahora mismo a su padre.

Kay lo miró con expresión de sorpresa. Luego se levantó y abrió la puerta del estudio. Vio a su padre de pie junto a la ventana de la sala, fumando su pipa.

– Papá ¿puedes venir un momento?

El señor Adams entró en el estudio. Pasó el brazo alrededor de la cintura de su hija y dijo:

– ¿Sí, caballeros? Al no obtener respuesta, Kay se dirigió al detective Siriani, en tono gélido:

– Vamos, oficial, hable.

Siriani carraspeó antes de decir:

– Señor Adams, no quiero que me comprenda mal. Lo que voy a explicarle es en bien de su hija. Es amiga de un individuo del que tenemos fundadas razones para creer que asesinó a un oficial de la policía. Acabo de decirle que puede verse en serios problemas, a menos que coopere con nosotros. Pero ella no parece darse cuenta de la gravedad del asunto. Tal vez usted consiga hacerla entrar en razones.

– Eso es completamente increíble -dijo el señor Adams.

– Su hija y Michael Corleone han estado saliendo juntos durante más de un año -puntualizó Siriani-. Han pasado más de una noche juntos en diversos hoteles, inscribiéndose siempre como marido y mujer. Buscamos a Michael Corleone para interrogarlo en relación con la muerte de un oficial de la policía. Su hija se niega a proporcionarnos cualquier información. Estos son los hechos. Para usted serán increíbles, pero tengo pruebas.

– No dudo de su palabra, señor -dijo el señor Adams, amablemente-. Lo que no puedo creer es que mi hija se encuentre metida en problemas. A menos que usted esté sugiriendo que ella es la «compañera» de un maleante.

Kay miró asombrada a su padre. No podía creer que se tomara el asunto tan a la ligera.

El señor Adams, en tono firme, añadió:

– No obstante, tengan la seguridad de que si ese joven aparece por aquí, informaré de inmediato a las autoridades. Y mi hija hará lo mismo. Ahora, por favor, discúlpennos; se nos está enfriando la comida.

Acompañó a los dos policías hasta la puerta y una vez que hubieron salido cerró ésta a sus espaldas. Tomó a Kay del brazo y la condujo hasta la cocina, que estaba en el extremo opuesto de la casa.

– Vamos, hija; tu madre nos está esperando para comer.

Al llegar a la cocina, Kay estaba llorando silenciosamente, conmovida por la afectuosa actitud de su padre. Su madre simuló no reparar en ello, por lo que Kay supuso que su padre le había hablado de la conversación con los detectives. Una vez sentados a la mesa, el señor Adams bendijo la comida como siempre lo hacía.

La señora Adams era una mujer fuerte y de baja estatura, muy sencilla en el vestir y muy aseada. Kay nunca la había visto desaliñada. También su madre se había mostrado siempre bastante distante con respecto a ella, y en ese momento su actitud no era distinta de la normal.

– Deja de dramatizar, Kay. No olvides que el muchacho ha sido educado en Dartmouth. Es imposible que esté complicado en algo tan sórdido.

– ¿Cómo sabes que Mike ha estado en Dartmouth? -preguntó Kay, sorprendida.

– Vosotros, los jóvenes, pensáis que sois muy listos. Lo hemos sabido desde el principio, pero no podíamos decírtelo mientras tú no nos hablaras de ello.

– Pero ¿cómo lo supisteis? -insistió Kay. No se atrevía a mirar a su padre, ahora que éste sabía que ella y Mike habían dormido juntos. Por ello no pudo ver su sonrisa al decir:

– Muy sencillo. Abrimos tus cartas.

Kay estaba horrorizada y furiosa. Lo miró a los ojos. Lo que él había hecho era aún más vergonzoso que el pecado de ella. Nunca hubiera podido creer algo así de un hombre como su padre.

– Dime que no es cierto. No puedo creerlo de vosotros, papá.

El señor Adams sonrió beatíficamente y dijo:

– Sí, consideré qué pecado sería mayor, si abrir tu correo o ignorar cualquier posible mal paso tuyo. Y la elección fue sencilla, además de virtuosa.

– Después de todo, hija mía -intervino la señora Adams-, eres terriblemente inocente para tu edad. Teníamos que estar enterados. Y tú nunca nos dijiste una sola palabra.

Por primera vez Kay se alegró de que Michael nunca hubiera sido muy afectuoso en sus cartas, y se alegró también de que sus padres no hubieran visto algunas de las cartas que ella le había escrito.

– Si no os hablé de él fue porque creí que no os gustaría su familia -se justificó Kay.

– Y no nos gusta -dijo el señor Adams, medio en broma-. Dime Kay ¿has sabido algo de él últimamente?

– No. Y estoy segura de que no ha hecho nada malo.

Vio que sus padres cambiaban una mirada de complicidad. Luego, el señor Adams dijo, amable como siempre:

– Si no es culpable y ha desaparecido, entonces cabe la posibilidad de que le haya ocurrido algo.

De momento, Kay no comprendió. Luego se levantó de la mesa y corrió a su habitación.

Tres días después, Kay Adams bajó de un taxi ante la alameda de los Corleone, en Long Beach. Había telefoneado anunciando su visita. Salió a recibirla Tom Hagen, lo que la decepcionó, pues sabía que Hagen no le diría nada.

En la sala de estar, Tom le sirvió una copa. Kay había visto a un par de hombres dando vueltas por la casa, pero ninguno de ellos era Sonny. Decidida a ir directamente al grano, preguntó a Tom Hagen:

– ¿Sabe usted dónde está Mike? ¿Sabe dónde puedo encontrarle?

– Sabemos que está bien, pero no dónde se encuentra. Cuando se enteró de que aquel capitán había sido asesinado, tuvo miedo de que lo acusaran. Por eso decidió desaparecer. Me dijo que volvería dentro de unos meses.

Tom Hagen mentía, pensó Kay, y no intentaba disimularlo.

– ¿Es cierto que el capitán le rompió la mandíbula?

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