Luca siempre iba armado. Tenía licencia de armas, probablemente la licencia más cara del mundo y de todos los tiempos. Había costado diez mil dólares, pero en caso de ser registrado por la policía, le evitaría ir a prisión. Esta noche no quería llevar el arma que estaba facultado legalmente para llevar encima, sino que prefería una pistola «segura», ya que tal vez tendría ocasión de terminar el trabajo. Sí, era mejor un arma que no estuviera registrada. Luego, después de pensarlo mejor, decidió que aquella noche se limitaría a escuchar la proposición y a informar al Padrino, a Don Corleone.
Emprendió el camino hacia el club, pero no volvió a beber. Pasó por la Calle Cuarenta y ocho, donde estaba su restaurante italiano favorito, el Patsy's, y cenó tranquilamente, a pesar de lo insólito de la hora. Luego, viendo que se acercaba la hora de la entrevista, se marchó hacia el club. Cuando llegó, el portero ya no estaba, ni tampoco la chica del guardarropa. Sólo Bruno Tattaglia le esperaba. Lo condujo hasta la desierta barra del otro lado del salón. Luca vio ante él las desiertas mesitas colocadas alrededor de la reluciente pista de baile que brillaba como un diamante, y, entre las sombras, el estrado de los músicos y el esqueleto metálico de un micrófono.
Luca se sentó frente a la barra y Bruno fue a situarse detrás, en el lugar de los camareros. Luca rechazó una copa que le ofreció y encendió un cigarrillo. Era posible que no se tratara del Turco, sino de alguna otra persona. Pero luego por entre las sombras de la estancia, vio aparecer a Sollozzo en persona.
Sollozzo le estrechó la mano y se sentó en un taburete, a su lado. Tattaglia puso un vaso delante del recién llegado, quien le dio las gracias.
– ¿Sabe usted quién soy? -preguntó Sollozzo.
Luca asintió con un gesto y le dirigió una sonrisa astuta. Las ratas iban saliendo de su agujero. Sería un gran placer ocuparse de ese siciliano renegado.
– ¿Sabe usted lo que voy a pedirle? -preguntó Sollozzo.
Luca negó con la cabeza.
– Hay un gran negocio en perspectiva -explicó Sollozzo-. Habrá millones para todos los que intervengan desde un puesto elevado. Hablando solamente del primer embarque, puedo garantizarle a usted cincuenta mil dólares. Estoy hablando de drogas, el gran negocio del futuro.
– ¿Por qué acude usted a mí? -preguntó Luca-. ¿Pretende que se lo cuente a mi Don?
– Ya le he hablado yo -respondió Sollozzo con una mueca-, y no quiere saber nada del asunto. Muy bien, puedo hacerlo sin él. Pero necesito a un hombre fuerte, a alguien que pueda proteger físicamente la operación. Como sé que no está usted satisfecho con su Familia, he pensado que podría interesarle el cambio.
Luca fingió ciertas dudas.
– Si la oferta es lo bastante buena…
Sollozzo, que había estado observándolo atentamente, pareció haber llegado a una decisión firme.
– Le doy unos cuantos días para que estudie mi oferta; luego volveremos a vernos -dijo.
El Turco adelantó la mano hacia Luca, pero éste fingió no darse cuenta. Para disimular, sacó un cigarrillo del paquete que llevaba en el bolsillo y se lo llevó a la boca. Detrás de la barra, Bruno Tattaglia hizo aparecer un encendedor como por arte de magia y dio fuego a Luca. Luego hizo una cosa muy rara. Dejó caer el encendedor sobre el mostrador, y asió con fuerza, con mucha fuerza, la mano derecha de Luca.
