Литмир - Электронная Библиотека
A
A

6

Peter Clemenza durmió mal aquella noche. Por la mañana se levantó temprano y se preparó el desayuno, consistente en un vaso de «grappa» y un grueso trozo de salami de Génova con un pedazo de pan italiano, que cada día le dejaban en la puerta, como en los viejos tiempos. Luego se bebió una taza de café mezclado con anís. Mientras iba por la casa, con su albornoz y sus zapatillas de fieltro rojo, pensaba en el trabajo que le esperaba durante el día. La noche anterior, Sonny Corleone le había dicho muy claramente que debía ocuparse de Paulie Gatto. Y el trabajo debía realizarse ese mismo día.

Clemenza estaba preocupado. No porque Gatto hubiera sido su protegido y se hubiese convertido en traidor. Esto para nada influía en el juicio del _caporegime_. Después de todo, los antecedentes de Paulie eran intachables. Procedía de una familia siciliana, se había criado en el mismo barrio que los chicos de los Corleone, e incluso había ido a la escuela con uno de ellos. Había recibido la educación adecuada. Se le había puesto a prueba, y los resultados habían indicado claramente que no era un hombre ambicioso. Luego, cuando hubo demostrado su valor, la Familia le había dado oportunidad de ganarse bien la vida, concediéndole un porcentaje de las recaudaciones del East Side. Clemenza sabía que Paulie Gatto incrementaba sus ingresos con trabajos por cuenta de terceros, cosa que iba contra las normas establecidas por la Familia, pero esto no era sino un signo de su valía. El quebrantamiento de dichas normas era considerado una muestra de iniciativa, similar a la del caballo de carreras que quiere estar siempre en la pista.

Además, Paulie Gatto nunca había ocasionado problemas con sus trabajos particulares. Siempre habían sido meticulosamente planeados y llevados a cabo sin llamar la atención y sin que llegaran a producirse ni tan siquiera heridos: el robo de una nómina de tres mil dólares en Manhattan, el de la de una pequeña fábrica de porcelana en los barrios bajos de Brooklyn, etc. Después de todo, siempre era interesante para un joven hacerse con un sobresueldo para sus gastos personales. Nada malo había en ello. ¿Quién hubiera imaginado que Paulie Gatto se convertiría en traidor?

Lo que preocupaba a Clemenza era, en realidad, un problema administrativo. La ejecución de Paulie Gatto era cosa hecha, pero ¿a quién escogería para sustituirlo? Era un puesto importante, por lo que debía poner mucho cuidado en la elección. Desde luego, se trataba de un asunto delicado. El sustituto debía ser duro y listo. Debía saber mantener la boca cerrada, incluso cuando la policía le apretara las clavijas, un hombre respetuoso con la siciliana ley del silencio, la amena. Y luego ¿cómo debería serle compensado el ascenso? Clemenza había insinuado varias veces al Don la conveniencia de recompensar mejor a los hombres decisivos dentro de la organización, pero el Don nunca había querido escucharle. De haber recibido más dinero, tal vez Paulie no se hubiera dejado sobornar por aquel maldito Turco.

Finalmente, por un proceso de eliminación, en la mente de Clemenza quedaron sólo tres nombres. El primero era un hombre que trabajaba con los estibadores de color de Harlem. Era un individuo de gran fuerza física y extraordinaria simpatía personal, que sabía tratar a la gente y se hacía respetar y temer. Sin embargo, Clemenza lo descartó después de media hora de sopesar los pros y los contras. Se llevaba demasiado bien con la gente de color, lo cual permitía suponer cierta debilidad de carácter. Además, sería muy difícil de reemplazar en su actual puesto.

En segundo lugar Clemenza consideró a un hombre muy trabajador que servía fielmente a la Familia. Se ocupaba de los clientes morosos de la zona de Manhattan. Había empezado como corredor de apuestas. Al final Clemenza llegó a la conclusión de que todavía no estaba capacitado para ocupar un cargo tan importante como el de Paulie Gatto.

