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En cuanto a Michael, nunca se había mostrado tan afable y extrovertido como aquel día.

En un momento dado, Connie susurró al oído a Kay:

– Creo que Carlo y Mike serán muy buenos amigos a partir de hoy. Estas cosas siempre unen a la gente.

Kay apretó el brazo de su cuñada, y le dijo:

– Me alegro mucho.

OCTAVA PARTE

30

Albert Neri estaba en su apartamento, situado en el Bronx, muy concentrado en cepillar el uniforme de su época de policía. Sacó la placa y la puso sobre la mesa para limpiarla. La pistolera y el arma estaban encima de una silla. Aquella vieja rutina de limpiar, cepillar y abrillantar le hizo sentirse extrañamente feliz. En realidad, ésa era una de las pocas veces en que se había sentido feliz desde que su esposa lo abandonó, casi dos años atrás.

Se había casado con Rita cuando ésta aún asistía al instituto y él era un policía novato. Se trataba de una muchacha tímida, morena, y procedía de una familia chapada a la antigua. Sus padres no le permitían regresar a casa más tarde de las diez de la noche. Neri estaba perdidamente enamorado de ella, de su inocencia, de su virtud y de su belleza.

Al principio, Rita se sentía fascinada por su marido. Era muy fuerte, y ella se daba cuenta de que la gente le tenía miedo, tanto por su poderío físico, como por su recto concepto del deber. Claro que le faltaba diplomacia; si no estaba de acuerdo con una actitud colectiva o con una opinión individual, o bien se callaba, o bien expresaba brutalmente su desacuerdo Su temperamento era verdaderamente siciliano, y sus ataques de furia, terribles. Pero nunca se mostraba irritado con su esposa.

En el espacio de cinco años, Neri se convirtió en uno de los agentes más temidos de la fuerza policial de la ciudad de Nueva York. Y también en uno de los más honrados. Pero tenía su sistema propio de hacer cumplir con la ley. Odiaba a los gamberros, y cuando veía a un grupo de chicos que, reunidos por la noche en alguna esquina, se dedicaban a molestar a la gente que pasaba, entraba decididamente en acción. Empleaba contra ellos su extraordinaria fuerza física, una fuerza que ni él mismo apreciaba en toda su magnitud.

Una noche, en la parte oeste del Central Park, saltó del coche patrulla y se enfrentó con seis jóvenes vestidos con chaqueta de seda negra. El compañero de Neri, que conocía muy bien a éste, prefirió no intervenir y permaneció dentro del coche. Los seis chicos, todos entre los dieciocho y los veinte años, habían estado pidiendo cigarrillos a la gente, de forma amenazadora, aunque en realidad sin hacer daño á nadie. También habían estado molestando a las muchachas que pasaban, haciéndoles gestos obscenos.

Neri los obligó a ponerse de cara a la pared que hacía de frontera entre el Central Park y la Octava Avenida. Aún no era totalmente de noche, pero Neri llevaba su arma favorita, una enorme linterna. Nunca se molestaba en sacar su pistola; no la necesitaba. Cuando estaba enojado, su rostro se tornaba brutalmente amenazador, y esto, combinado con su uniforme, generalmente bastaba para que los gamberros se acobardaran. Si no, usaba su linterna.

Neri preguntó a uno de los chicos:

– ¿Cómo te llamas?

El chico dio un apellido irlandés.

– Márchate de inmediato -le dijo Neri-. Si vuelvo a verte esta noche, lo pasarás muy mal.

A un ademán del policía, el chico salió corriendo. Neri siguió el mismo procedimiento con los dos siguientes. Los dejó marchar. Pero el cuarto dio un apellido italiano y miró a Neri con una sonrisa, como si el hecho le diera ciertos derechos. Neri no podía ocultar que era italiano; su acento le delataba. Miró fijamente al muchacho y le preguntó:

– ¿Eres italiano?

El chico, confiadamente y sin dejar de sonreír, contestó que sí.

Neri le dio un tremendo golpe en la frente con la linterna. El muchacho cayó al suelo, de rodillas. Tenía una brecha en la frente, de la que manaba sangre en abundancia. Pero la herida no era grave. Con aspereza, Neri le dijo:

– Eres una deshonra para todos los italianos, hijo de puta. Nos das mala fama a todos. Levántate.

Le propinó un golpe en el costado, no muy fuerte, y añadió-: Vete inmediatamente a tu casa. Que nunca más vuelva a verte con esa chaqueta o te prometo que te enviaré al hospital. Y ahora márchate. Tienes suerte de que yo no sea tu padre.

Neri no perdió el tiempo con los otros dos. Les dio una patada en el trasero, advirtiéndoles, como al primero, que no quería volver a verlos en la calle aquella noche.

En tales ocasiones ocurría todo con tanta rapidez, que no había tiempo de que la gente se diera cuenta del incidente, ni tampoco de que alguien pudiera protestar por los métodos empleados por el policía. Neri se subía al coche patrulla y su compañero pisaba el acelerador a fondo, por lo que instantes después ya estaban muy lejos. Naturalmente, en ocasiones Neri se encontraba con alguien que le plantaba cara, bien con los puños, bien con un cuchillo. En tales casos, su oponente u oponentes podían considerarse dignos de lástima. Con terrible ferocidad, Neri los golpeaba sin miramientos, y luego los subía al coche patrulla, arrestados bajo la acusación de haber agredido a un policía. Y lo normal era que la vista del caso tuviera que esperar hasta que los desgraciados mesen dados de alta en el hospital.

Un día, transfirieron a Neri al distrito donde se levanta el edificio de las Naciones Unidas, por haber faltado al respeto al sargento que era su superior directo. Pronto se dio cuenta de que la gente de las Naciones Unidas aprovechaban su inmunidad diplomática para aparcar donde les venía en gana, sin preocuparse de los ordenanzas. Neri se quejó a sus superiores, pero le dijeron que hiciera la vista gorda. Una noche, sin embargo, Neri se encontró con que una calle lateral estaba completamente bloqueada por los automóviles de los funcionarios del organismo internacional. Era más de medianoche, por lo que Neri sacó del coche patrulla su enorme linterna y empezó a romper los parabrisas de aquellos automóviles. No fue nada fácil, ni aun para diplomáticos de alta categoría, hacer reparar los parabrisas en pocos días. En la comisaría empezaron a llover las protestas. Había que acabar con aquel vandalismo, clamaban los perjudicados. La rotura de parabrisas continuó durante varios días, hasta que alguien descubrió que aquello era obra de Albert Neri, que fue destinado a Harlem.

Poco después, un domingo, Neri y su esposa fueron a visitar a la hermana de él, que era viuda y vivía en Brooklyn. Albert Neri sentía por su hermana un exagerado afecto protector -común, por lo demás, a todos los sicilianos-, y la visitaba aproximadamente cada dos meses, para asegurarse de que se encontraba bien. La hermana era mucho mayor que él, y tenía un hijo de veinte años, Thomas, que, debido tal vez a la falta del padre constituía para su madre una verdadera fuente de problemas. El chico no iba con buenas compañías.

En cierta ocasión, y gracias a la intervención de Neri, Thomas consiguió librarse de una acusación de hurto. No obstante, el policía le advirtió a su sobrino:

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