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Había pasado un año de la muerte de Sonny, y Lucy Mancini aún lo echaba terriblemente de menos. Todas las noches soñaba con él, pero los suyos no eran los sueños de una colegiala, ni su cólera la de una esposa enamorada. No estaba desolada por haber perdido al «compañero de su vida»; sus sentimientos no tenían nada que ver con lo sentimental. No. Lucy echaba de menos a su amante porque había sido el único hombre con que había gozado plenamente al hacer el amor. Y, en su juventud e inocencia, pensaba que no encontraría otro hombre capaz de suplantar a Sonny.

Ahora, un año más tarde, Lucy se dejaba acariciar por el sol y el fragante aire de Nevada. A sus pies, un hombre delgado y rubio jugueteaba con sus dedos. Era una tarde de domingo, y estaban junto a la piscina del hotel. A pesar de que alrededor había bastante gente, el hombre se puso a acariciar despreocupadamente el desnudo muslo de la muchacha.

– Por favor, Jules, para ya -pidió Lucy-. Pensaba que los médicos no eran tan interesados como los demás hombres.

– Soy un médico de Las Vegas -replicó Jules en tono burlón.

Lucy se sorprendió al comprobar lo mucho que la excitaba el contacto de la mano del médico. Trató de disimular su emoción, pero sin éxito. En realidad, era una chica muy tosca e inocente. ¿Por qué, entonces, no se decidía a dar el paso definitivo?, se preguntaba el doctor Jules Segal. Aun suponiendo que la chica hubiera sufrido alguna fuerte desilusión sentimental, su resistencia carecía de sentido. De todos modos, confiaba en que Lucy fuese suya aquella misma noche. Y si para ello era preciso recurrir a algún truco, lo haría, pues era hombre capaz de eso y de mucho más. Todo en interés de la ciencia, por supuesto. Además, ¡la pobre muchacha lo deseaba tan ardientemente!

– Deja de tocarme, Jules, te lo ruego -dijo Lucy con voz temblorosa.

Jules obedeció de inmediato. Apoyó la cabeza sobre su regazo y cerró los ojos. Le divertía la excitación de Lucy, y le agradaba el suave calor que desprendían sus muslos. Cuando ella le pasó la mano por la cabeza para alisarle el pelo, Jules le tomó la muñeca y sintió latir su pulso a una velocidad tremenda. Aquella noche resolvería el misterio, aquella noche sabría por qué razón Lucy se le resistía. Plenamente confiado, el doctor Jules Segal se durmió.

Lucy miraba a la gente que estaba alrededor de la piscina. ¡De que forma tan radical había cambiado su vida en menos de dos años! Nunca lo hubiera imaginado, como nunca hubiera creído que no se arrepentiría -sino todo lo contrario-de su «locura» en la boda de Connie Corleone. Era lo más maravilloso que le había ocurrido en su vida, y lo revivía en sueños una y otra vez.

Después de su encuentro, Sonny la había visitado una vez a la semana; en ocasiones más, pero nunca menos. Los días que precedían a la visita de su amante constituían para Lucy un verdadero tormento. Su pasión era de lo más elemental, y en ella nada tenían que ver ni la poesía ni el sentimentalismo. El suyo fue un amor ciento por ciento carnal, casi animal, por así decirlo.

Cuando Sonny le anunciaba su visita, Lucy se aseguraba de que el mueble bar y la despensa estuvieran llenos, pues por lo general Sonny no se marchaba hasta bien entrada la mañana siguiente. Él tenía una llave del apartamento, y ella se echaba en sus brazos en cuanto lo veía entrar. Ambos eran brutalmente directos, bestialmente primitivos. Durante el primer beso se abrazaban con todas sus fuerzas, luego él la entraba en volandas en el dormitorio.

Hacían el amor una y otra vez. Permanecían en el apartamento, juntos y completamente desnudos, durante dieciséis horas seguidas. Lucy preparaba comida en grandes cantidades para no defraudar el descomunal apetito de él. A veces, cuando Sonny recibía alguna llamada telefónica -de negocios, desde luego-, ella prácticamente no se enteraba. Y si él se levantaba para servirse una copa, ella lo seguía, pegada a su piel, para no perder contacto con el cuerpo amado. Al principio, Lucy se había sentido avergonzada de sus propios «excesos», pero ese sentimiento desapareció cuando se dio cuenta de que a su amante le gustaban y se sentía halagado a causa de ellos. La suya fue una pasión instintiva, inocente. Fueron muy felices.

Cuando el padre de Sonny fue tiroteado en la calle, Lucy comprendió por vez primera que su amante podía estar en peligro. Sola en su apartamento, no lloraba, sino que gemía de angustia. Cuando Sonny estuvo casi tres semanas sin ir a verla, consiguió dormir gracias a los somníferos y el alcohol. La aflicción que sentía le producía un dolor físico. Y el día en que él, finalmente, fue a verla, estuvo horas y horas apretada contra su cuerpo. Desde entonces, las visitas se sucedieron regularmente, a razón de una a la semana, hasta que lo asesinaron.

De la muerte de Sonny se enteró por los periódicos. Aquella noche se tomó una sobredosis de somníferos, que por alguna extraña razón no la mató, aunque sí hizo que se sintiera muy enferma. La encontraron desvanecida delante de la puerta del ascensor -al verse en tan mal estado intentó salir de su apartamento-, y la trasladaron al hospital. Como muy pocos estaban al corriente de su relación con Sonny, la noticia sólo ocupó unas pocas líneas en los periódicos sensacionalistas.

Mientras estaba en el hospital, Tom Hagen fue a verla y le ofreció un empleo en Las Vegas, en el hotel dirigido por Freddie, el hermano de Sonny. También le comunicó que recibiría una pensión anual de la familia Corleone, acordada por Sonny en su testamento. Luego le preguntó si estaba embarazada, pues creía que ésa era la razón de su intento de suicidio, y Lucy respondió que no. Finalmente quiso saber si Sonny había ido a verla la noche fatal, o si había llamado anunciando su visita; la respuesta de la muchacha fue negativa, y añadió que después del trabajo siempre regresaba a su casa. Lucy explicó también que Sonny había sido el único hombre a quien había amado, y que nunca podría sentir lo mismo por ningún otro. Al ver que Hagen sonreía, preguntó:

– ¿Tan increíble es lo que digo? ¿No fue él quien lo llevó a vivir a su casa cuando usted era un crío?

– Es que de mayor cambió mucho; ya no era el mismo.

– Pues tal vez haya cambiado para los demás, pero no para mí.

Lucy aún se sentía demasiado débil para explicar lo gentil que Sonny había sido siempre con ella. Nunca se había mostrado nervioso ni agresivo.

Hagen se ocupó de todo lo concerniente al viaje de Lucy a Las Vegas, donde estaba esperándola un apartamento alquilado a su nombre. Hagen la acompañó al aeropuerto y le hizo prometer que, si se sentía sola o si las cosas no le iban bien, lo llamaría, pues él haría cuanto estuviera en su mano para ayudarla.

Antes de subir al avión, Lucy le preguntó a Hagen:

– ¿Está enterado el padre de Sonny de lo que usted hace por mí?

– Precisamente estoy actuando por su cuenta -repuso Hagen con una sonrisa-. En estas cosas es un poco anticuado, y nunca haría nada que pudiera perjudicar a la esposa de su hijo. Pero considera que usted es una chiquilla inexperta e ingenua. En su opinión fue Sonny el que obró mal. Por otra parte, su intento de suicidio nos ha conmovido a todos.

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