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Se abstuvo de decirle lo increíble que era para un hombre como el Don el que una persona quisiera suicidarse.

Ahora, después de casi dieciocho meses en Las Vegas, Lucy se sentía casi feliz, lo que la sorprendía. Algunas noches soñaba con Sonny. No lo olvidaba. Él había sido, aparte del gran amor de su vida, el último hombre que la había tocado. La vida en Las Vegas le gustaba. Nadaba en las piscinas del hotel, paseaba en canoa por el lago Mead, y en su día libre recorría con su coche las carreteras del desierto. Perdió algunos kilos, lo que mejoró su silueta. Sus encantos ya eran más propios de una americana que de una italiana. En el hotel trabajaba de recepcionista, y se relacionaba poco con Freddie. Cuando se encontraban sólo se cruzaban unas pocas palabras. No obstante, el enorme cambio que se había producido en Freddie le parecía asombroso. Con las mujeres era encantador, vestía con gran elegancia y parecía el hombre adecuado para dirigir un hotel-casino. Debido quizás a los largos y calurosos meses de verano, o tal vez a su activísima vida sexual, también él había adelgazado, lo que, sumado a su estilo hollywoodiense, le daba un aspecto encantador.

Seis meses después de establecerse en Las Vegas, Tom Hagen fue a ver a Lucy para comprobar qué tal le iban las cosas. La muchacha había estado recibiendo todos los meses, además de su salario, el prometido cheque de seiscientos dólares, y Hagen le explicó que era preciso justificar de algún modo el ingreso de esa cantidad. Por ello,» creía oportuno pedirle que le confiriera poderes por escrito para poder actuar por cuenta de ella; pero no debía preocuparse por nada, pues él se encargaría del asunto. También le comunicó que, por una cuestión de pura fórmula, figuraría como propietaria de cinco «puntos» (participaciones o acciones) del hotel donde trabajaba. Todo eso debería hacerse de acuerdo con las leyes del estado de Nevada, naturalmente, pero de todas las engorrosas formalidades legales se ocuparía él. No obstante, ella no debía hablar con nadie de todo ese asunto, a menos que él la autorizara a hacerlo. Su futuro quedaría plenamente asegurado y, además, seguiría recibiendo los seiscientos dólares mensuales. Si las autoridades le hacían preguntas, debía limitarse a decirles que hablaran con su abogado. Si así lo hacía, no volverían a molestarla.

Lucy se mostró de acuerdo. Comprendía a la perfección lo que ocurría, pero no consideró oportuno poner objeciones al modo en que estaba siendo utilizada. Parecía un favor razonable. En cambio, cuando Hagen le pidió que vigilara a Freddie y al dueño del hotel, poseedor este último de un gran paquete de acciones del establecimiento, dijo:

– Pero, Tom ¿me está usted pidiendo que espíe a Freddie?

– No. Lo que sucede es que el padre de Freddie se preocupa por su hijo. Sabe que tiene amistad con Moe Greene, y debemos procurar que no se meta en líos.

No se molestó en explicarle que el Don había patrocinado la construcción de ese hotel en el desierto, no sólo para proporcionar un empleo a su hijo, sino, sobre todo, para introducirse en Las Vegas.

Fue poco después de esa entrevista cuando el doctor Jules Segal se convirtió en el médico del hotel. Era un hombre muy delgado, elegante y atractivo, que parecía demasiado joven para ser médico, o así lo creía Lucy. Se conocieron un día en que ella fue a verlo a causa de un grano que le habría salido en el antebrazo. En la sala de espera se encontraban dos coristas del espectáculo de variedades del hotel, ambas rubias y de piel dorada, a las que Lucy envidiaba precisamente por ello. Su aspecto era inocente. Pero una de ellas estaba diciéndole a la otra:

– Te aseguro que si me da otra pastilla, abandono el trabajo.