Luca reaccionó al instante. Saltó del taburete y se esforzó por zafarse de Bruno Tattaglia, pero Sollozzo ya le había asido por el otro brazo y se lo retorció contra la espalda. Pese a ello, Luca seguía siendo demasiado fuerte para los dos hombres juntos, y habría conseguido soltarse. Sin embargo, de entre las sombras de la sala y a su espalda, apareció otro hombre que le colocó una fina cuerda de seda alrededor del cuello. La cuerda apretaba cada vez más, y Luca apenas si podía respirar. Su rostro se tornó violáceo y sus brazos perdieron fuerza. Tattaglia y Sollozzo ya no tuvieron dificultad alguna en sujetarlo; la actitud de ambos inmovilizando a Luca tenía cierto aire infantil. Mientras, el otro hombre iba apretando más y más el cerco alrededor del cuello de Luca Brasi. De pronto, el suelo quedó mojado. Luca perdió el control de los esfínteres y la orina acumulada en su cuerpo se fue derramando hasta la última gota. Las fuerzas le habían abandonado por completo; las piernas se negaban a sostenerle y todo su cuerpo temblaba. Sollozzo y Tattaglia le dejaron libres los brazos y la víctima quedó a merced del estrangulador, ahora arrodillado para seguir al cuerpo de Luca en su lenta caída. La cuerda apretaba tan fuerte, que ya no resultaba visible en la garganta de Luca. Los ojos de éste parecían a punto de salirse de sus órbitas. Diríase que tenían una expresión de tremenda sorpresa, de mortal sorpresa más exactamente. Esta expresión era lo único humano que le quedaba a Luca Brasi, pues había muerto.
– Hacedlo desaparecer -dijo Sollozzo-. Es muy importante que tarden un tiempo en encontrarlo.
Acto seguido dio media vuelta y se fue, desapareciendo entre las sombras.
8
Para la Familia, el día siguiente al atentado contra Don Corleone fue una jornada de actividad frenética. Michael permaneció junto al teléfono, recibiendo mensajes para Sonny. Tom Hagen estaba ocupado tratando de encontrar un mediador aceptable para ambas partes, al efecto de que pudiera organizarse una conferencia con Sollozzo. El Turco parecía haberse esfumado, seguramente porque sabía que los hombres de Clemenza y de Tessio andaban buscándolo por toda la ciudad. En efecto, Sollozzo permanecía en su escondite, al igual que los principales miembros de la familia Tattaglia, y Sonny lo sabía; el enemigo no podía hacer otra cosa, dadas las circunstancias.
Clemenza debía ocuparse de Paulie Gatto. Tessio tenía que encontrar la pista de Luca Brasi, que no había estado en su casa desde la noche anterior al atentado. Ello era un mal síntoma, pero Sonny no podía creer que Brasi hubiera traicionado a la Familia, ni que se hubiera dejado sorprender.
Mamá Corleone permaneció en la ciudad, en casa de unos amigos de la Familia, para estar cerca del hospital. Carlo Rizzi, el yerno, había ofrecido sus servicios, pero se le dijo que cuidara de su propio negocio, el que Don le había procurado, que consistía en una lucrativa correduría de apuestas en el barrio italiano de Manhattan. Connie estaba con su madre, en la ciudad, para poder visitar con frecuencia a su padre en el hospital.
Freddie seguía en tratamiento a base de sedantes en su habitación de la casa paterna. Sonny y Michael le habían hecho una visita, y ambos quedaron asombrados al ver la palidez del rostro de su hermano.
– ¡Madre mía! -exclamó Sonny-. Si parece que las balas las haya recibido él.
Michael asintió. En el campo de batalla había visto soldados en el mismo estado que Freddie, pero nunca lo hubiera esperado de su hermano. Recordaba que, de niños, Freddie había sido el más fuerte de los tres. Aunque, a decir verdad, también había sido siempre el más obediente y respetuoso para con su padre. Sin embargo, todos sabían que desde hacía tiempo, el Don no contaba con Freddie cuando se trataba de resolver asuntos importantes. Le faltaba inteligencia y, además, era demasiado sensible. Era un solitario, no tenía suficiente fuerza de espíritu.