Se decidió por Rocco Lampone, que había efectuado un breve pero rápido aprendizaje dentro de la Familia. Durante la guerra había sido herido en África, y fue licenciado en 1943. Debido a la escasez de hombres jóvenes, Clemenza lo había contratado, a pesar de que Lampone estaba parcialmente incapacitado, ya que incluso cojeaba al andar. Clemenza lo introdujo en el mercado negro de las ropas de vestir y entre los empleados gubernamentales encargados de los bonos de comida. Tiempo después, Lampone era el que lo controlaba todo. La cualidad que más valoraba Clemenza era su buen criterio. Sabía que no valía la pena hacerse fuerte en asuntos que en el peor de los casos podían costar una multa o seis meses de cárcel, cosas que, en definitiva, eran tonterías, si se tenían en cuenta los grandes beneficios que se obtenían. Tenía el sentido común de saber cuándo podía amenazar. En definitiva, era un hombre discreto; exactamente lo que interesaba a la Familia.

Clemenza se sintió satisfecho. Acababa de resolver un comprometido problema administrativo. Sí, Rocco Lampone sería el hombre adecuado. Le ayudaría incluso en lo de Paulie. Clemenza había decidido ocuparse personalmente del asunto, no sólo para ayudar a un hombre nuevo e inexperto a recibir su «bautismo de sangre», sino también porque quería saldar una cuenta pendiente. Paulie había sido su protegido, él le había ascendido, incluso por delante de gente más leal y capacitada. Paulie no sólo había traicionado a la Familia, sino también a su «padrone», Peter Clemenza. Esta falta de respeto tenía que ser castigada.

Todos los detalles estaban ya arreglados. Paulie Gatto había recibido instrucciones de pasar a recogerle a las tres de la tarde con su propio automóvil. Clemenza cogió el teléfono y marcó el número de Rocco Lampone. No se dio a conocer, sino que se limitó a decir:

– Ven a mi casa, tengo un trabajo para ti. Le gustó el hecho de que la voz de Lampone, a pesar de lo temprano de la hora, no denotara sorpresa ni sonara soñolienta. Se había limitado a decir que de acuerdo. Era un buen elemento.

– No corras -añadió Clemenza-. Come tranquilamente antes de venir a verme. Eso sí, no llegues más tarde de las dos.

Recibida la conformidad de su interlocutor, Clemenza colgó. Ya había dado las órdenes oportunas para que sus hombres reemplazaran a los de Tessio en la alameda, y así se había hecho. Sus subordinados eran hombres capacitados, de forma que él nunca tenía que inmiscuirse en la mecánica de las operaciones.

Decidió lavar su Cadillac. Le gustaba su coche. Su marcha era tan suave y su interior tan cómodo, que a veces, cuando hacía buen tiempo, prefería estar sentado en su interior que en la sala de estar de su casa. Lavar el coche le ayudaba a pensar; lo tenía comprobado. Recordaba a su padre haciendo lo mismo que él, pero con las muías, allá en Italia.

Clemenza trabajaba dentro del caluroso garaje, pues odiaba el frío. Acabó de madurar sus planes. Debía tener cuidado con Paulie. Era como una rata, olía el peligro. En ese momento, a pesar de toda su dureza debía de estar temblando de miedo, sabiendo que el Don estaba vivo. Pero Clemenza estaba acostumbrado a estas circunstancias, normales en su trabajo. Primero debía encontrar una buena excusa que justificara el hecho de que Rocco los acompañara. Segundo, tenía que inventarse una misión lo bastante delicada como para requerir la presencia de tres hombres.

Desde luego, aquello no era imprescindible. Paulie Gatto podía ser eliminado sin tantos requisitos. No tenía escapatoria. No obstante, Clemenza estaba firmemente convencido de la importancia de hacer las cosas bien, sin dejar cabos sueltos. Uno nunca podía saber lo que iba a suceder; después de todo, se trataba de cuestiones de vida o muerte.

32
{"b":"101344","o":1}