Cuando el doctor Jules Segal abrió la puerta para que entrara una de las dos chicas que estaban antes que Lucy, ésta se sintió tentada de marcharse. Y lo habría hecho si lo que la llevaba a la consulta médica hubiese sido algo más serio. El doctor Segal lucía unos pantalones holgados y una camisa abierta. A pesar de sus gafas de carey y de sus modales reservados, su aspecto no era, en conjunto, demasiado serio. Y Lucy, como muchas personas anticuadas, creía que la medicina debía ir acompañada de una gravedad solemne.

Luego, al entrar en el consultorio, todo cambió. Lucy se sintió repentinamente tranquila. Porque en realidad el doctor Segal sabía ganarse de inmediato la confianza de sus pacientes. Habló muy poco, pero en tono firme y, a la vez, amable. Cuando ella quiso saber a qué se debía la hinchazón del antebrazo, el joven médico le explicó pacientemente que no era nada serio. Tomó un grueso libro de la estantería y dijo:

– Mantenga firme el brazo.

Lucy obedeció. Por primera vez, Segal le dirigió una amable sonrisa.

– Ahora voy a golpearle el grano con este libro, y verá cómo desaparece. Es posible que vuelva a salir dentro de un tiempo, pero si empleo el bisturí le costará mucho dinero y, además, tendrá que llevar el brazo vendado. ¿Le parece bien?

Lucy le devolvió la sonrisa. Aunque no sabía por qué, confiaba plenamente en él.

– De acuerdo, doctor.

Un segundo después, lanzaba un grito de dolor cuando él le golpeaba el antebrazo con el grueso libro; a continuación comprobó que el grano había desaparecido.

– ¿Le ha dolido mucho?

– No. ¿Ya está?

El doctor Segal respondió que sí, y de inmediato dejó de prestar atención a Lucy, que salió del consultorio.

Una semana más tarde se encontraron ante la barra del bar del hotel.

– ¿Cómo va el brazo? -preguntó Segal.

– Muy bien -respondió Lucy, sonriendo-. Sus métodos no son muy ortodoxos, pero sí eficaces.

– No sabe usted bien lo poco ortodoxo que soy. A propósito, no sabía que fuera usted una mujer rica. El Sun ha publicado hace unos días la lista de poseedores de puntos del hotel, y Lucy Mancini figura con diez. Si le hubiese curado ese antebrazo con métodos más tradicionales habría podido ganar una pequeña fortuna. Lucy se acordó de lo que le había advertido Hagen, y no respondió.

– No se preocupe -prosiguió Segal-. Sé cómo funcionan estas cosas; las acciones figuran a su nombre, pero no son suyas. En Las Vegas esto es muy corriente. ¿Qué le parece si salimos esta noche a cenar y a ver algún espectáculo? Incluso la invitaré a jugar a la ruleta.

Lucy no sabía si aceptar o no. Ante la insistencia de él, respondió:

– Me gustaría, pero creo que se sentiría usted decepcionado. Me temo que soy algo diferente de las chicas de Las Vegas.

– Por eso la he invitado. Precisamente me he recetado una noche de descanso -dijo Jules en tono jocoso. Lucy le dedicó una melancólica sonrisa y respondió:

– De acuerdo. Acepto que me invite a cenar, pero a la ruleta apostaré con mi dinero.

Durante la cena, Jules se pasó un buen rato hablando, en términos médicos pero con gran sentido del humor, de los diferentes tipos de muslos y senos femeninos, mientras Lucy pensaba que aquel hombre tenía una conversación muy amena. Después estuvieron jugando un rato a la ruleta, y ganaron más de cien dólares. Más tarde, fueron en el coche de él a Boulder Dam, donde Jules trató de hacerle el amor a la luz de la luna. Pero al ver que Lucy, a pesar de sus besos, se resistía, comprendió que por el momento era inútil insistir. La derrota, sin embargo, no le hizo perder el buen humor.

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