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Amerigo Bonasera vivía en la calle Mulberry, a pocas manzanas del lugar donde tenía la funeraria, y debido a ello iba cada día a cenar a su casa. Luego regresaba a su establecimiento y se unía a los familiares de los muertos que yacían en los severos y tristes salones.

Nunca había acabado de acostumbrarse a las bromas que muchos hacían acerca de su profesión. Naturalmente, ninguno de sus amigos o familiares se burlaba de él por este motivo. Para la gente acostumbrada a ganarse el pan con el sudor de su frente, todas las profesiones eran igualmente dignas de respeto.

El piso de los Bonasera estaba amueblado con un estilo austero. En el comedor había una figura de la Virgen María, iluminada con bombillas de color rojo. Antes de cenar, Amerigo encendió un Camel y se sirvió un vaso de whisky. Su esposa puso en la mesa dos humeantes platos de sopa. Ahora el matrimonio vivía solo; Bonasera había enviado a su hija a Boston, a casa de la hermana de su madre, para que pudiera olvidar la terrible experiencia sufrida a manos de los dos rufianes a quienes Don Corleone había castigado.

Mientras comían la sopa, su esposa le preguntó:

– ¿Esta noche tienes que volver a trabajar? Amerigo Bonasera asintió. Su esposa respetaba su trabajo, pero no entendía que el aspecto técnico fuera lo menos importante de su profesión. Ella pensaba, como la mayoría de la gente, que su marido cobraba para dar a los muertos un aspecto lo más agradable posible. Y su habilidad como maquillador era legendaria. Pero al parecer lo más importante era su presencia en los velatorios. Cuando la familia del fallecido llegaba por la noche para recibir a los parientes y amigos junto al ataúd, necesitaba que Amerigo Bonasera estuviera con ellos.

Se trataba del perfecto acompañante de la muerte. Con su expresión grave, aunque enérgica, y su voz suave, presidía el ritual. Acallaba las expresiones de dolor demasiado ruidosas, reprendía a los niños que alborotaban… Sus palabras de condolencia eran siempre como debían ser: ni frías, ni exageradas. Cuando una familia utilizaba una vez los servicios de Amerigo Bonasera, se convertía en cliente para siempre. Y él tenía por norma no abandonar a sus clientes en aquellas horas amargas. Generalmente, después de cenar se permitía echar una breve siesta. Luego, se aseaba, se afeitaba, intentando disimular con polvos de talco su cerrada barba negra, y se lavaba los dientes (nunca olvidaba este detalle). Finalmente, se ponía una camisa inmaculadamente blanca, la corbata negra, el traje oscuro y los zapatos y calcetines negros. No obstante esta indumentaria, su aspecto no era triste, sino confortante. Se teñía el pelo -frivolidad increíble en un italiano de su generación-, pero no lo hacía por vanidad, sino, sencillamente, porque tenía muchas canas y consideraba no estaba a tono con su profesión.

Una vez terminada la sopa, su esposa le sirvió una chuleta y espinacas. No era hombre de mucho comer. Acabada la comida, tomó una taza de café y encendió otro cigarrillo. Entonces pensó en su pobre hija. Ya no volvería a ser la misma. Su belleza exterior había sido restaurada, pero ahora había en sus ojos un brillo de terror animal. A Amerigo le resultaba muy doloroso ver el cambio que se había operado en ella. Por eso la habían enviado a Boston. Tal vez allí volviera a ser la de antes. Las heridas físicas habían sanado; las morales también sanarían. Lo único definitivo era la muerte. Y su trabajo había hecho de él un optimista.

En cuanto hubo terminado su café, sonó el teléfono. Cuando él estaba en casa su esposa nunca contestaba al teléfono, por lo que, después de apagar el cigarrillo, se levantó y se dirigió a la sala de estar, donde se encontraba el aparato. Mientras atravesaba el corredor, se aflojó la corbata y empezó a desabrocharse la camisa como hacía siempre antes de tomar la siesta. Luego descolgó el auricular y dijo, en tono cortés:

– ¿Sí?

La voz del otro extremo del hilo era áspera y dura.

– Soy Tom Hagen. Lo llamo de parte de Don Corleone.

Amerigo Bonasera sintió que el café pugnaba por subírsele del estómago a la boca. Hacía un año que estaba en deuda con Don Corleone, concretamente desde el día en que éste había castigado a los agresores de su hija. Y sabía que era una deuda que, tarde o temprano, tendría que pagar. Un año antes, al ver los ensangrentados rostros de los dos rufianes, hubiera hecho cualquier cosa por el Don. Pero el tiempo hace estragos en la gratitud, aún más que en la belleza. Ahora Amerigo Bonasera se sentía al borde del desastre.

– Sí, comprendo. Le estoy escuchando -dijo con voz temblorosa.

Le sorprendió la frialdad de la voz de Hagen. A pesar de no ser italiano, el consiguen siempre se había mostrado como un hombre cortés. ¿Por qué de pronto parecía tan brusco?

– Usted de debe un favor al Don -le dijo Hagen-. El está seguro de que querrá pagárselo. Es más, está convencido de que le encantará tener la oportunidad de hacerlo. Dentro de una hora, no antes, irá a su funeraria. Le pedirá ayuda. Usted estará allí para recibirlo. Procure que no haya nadie más. De ser necesario, mande a sus empleados a casa. Si tiene algo que objetar, dígamelo, para que pueda informar al Don. Dispone de otros amigos a los que pedirle este favor.

– ¿Cómo voy a negarme a hacerle un favor al Padrino? -dijo Bonasera, aterrorizado-. Haré cualquier cosa que me pida, desde luego. No he olvidado mi deuda. Ya mismo salgo para la funeraria.

– Gracias -repuso en tono más amable, aunque todavía con una nota extraña-. El Don nunca ha dudado de usted. Lo de si tenía algo que objetar ha sido cosa mía. Si complace usted al Don esta noche, podrá contar conmigo siempre que me necesite; se habrá ganado usted mi amistad.

Esto asustó todavía más a Amerigo Bonasera, que preguntó, inquieto:

– ¿Es que vendrá el Don en persona?

– Sí.

– Eso significa que, gracias a Dios, ya se ha recuperado de sus heridas.

Después de una breve pausa, Hagen emitió un «sí» muy suave, y seguidamente colgó el auricular.

Bonasera sudaba a mares. Fue a su dormitorio y se cambió la camisa. Luego se lavó los dientes, pero no se afeitó ni se cambió la corbata. Telefoneó a la funeraria y dijo a su ayudante que se encargara de consolar a la familia del muerto de turno, indicándole además que utilizara la sala delantera. Le explicó que él estaría ocupado en la zona del laboratorio. Cuando el empleado empezó a hacerle preguntas, Bonasera le interrumpió y | le dijo que se limitara a hacer lo que le ordenaba.

Se puso la chaqueta, y su esposa, que todavía estaba comiendo, lo miró sorprendida.

Amerigo le dijo, por toda explicación:

– Tengo trabajo.

La mujer, al ver la expresión de su cara, no se atrevió a hacerle preguntas. Bonasera salió de su casa y echó a andar en dirección a la funeraria.

El edificio estaba rodeado de una cerca. Un estrecho camino, destinado al paso de ambulancias y coches fúnebres, conectaba la calle con la parte trasera del inmueble. Hacia allí se dirigió Bonasera, y mientras lo hacía vio a un grupo de gente que entraba por la puerta principal. Eran los familiares y amigos del muerto del día.

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